I - EL DUEÑO DE LA FINCA

Un bando prodigiosamente grande de palomas vino a posarse sobre el tejado de la casa. Este quedó blanco como si una copiosa nevada hubiese caído sobre él. Las palomas todas, sin fallar una, eran blancas. En la pared enjalbegada de la casa, encima del amplio corredor con rejas de madera se abría un ventanillo que daba acceso al palomar. Las palomas ni por un instante soñaron con acercarse a él; ninguna intentó siquiera ponerse sobre la tabla que, a guisa de recibimiento, tenía delante. El día era demasiado espléndido para meterse en casa; un día tibio y claro de primavera en Castilla.

Por el ventanillo del palomar, con toda precaución y cuidado, asomó el rostro un hombre; un rostro atezado, varonil, de bigote gris. Giró sus ojos recelosos, inspeccionó minuciosamente los contornos y se retiró en seguida; volvió a asomarse y otra vez se retiró, como si espiase la llegada de un ladrón.

El ladrón llegó, en efecto. Dio un brinco y se plantó sobre la baranda del corredor; ascendió luego fácilmente por el grueso sarmiento de la parra que se enlazaba retorciéndose a las columnas de madera que sostenían el tejadillo, encaramose sobre éste y echando una mirada recelosa en torno y otra de ávido anhelo a la ventana del palomar, sacó la lengua y se relamió repetidas veces con repugnante ausencia de sentido moral. Luego, no sin cierto estremecimiento nervioso que corrió por todo su cuerpo, se preparó a dar el gran salto. Grande era, en efecto; enorme. Sólo un bandido avezado a correrías peligrosas tuviera la audacia de intentarlo. Después de algunas vacilaciones lanzose al espacio, logró tocar con las uñas la tabla, y presto se encaramó sobre ella. Y sin pérdida de tiempo se introdujo en el palomar. ¡Desdichado! La traición le acechaba. Apenas puso allí la planta, un pesado garrote con furia manejado le hizo pagar cara su osadía. El criminal comenzó a arrastrarse por el suelo dando mayidos bien lastimeros. Su feroz agresor le contempló estupefacto con ojos extraviados, los brazos caídos y respirando anhelante. Quiso acercarse a su víctima, pero ésta huía arrastrándose por el sucio aposento donde estaban colocados, como en anaquelería de tienda, los nidos de los pichones.

—¡Válgate Dios! Le he roto una pata—exclamó con voz temblorosa el hombre.

Era un caballero alto, fornido, de unos cuarenta años de edad, la tez morena, los ojos negros, los cabellos crespos y comenzando a blanquear; fisonomía abierta y simpática. Vestía traje de casa, chaqueta obscura y gorra de cazador.

—¡Bis, bis...! ¡menino...! ¡pobrecito, pobrecito!

El gato permitió al fin que se le acercase y le dirigió una mirada triste y medrosa.

—¡Vaya por Dios! ¡vaya por Dios!—murmuró el caballero con acento que distaba mucho de sonar como el grito de triunfo del vencedor satisfecho.

Le pasó la mano suavemente por el lomo y quiso reconocerle la herida; pero el pobre animal lanzaba mayidos cada vez más dolorosos.

—¡Qué diablo! ¡qué diablo!—profirió en el colmo del disgusto.

De pronto, como si le hubiese ocurrido una idea feliz, se irguió de nuevo y abandonando al estropeado gato en el suelo salió del aposento, bajando un poco la cabeza para no chocar con el dintel de la puertecilla que le daba acceso. No tardó muchos minutos en presentarse otra vez con un canasto en las manos guarnecido en el fondo por un cojín de lana. Tomó al gato con infinitas precauciones y lo depositó sobre él. Luego, sacando del bolsillo un paquete de vendas, se puso a liarle la pierna rota con la delicadeza de un cirujano. El gato le dejaba hacer como si entendiese que de aquello dependía su salud. Cuando estuvo hecha la operación cogió de nuevo el cesto, transformado ya en camilla de hospital, y a paso lento y prevenido lo sacó de allí, bajó la escalera y lo depositó en una de las estancias del único piso alto que tenía la casa.

Era ésta una mansión de hidalgo o labrador acomodado. Los pisos de ladrillo rojo, las paredes enjalbegadas, los techos con las vigas al descubierto. Los muebles eran viejos, macizos, lustrosos; en las alcobas camas enormes de madera sin pabellón; en las paredes colgados grandes cuadros al óleo renegridos y confusos.

Reynoso, que así se nombraba el inventor de la emboscada descrita, contempló largo rato a su víctima que a su vez le miraba con expresión indefinible de temor, reconvención y tristeza dejando escapar débiles mayidos. El agresor respondía a estos mayidos con otros obscuros sonidos guturales que expresaban remordimiento. Al fin, no pudiendo resistir más tiempo la vista de aquella tragedia dolorosa, giró sobre los talones y salió de la estancia. Recorrió algunas otras desiertas en busca de su bastón de boj hasta que, recordando que lo había dejado en el palomar, hizo un gesto de pesar y no atreviéndose a empuñar otra vez el fatal instrumento descendió a la planta baja, también desierta, y salió a la calle.

Delante se abría un anchuroso patio recientemente empedrado, cercado por elevada verja de hierro. Nadie pensaría que aquel magnífico patio pertenecía a la hidalga pero humilde morada de donde salía nuestro caballero. Y en realidad no era así. Aquella casita de paredes blancas y balcones de madera estaba allí solamente como un recuerdo de familia. A su lado, apartado treinta o cuarenta pasos, se alzaba un moderno y suntuoso hotel que bien pudiera denominarse palacio. Gran escalinata de mármol, montera de pizarra a lo Luis XIV, lunas enormes de cristal en los balcones, todo el arreo, en fin, de que ahora hacen gala los hombres opulentos cuando fabrican una mansión para su regalo. Las cuadras y las cocheras, también suntuosas, cerraban el patio por la izquierda.

Así que las palomas del tejado le divisaron en medio del patio abrieron las alas repentinamente y vinieron a posarse sobre él transformándole en informe estatua de nieve. Reynoso no recibió aquella acostumbrada caricia con la benevolencia de otras veces. El peso de su culpa le hacía atrabiliario.

—¡Quitad, quitad! ¡Fuera!

Y abriendo los brazos como aspas de molino y sacudiendo puntapiés a un lado y a otro las rechazó groseramente.

Herida la susceptibilidad de las cándidas palomas por aquel insólito recibimiento, se escaparon nuevamente al tejado. Algunas más zalameras que persistieron en querer picotearle la cabeza, fueron llamadas a la dignidad por sus compañeras y no tardaron también en remontar el vuelo.

Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba un carruaje:

—Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la estación al señorito Tristán.

Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente cuidado, pero no de grandes dimensiones. En el centro había una plazoleta rodeada de cañas de la India y dentro una glorieta con enredadera de madreselva y pasionaria. En el fondo y en uno de los ángulos, adosada al alto muro que lo cercaba, estaba la casita del jardinero. Reynoso, sin pasar delante de ella como tenía por costumbre, quiso abrir la puerta de madera que comunicaba con el bosque, pero antes de hacerlo lo divisaron los chicos del jardinero que volaron hacia él dando chillidos penetrantes. Quedó un instante inmóvil y una sonrisa de alegría iluminó su semblante enfoscado. Las palomas habían tenido menos suerte.

—¿Qué queréis?—preguntó fingiéndose serio.

—Un beso... un beso—respondieron los chicos, una niña y un niño de seis y cinco años respectivamente.

—¿Nada más?

La niña, avergonzada, hizo signos negativos con la cabeza. Reynoso se inclinó para besarla. Mas he aquí que cuando lo estaba haciendo, el niño le introdujo suavemente la mano en el bolsillo.

—¿Qué haces, pícaro?—exclamó el caballero alzándose bruscamente y mirándole con afectada severidad.

El chico, aterrado, se dio a la fuga. La niña reía: sus carcajadas sonaban frescas y cristalinas como el gorjeo de los pájaros.

—¡A ése! ¡a ése...! ¡Al ladrón!—gritaba Reynoso.

Luego, sacando del bolsillo un caramelo, se lo dio a la niña diciendo:

—Tú, que eres buena, toma. A ese tunante nada.

Pero el chico, advertido, comenzó a volver sobre sus pasos gimoteando:

—¡A mí! ¡a mí también!

—Tú ya lo has robado.

—¡No! ¡no!

Y movía la cabeza a un lado y a otro hasta querer descoyuntársela, y enseñaba las palmas de sus manecitas untadas de tierra.

—Bien. ¡Pero lávate esa cara y esas manos, gorrino!

El chico, sin vacilar, se fue corriendo al pequeño estanque de una fuente de mármol y comenzó a echarse agua a la cara. En vez de quitarse la tierra, la esparció de tal modo por sus rosadas mejillas que daba horror. Reynoso no pudo menos de soltar la carcajada. El niño comenzó a llorar perdidamente. Entonces su hermanita se brindó con maternal solicitud a lavarle. Le llevó al estanque, le restregó la cara haciéndole pasar sucesivamente del negro al gris, luego al blanco, después al rojo subido, tan rojo que el niño chillaba como un condenado y estuvo a punto de renunciar de una vez y para siempre a aquel caramelo tan dolorosamente comprado.

Reynoso estaba enajenado. Su faz resplandecía como la de un justo, aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra alma.

El bosque contiguo al parque era delicioso: una espesura casi impenetrable formada de robles, olmos y fresnos que había dado nombre a la finca. Esta era conocida con el nombre de El Sotillo y estaba situada en las inmediaciones de Escorial de Abajo: toda ella, desde la casa, en suave declive hasta la cañada, por donde corría un arroyo. Después ascendía de nuevo el terreno. Reynoso atravesó el bosque por un lindo y retorcido camino enarenado que él mismo había hecho construir. Al cabo de algún tiempo de marcha el bosque dejaba de ser espesura sombría, impenetrable, y se transformaba en monte ralo de olmos y encinas por cuyos grandes claros pastaban algunas vacas negras y bravas con sus chotillos al lado. El pastor le salió al encuentro. Llevose la mano a su sombrerote de fieltro y le informó con rostro alegre de que aquella misma madrugada una de las vacas había parido. El propietario se acercó con satisfacción también a la vaca que lamía al tierno chotillo, echado debajo de ella, dejando escapar débiles mugidos de amor y de orgullo. Después emprendió de nuevo su paseo. Según caminaba, el monte se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio. En la tierra que había entre ellas, ardiente y feraz, crecían innumerables especies de flores silvestres de formas caprichosas, de aroma penetrante.

Reynoso arrancó a puñados el tomillo, lo aspiró con voluptuosidad y se lo guardó en los bolsillos.

—Rico olor el de la mejorana, ¿verdad, mi señor?—dijo una voz a su espalda.

—No es mejorana, Leandro, es salsero. ¿No ves sus florecitas?

—Verdad es. Muy rico también, muy majo; pero me gusta más la mejorana.

Leandro se había acercado. Era el anciano pastor encargado de los grandes rebaños de ovejas que Reynoso poseía, el personaje más considerable de aquellos campos, grave, prudente, sentencioso. En pos de él otros tres zagalones que le ayudaban, y más tarde el pastor de las vacas que acudía como siempre al señuelo del cigarro. Porque Reynoso gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro.

—Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una abundante trilla.

Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero, formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado, eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada:

—Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más... Es un decir, mayormente.

El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro las rebatió al fin severamente.

—Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?

—Es un decir, tío Leandro.

—Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?

Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:

—Me paece a mí, tío Leandro... Yo he visto...

—Tú no has visto na—replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.

Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.

Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.

—Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos... pero que han de crecer ¡eh! ¡eh...! que han de crecer ¡eh! ¡eh!

Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.

El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.

—¿Cómo?—exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza—. ¿Un cazador furtivo?

—¡Quiá!—replicó un zagal—. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.

El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.

—¡Qué chica! ¡Qué chica!

Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.

—¿Y para cuándo es la boda, mi amo?—se atrevió a preguntar uno.

—Allá para octubre—respondió amablemente el caballero.

El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:

—Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me abrazó y me besó. Podéis creerme—añadió volviéndose a sus compañeros—, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.

—¡Está visto, hombre!—¡Pues bueno fuera!—¡Ni que decir tiene!

Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.

—Lo único que siento—prosiguió éste—es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente Castellana de Madrid.

—Me paece a mí, tío Leandro—dijo el imprudente Felipe—, que nuestro amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala... Pero como la señora es tan amiga del lujo...

—¿Qué dices?—exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y encarándose con el zagalón.

Este se puso pálido y balbució miserablemente:

—Es lo que tengo oído por ahí...

—¿A quién se lo has oído?—preguntó el caballero afectando calma, pero con el rostro contraído.

—¡Calla, zángano, calla! ¡Si eres más cerrado que un cerrojo! ¿No te da vergüenza, grandísimo zote?

Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:

—Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que redunde en desprestigio de la señora. Hasta ahora no ha hecho más que vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece... Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.

—¡Bien puede usted perdonarlo, mi amo—manifestó el tío Leandro—, porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de Dios y no de él...! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en nacer, nace ya con la albarda puesta... En fin, señor, que es una grandísima bestia... No hay más que verlo.

Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo. Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compañero Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la familia de los équidos.

II - FELICES ESPOSOS

Reynoso hizo una visita a su víctima y le mandó proveer de agua y alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se hallaban en el piso principal.

—¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es...? ¿quién?

—¡Nadie... nadie... nadie!—respondió una voz femenina de timbre claro y armonioso.

—¿No es Elena?

—¡No, no es Elena!

Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le echó los brazos al cuello.

Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama.

—¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto...? Hueles a mejorana... hueles a romero... hueles a malva rosa—decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.

—Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo—respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.

—¡Milagro sería!—exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido—. ¿Para qué has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando árboles... y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.

—¡Bien puedes decirlo!—repuso Reynoso con franca sonrisa—. El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto... ¡he aquí mi felicidad!

—Pero entonces, gran perverso—replicó la joven esposa con voz de mimo y atusándole el bigote con la punta de los dedos—, no podrías regalar a tu Elena un aderezo tan hermoso como le has regalado el día de su santo, no podrías llevarla en coche, no podrías vestirla con trajes elegantes, no podrías traerle pastelitos de casa de Lhardy, ni bombones de la Mahonesa.

—Ni sobreasada de Mallorca.

—¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a mí la sobreasada...! Hoy mismo la como, aunque me haga daño... Tú te tienes la culpa por haberla mentado... ¡Y por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la Castellana, con un budoir tan lindo que no hay otro en todo Madrid, con su serre, con su cuarto de baño...? Mira, vamos a hablar un poco de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.

Puso el dedo en el timbre, acudió un criado y no tardaron en servirle café con leche y picatostes en un primoroso juego de plata. Se sentó delante de una mesilla volante mientras su marido se dejó caer en un diván de raso azul bordado en blanco.

Y hablaron largamente de la casa de Madrid aún no terminada. Reynoso daba pormenores del decorado, consultaba el asunto del mobiliario. Su mujer le pedía una cosa, y después otra y después otra para su saloncito, para su cuarto de baño mientras engullía lindamente.

—¡Elena, Elena! Que no vas a tener apetito a la hora de almorzar.

—Ya verás que sí. Déjame ser feliz.

—¿Eres feliz de verdad?

—Muchísimo... No puedo serlo más.—Y al decir esto extendió la mano a su esposo que la besó repetidas veces.

—¿Y tú lo eres también?—dijo levantándose de la silla y viniendo a sentarse a su lado.

—¿Yo?—exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura—. ¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que darme cuando me muera.

—Pues yo te digo... te digo... que eres un grandísimo embustero (y le tiraba de las guías del bigote, que era al parecer su ocupación más apremiante). Porque me han dicho... me han dicho... que no te vas de buena gana a vivir a Madrid.

—Pues te han engañado.

—¿No serás tú el que me engañas...? Mira, Germán, voy a pedirte un favor y es que me hables con toda franqueza. Sé que por condescendencia, por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran locura ese disimulo. Ya sabes que me hallo bien, que soy feliz en todas partes estando a tu lado, y que si me agrada ir a Madrid, he vivido hasta ahora bien contenta en el Sotillo. En realidad, más que por mí voy a Madrid por proporcionarte a ti una sociedad más escogida. Yo estoy acostumbrada a la vida de pueblo... ¡como que no he salido de él...! Pero tú, aunque goces en el campo, has viajado mucho y no puedes menos de sentir el aburrimiento de esta soledad... Háblame, pues, francamente. ¿Vas con gusto a Madrid? Pues Elena va con gusto a Madrid. ¿Prefieres quedarte en el Sotillo? Pues Elena se queda tan ricamente en el Sotillo.

Reynoso la miró prolongadamente con ojos escrutadores.

—Está bien, hija mía; ya que quieres a todo trance que te hable con franqueza, y ya que veo que no tienes ese empeño en vivir en Madrid que yo imaginaba, te lo confesaré... No dejo el Sotillo con placer. Aquí he nacido y me he criado y aquí y en todas partes donde he vivido la soledad ha sido mi fiel compañera. Aunque tengo un carácter sociable, según dicen, la Providencia ha querido tenerme alejado de los hombres acaso porque no sea capaz de hacerles mucho bien... ¿Pero quién habla de soledad estando cerca de ti, Elena mía? ¿Qué sociedad en este mundo podrá proporcionarme goce alguno no estando tú presente? ¿Y si tú estás presente qué falta me hacen los demás? Ninguna conversación vale lo que tu silencio, ninguna música lo que tu voz, ningún rumor más suave ni más grato que el de tus menudos pies sobre la alfombra, ningún espectáculo más delicioso que el de tu cabellera rubia cuando la dejas caer sobre la espalda... ¡No busco, no quiero, no necesito más en este mundo!

Y al pronunciar estas palabras la estrechaba contra su pecho.

Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que, como él, no ha tenido más amor que el de su esposa!

Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones desgraciadas, quedó arruinado. El matrimonio se vio necesitado a abandonar la casa lujosa de Madrid y a refugiarse en el Sotillo, finca que pertenecía a la esposa por herencia de sus padres. Donde antes solían pasar solamente algunos días de primavera, en uno de los cuales había nacido Germán, tuvieron que residir forzosamente todo el año. Con los escasos productos de ella, pues no era entonces lo que ahora es, y con un cortísimo caudal que habían salvado, vivió aquel matrimonio algunos años en la soledad bastante más feliz que lo había sido entre los negocios y los esplendores de la corte. Germán seguía sus cursos del bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio: todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano. Tantas disposiciones mostraba, tanto le instaron los amigos y su misma esposa, que tenía sobrados motivos para odiar los negocios, que al fin consintió el viejo Reynoso en enviar a su hijo a Madrid para estudiar en el Conservatorio. Residía en casa de unos amigos y venía al Sotillo los sábados por la tarde para marchar el lunes por la mañana. Tenía ya catorce años y llevaba dos de carrera con brillantes notas cuando falleció su padre. Su pobre madre tuvo la debilidad de casarse antes de cumplir los dos años de viudez con un sujeto de carácter bondadoso, pero dominado por el vicio del juego, y después de casado también por la embriaguez. Aquello fue un desastre. Germán, desesperado, viendo a su madre desgraciada y previendo una ruina inminente, pues su padrastro estaba ya terminando con su caudal y no tardaría en comenzar con el de su esposa, decidió emigrar a América, abandonando sus esperanzas de ser un artista de fama.

En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas, dedicándose principalmente al cultivo del café. Allá se fue Germán cuando no contaba aún diez y ocho años. ¡Cuántas horas transcurridas en la soledad y en el silencio! Nadie con quien hablar y reír a la edad precisamente en que más lo exige el hombre si Dios le ha dotado de un temperamento abierto y sociable. Su tío era de carácter adusto y los trabajadores tan rudos que no era posible conversar con ellos de nada placentero. La vida se deslizaba igual, monótona, soñolienta. Pero al fin se acostumbró a ella. El campo, donde permanecía casi todo el día, vigorizó su cuerpo y comunicó a su espíritu un equilibrio que le preservó para siempre del tedio. Al principio no disponía de más instrumento musical que un violín, y con él se entretenía por las noches; mas andando el tiempo logró traer hasta aquel desierto un piano, y fue feliz. Horas dulces, horas dichosas aquellas en que, después de una jornada laboriosa, regresaba a su casa y se ponía delante del piano para interpretar una sonata de Beethoven o un concierto de Chopin.

Su tío regresó a España poco después, retirándose de los negocios y dejándole en arriendo dos fincas. La suerte favoreció al joven Reynoso. Las cosechas de café, que últimamente habían sido bien limitadas, principiaron a ser abundantes, copiosísimas. En pocos años Germán logró hacerse dueño de las dos fincas comprándoselas a su tío; tomó en arrendamiento otra magnífica y al cabo se hizo también dueño de ella. Viajó por la América del Sur y por los Estados Unidos. A los treinta y cinco años Germán era un hombre rico, mucho más rico de lo que se le suponía en Escorial, aunque se le suponía bastante.

En el transcurso de este tiempo su padrastro había muerto: el niño que el matrimonio había tenido y que Germán conocía, también: sólo vivía una niña, nacida después que él se marchara a América. La finca del Sotillo estaba hipotecada y corría riesgo de pasar a manos de acreedores. Germán envió bastante dinero para rescatarla y mantuvo a su madre y a su hermana con holgura. Cuando, atendiendo a las reiteradas súplicas de aquélla, pensaba en realizar su hacienda, recibió la triste noticia de su fallecimiento. Inmediatamente se puso en camino para España, a fin de encargarse de aquella hermanita de trece años que quedaba abandonada.

Al llegar la sacó de casa de unos parientes donde provisionalmente se albergaba y la trajo de nuevo al Sotillo, tomó un aya francesa para ella, tomó criados, compró coche y caballos, hizo algunos reparos en la casa y la montó con boato. No pasaba, sin embargo, mucho tiempo en Escorial. Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres, tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena.

Elena era huérfana de un farmacéutico. Su madre, que sabía de farmacopea casi tanto como él, regentó la botica algún tiempo después de viuda con anuencia del vecindario. Pero vino una denuncia del subdelegado; se vio obligada a traer un regente con título; y como el producto de la botica no era bastante para pagar este sueldo y mantenerse, la enajenó al fin a uno de sus cuñados que tenía un hijo en Madrid estudiando la carrera de farmacia. Con el dinero que le dieron puso una tiendecilla heterogénea, bisutería, mercería, cacharrería, debajo de los arcos. Las ganancias fueron muy exiguas. Elena y su madre vivían bien estrechamente a la llegada de Reynoso al Escorial.

Cuando aquél entró por casualidad un día en la tienda fue reconocido por doña Dámasa. Se habían conocido de niños. Saludáronse afectuosamente, y el indiano comenzó a tutear a la madre y por de contado a la hija, que contaba entonces diez y siete años. Siempre que subía al Escorial daba su vueltecita por la tienda de doña Dámasa y allí se estaba charlando un rato. Estas visitas, al principio raras, se fueron haciendo más frecuentes y prolongadas. La hermosura espléndida de Elena comenzó a impresionarle. Y a medida que le impresionaba le hacía más tímido. Cuando la niña estaba sola en la tienda mostrábase embarazado, silencioso. Y, sin embargo, era evidente que buscaba las ocasiones en que estuviese sola. A ninguna mujer se le hubiera escapado esta táctica, pero mucho menos a Elena que era traviesa y picaresca y se gozaba en verle apurado. La timidez de un hombre tan maduro halagó mucho su vanidad y la riqueza que se le suponía también. Principió a coquetear con él de lo lindo. Pero cuanto más segura y aun atrevida se mostraba ella, más tímido aparecía él. Esta timidez y el sufrimiento que le acarreaba llegaron a tal punto que le retuvieron de subir al pueblo y visitarla. Sus visitas comenzaron a ser más raras y cuando las hacía se ingeniaba para quitarles el objetivo que tenían. O pasaba al Escorial para un negocio en el Ayuntamiento, o venía acompañando a un amigo para enseñarle el Monasterio, o había subido para buscar un operario... Estos pretextos, aunque bien sabía que eran falsos, irritaban, sin embargo, a Elena y la iban interesando en la aventura. Había juzgado al principio que era cosa de pocos días que aquel hombre se le declarase, y cuanto más tiempo transcurría más lejos veía esta declaración. Por otra parte, sus conocidos la embromaban y ya se hablaba en el pueblo no poco de aquellas supuestas relaciones amorosas.

La noticia de que Reynoso se iba otra vez a América cayó como una bomba en la pequeña tienda de doña Dámasa. El mismo la comunicó con afectada indiferencia; tenía muchos negocios pendientes; necesitaba liquidar; no sabía el tiempo que permanecería por allá. Elena recibió la nueva sin pestañear, pero el corazón le dio un vuelco. No sabía si amaba a Reynoso aunque estaba segura de que pensaba en él todo el día. Aquel golpe le reveló su amor. Sí, sí, estaba enamorada de él, no porque fuese rico como se decía en el pueblo, sino por su figura arrogante, por su caballerosidad, por su bondad, por su esplendidez, por todo, por todo, hasta por aquellas hebras de plata que asomaban en sus cabellos y en su bigote.

Después que él partió estuvo algunos días enferma y aunque mucho trabajó sobre sí misma para vencer la tristeza, no pudo conseguir que dejase de ser observada y comentada. Pero transcurrieron los meses y se fue olvidando su abortada aventura. Ella misma vivía ya tranquila sin pensar más en el indiano cuando una tarde le entregó el cartero una carta de Guatemala. Era de Reynoso; se informaba de su salud, de la de su madre y amigos de la casa, le hablaba en tono jocoso de su viaje, de su vida en aquellas soledades; por último, antes de despedirse le decía que había llegado a sus oídos por medio de un paisano recién desembarcado que se casaba. Le daba la enhorabuena y lo mismo a su mamá y le deseaba toda suerte de felicidades.

Elena tuvo una inspiración. Tomó la pluma para contestarle; adoptó el mismo tono amical y jocoso; le dio cuenta de su vida y de las noticias más culminantes en el pueblo. Pero al concluir estampó con increíble audacia las siguientes palabras: «En cuanto a la noticia de mi boda es absolutamente falsa. Yo no me caso ni me casaré jamás con nadie si no es con usted.»

La contestación a esta carta fue un cablegrama que decía: «Salgo en el primer correo. Prepara todo para nuestro matrimonio.»

He aquí cómo aquella linda y picaresca niña logró, invirtiendo los papeles, alcanzar la meta de sus afanes. Con el amor vino la opulencia que no suele ser su compañera. Los recién casados se instalaron en el Sotillo. Elena y Clara, que ya eran amigas, lo fueron en seguida muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de lo que reclamaban sus respectivas edades.

Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era su hija y que muy pronto la casaría para darse el gusto de tener nietos a los veinte años. Don Germán aún lo sentía más que ella, pero lo disimulaba mejor. Entregose con afán a la mejora de su finca: logró comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las aves emigrantes que allí se reposaban. Aunque no necesitaba más que su antigua casa, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla, Elena le excitó a construir el magnífico hotel que se ha visto. Con tristeza dejó el pequeño pero dulce hogar que albergó su niñez, para habitar la nueva y suntuosa morada. Pero conservó aquél con el mismo esmero con que se guarda una joya de sus padres; y nunca dejó de ir a dormir la siesta a la cama en que nació y en que sus padres durmieron la primera noche de novios.

Elena recibió la confesión de su esposo con sorpresa y secreto despecho que se esforzó en disimular.

—Me alegro, me alegro en el alma de que hayas sido franco—exclamó con afectación—. ¡Qué dolor sería para mí si al cabo hubiera descubierto que te ibas a Madrid sólo por complacerme! Te vería de mal humor, te vería huraño y silencioso, y la pobre Elena tan inocente, sin saber que ella era la causa.

—¡Huraño, Elena! ¡Silencioso!

—Sí, huraño, incivil... inaguantable.

—¿Pero cuándo me has visto...?

—Si no te he visto te vería... Ea, hablemos de otra cosa pues que ésta ya está resuelta.

Hablaron de otra cosa, pero la joven no podía disimular su decepción. Saltaba de un asunto a otro con nerviosa volubilidad, se placía en llevar la contraria; por último, cayó en un silencio obstinado, fingiendo hallarse absorta en la franja de la tapicería que estaba bordando. Su marido la observaba con disimulo y en sus ojos brillaba una chispa maliciosa.

—Vaya, vaya—dijo frotándose las manos—. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos entendido! Yo sin atreverme a decirte que no tenía ninguna gana de ir a Madrid, y tú sacrificándote por proporcionarme una sociedad más escogida.

Elena levantó los ojos y dirigió una rápida mirada recelosa a su marido. Este miraba fijamente al reloj de estilo Imperio que había sobre la chimenea.

—No sé cuándo me he de convencer—prosiguió—de que tu temperamento se acomoda admirablemente a todas las circunstancias y que tu felicidad no se cifra en vivir en un sitio o en otro, sino en el sosiego y la comodidad de tu casa.

Nueva mirada y más recelosa por parte de Elena. Reynoso seguía en contemplación extática del reloj.

—Y no era yo solo: había mucha gente (sin sentido común, por supuesto) que suponía que estabas encaprichada con vivir en Madrid. Yo les diría ahora: ¡no conocen ustedes a mi mujer...! ¡no la conocen!

Elena, cada vez más desconfiada, volvió a levantar los ojos. Esta vez chocaron con los de su marido. Este no pudo aguantar más y soltó una estrepitosa carcajada. Elena se levantó airada, y presa de un furor infantil se arrojó sobre él y comenzó a apretarle el cuello con sus preciosas, delicadas manos, a tirarle de las orejas y del bigote.

—¡Toma! ¡por cazurro...! ¡por malo! ¡por gañán!

Reynoso no podía defenderse; se lo impedía la risa.

—¡Pues sí, quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay...? Y tú te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas...

Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.

—¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?

—Mira, Germán, no empecemos, o...

Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.

Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios.

—¡No! ¡no!

—¿Qué quiere decir no?

—No quiero que me beses... no quiero... Eres un gañán... Te pasas la vida haciendo burla de mí...

Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.

—¡Hija mía, no llores!—exclamó Reynoso conmovido.

—¡Sí, lloro! ¡lloro...!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos malos—decía sollozando con dolor cómico—. Porque eres muy malo... Porque te complaces en hacerme rabiar... Si no quieres ir a Madrid, ¿por qué no lo dices de una vez...? Y no que te pasas la vida atormentándome...

—¡Atormentándote, Elena!

—Sí, sí, atormentándome.

—Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.

—¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!—exclamó separando sus manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las lágrimas.

Reynoso aprovechó aquel furtivo rayo de sol para consolarla. Pero no fue obra de un instante. Elena estaba muy ofendida, ¡mucho! Era preciso que el detractor cantase la palinodia, hiciese una completa retractación de sus errores.

—Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid.

—Lo confieso a la faz del mundo.

—Porque te aburres aquí.

—Porque me aburro soberanamente.

—Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos.

—Y porque necesito mucha expansión.

—¿Bromitas todavía, socarrón?—exclamó la mujercita tirándole de la nariz.

En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.

—Ya está ahí Tristán... Sal tú a recibirlo... Voy a peinarme y vestirme en un periquete. Adiós, gañán... ¡Toma, por malo! (Y le dio una bofetada.) ¡Toma, por bueno! (Y le dio un sonoro beso en la mejilla...) ¡Rosario! ¡Rosario! Venga usted a peinarme.

III - ¡QUIETO, FIDEL!

El joven que descendía del carruaje en el momento en que don Germán ponía el pie en la escalinata era alto, delgado, de agradable rostro ornado por unos ojos de suave mirar inteligente y por un pequeño y sedoso bigote negro. Se saludaron alegremente con un cordial apretón de manos.

—No entremos en casa—dijo Reynoso—. Clara anda por ahí cazando y Elena se está vistiendo. Vamos a la glorieta a descansar y tomaremos una copa de vermut o de cerveza, lo que tú quieras.

Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos por el amo.

—¿Cómo has dejado a tus tíos?

—Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdo—respondió el joven riendo.

—¡Oh, es un matrimonio que me encanta!—replicó don Germán también riendo—. Son dos elementos químicos que se neutralizan y forman un compuesto admirablemente sólido.

—¡Y tan sólido! Como que mi tío es de mampostería.

—No, hombre, no; tu tío es un hombre de una razón muy clara. No sabrá escribir, como tú, libros y comedias ni tendrá gran ilustración, pero discurre con acierto, juzga con justicia y sabe lo necesario para conducirse en la esfera en que Dios le ha colocado. Desgraciadamente los que como él y yo hemos pasado nuestra vida dedicados al comercio no pudimos disponer de mucho tiempo para ilustrarnos...

—¡Oh, no se compare usted con él!

—¿Por qué no? Que yo he conservado alguna mayor relación con el mundo espiritual gracias a la música eso significa poco. Ambos, como vosotros decís, somos mercachifles.

—Usted ha leído mucho.

—Algunos libros que llegaban a mis manos allá en las soledades del campo. Lectura dispersa, heterogénea que entretiene el hambre intelectual sin nutrir el cerebro... Por lo demás, si tu tío carece de las cualidades de hombre de estudio, las de hombre de acción las posee largamente. Yo le he visto no hace mucho tiempo en circunstancias bien críticas dar pruebas relevantes de ello. Acababa de estallar la guerra con los Estados Unidos. El pánico se había apoderado de los hombres de negocios: por la Bolsa, por todos los círculos financieros soplaba un viento helado de muerte; los más audaces huían; los más valientes se apresuraban a poner en salvo su dinero; a las puertas del Banco de España se acumulaba la muchedumbre para cambiar por plata los billetes. En aquel día memorable he visto a tu tío en la Bolsa hecho un héroe, la actitud tranquila, los ojos brillantes, la voz sonora, lanzando con arrojo todo su capital a la especulación. «¡Compro! ¡compro! ¡compro!» gritaba. Y su voz sonaba alegre, confiada, en medio del terror y la desesperación. No sabes el aliento que infundió y cuánto levantó el ánimo de todos en aquellos instantes aciagos. No contento con esto hizo poner en los balcones de su casa un cartel que decía: Se cambian los billetes del Banco de España con prima. Y esto lo llevó a cabo sin ser consejero del Banco ni tener sino una parte pequeña de su capital en acciones.

—Sí, ya sé que hizo esa locura.

—¡Locura sublime! Locura de un mercachifle que acaso no realizara un poeta... Si tú lo eres, Tristán, si tú puedes tranquilamente entregarte a la contemplación de la belleza y verter en las cuartillas tus ideas y tus sueños, lo debes a que tu padre hizo el sacrificio de sus ideas y de sus sueños para labrarte un capital... Él también era un poeta, él también tenía talento... Pero naciste tú y comprendiendo que su lira no podía darte de comer la arrojó lejos de sí y se puso a trabajar... Agradece al diario, al mayor, al copiador, a esos prosaicos libros en blanco que tú desprecias el que puedas recrearte ahora con otros más amenos. ¡Feliz el que en su juventud no necesita luchar por la existencia y puede gozar libremente de su propio corazón y de los tesoros de poesía que la Providencia ha depositado en él!

—Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo.

—Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil.

Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su profesión para dedicarse a asuntos comerciales. Cuando sólo contaba cinco años falleció su madre y aún no tenía doce cuando quedó también huérfano de padre. Este tenía una hermana casada con don Ramón Escudero y a este encomendó por testamento la tutela de su hijo. Escudero había sido cuando joven, primero criado, luego cobrador y más tarde dependiente y hombre de confianza del padre de Reynoso. Cuando éste hizo quiebra, gracias a la reputación de honrado, activo e inteligente que había adquirido entre los hombres de negocios se abrió pronto camino en la Bolsa, montó una casa de banca y logró adquirir un capital considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición nupcial.

—¿Cómo van las obras del cuarto?—preguntó Reynoso.

—Así, así... Madrid no es una capital; es un lugarón. En cuanto tratamos de introducir en la vida algo elegante o cómodo, algo parecido a lo que en otras naciones es ya de uso corriente, tropezamos con nuestros operarios desmañados, rutinarios, zafios...

Los futuros esposos habían elegido para vivir un piso en la calle del Arenal y lo estaban arreglando. Tanto Escudero como Reynoso poseían magníficas casas en Madrid y ambos les habían ofrecido habitación en cualquiera de ellas; pero Tristán había rehusado la oferta de su tío y Clara la de su hermano. Este, resarciéndola de la parte que la correspondía en el Sotillo, la había dotado generosamente con medio millón de pesetas.

Hablaron del piso alquilado y de los preparativos matrimoniales. Tristán se mostraba sobrio de palabras y ensimismado.

—¿Qué es eso...? Parece que estás de mal humor.

—Nada tengo distinto de otros días. En general no encuentro en la vida grandes motivos para estar muy contento.

—Así hablan solamente los que son demasiado felices en este mundo.

—¿Lo cree usted?—preguntó distraidamente el joven.

—Sin duda; y tu ejemplo me lo confirma. Eres un hombre mimado por la fortuna. Naciste rico, inteligente, dotado de buena figura, y aunque perdiste temprano a tus padres hallaste en tus tíos un afecto parecido y una vigilancia igual. Los éxitos universitarios comenzaron a halagar desde niño tu amor propio, siguieron después los del Ateneo, escribiste un libro y lograste llamar sobre ti la atención pública; presentas un drama en el teatro y te lo aceptan.

—Me lo aceptan... pero no lo representan... Mire usted, don Germán, como todo el mundo, usted juzga por las apariencias. Se adivina que ha habido un esfuerzo cuando se ve un resultado; pero aquellos otros que no han logrado cuajarse en el espacio, tomar cuerpo y gozar de la luz, aquellos que viven y mueren en la sombra miserables y desgraciados, aquellos el mundo los ignora y no se le echan en cuenta al hombre feliz.

—Porque no deben echársele. Las aspiraciones del hombre son infinitas y quisiera beber la eternidad de un trago. ¿Pero son todas ellas legítimas? ¿Todas deben realizarse? Mete la mano en tu seno y verás que muchos de tus deseos no podrían satisfacerse sino a expensas de la satisfacción de tus semejantes... ¡Y todos tenemos que vivir, qué diablo!

—Es que si tenemos que partir la felicidad con todos tocamos a muy poco.

—Sería mucho si la felicidad de los demás fuera la nuestra; si supiésemos salir de nosotros mismos.

Tristán soltó una carcajada. Don Germán se puso un poco colorado.

—Comprendo bien que en estos asuntos no estoy en disposición de medirme con los que como tú los estudian y los discuten a diario...

—No es eso, don Germán... Me río porque toda la vida estoy oyendo esa misma frase sin haber logrado saber lo que significa. No sé por qué puerta o balcón podemos salir fuera de nosotros mismos... Es decir, he averiguado que haciendo un agujero en la sien con la bala de un revólver se sale inmediatamente fuera de sí..., pero es para no volver a entrar.

—Repito que carezco de conocimientos y de medios de expresión para explicarte esa frase ni ninguna otra por ese estilo. Pero si no puedo explicarla siento su verdad en el fondo del alma y me basta... Pero volvamos a ti. Por un don gracioso de Dios tú eres de los pocos que aun encerrados en sí mismos encuentran la dicha. Después de todos los elementos de felicidad de que hemos hablado te enamoras; la mujer que es objeto de tu amor te corresponde; vas a casarte y al satisfacer los ardientes deseos de tu corazón, te encuentras con que el ángel de tus sueños no viene a ti con las manos vacías...

Esta frase causó una mordedura en el amor propio de Tristán. Disimuló, sin embargo, lo echó a risa y siguió la plática en tono jocoso.

Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante, amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina. Recordaba por su arrogancia la estatua de Diana cazadora que se admira en el Museo del Louvre; pero esta arrogancia estaba templada por unos grandes ojos negros de suave y afectuosa expresión. Era a la vez Diana y Clorinda la heroína del poema del Tasso.

Los ojos de los futuros esposos se encontraron y brillaron con alegría. A Tristán se le disipó repentinamente su mal humor.

—Tus perros, linda cazadora, han descubierto este par de piezas... ¡Tira, tira sobre ellas!—exclamó don Germán riendo.

—¡Fuego!—respondió la joven acercándose a él y dándole un beso en la mejilla.

—Dispara el segundo. Mira que la otra pieza se escapa.

Clara se ruborizó.

—Aunque se escape volverá de nuevo al tiro como las palomas torcaces.

Y alargó al mismo tiempo su mano a Tristán que la estrechó tiernamente.

—Ya estoy encañonado, y por lejos que me vaya el tiro de Clara me alcanzará.

—¡Oh, si supieseis qué lejos he disparado a uno de estos ánades!—y mostraba los dos que traía colgados al cinto—. Una verdadera casualidad que haya caído... Del lado de allá de la charca grande Fidel levantó los dos. ¡Pan! Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro...! El otro estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por seguirle!

La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el vigor y la hermosura de su prometida.

—¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese ánade?

—¿Cómo no, puesto que ha caído?

—Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería. Ese ánade como el otro y como todos los demás que has cazado mueren de orgullo de verse tiroteados por ti.

—¡Sería mucha galantería!—replicó la joven ruborizándose de nuevo.

Don Germán quiso dejarlos solos algunos momentos y salió de la glorieta con el pretexto de dar orden para que pintasen las canoas de las charcas. Llamó a los perros para que le acompañasen. Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama.

—Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.

—No te acerques tanto. A mí me gusta tirar de largo—dijo la joven riendo.

Tristán se sentó frente a ella delante de la mesa de mármol.

—Lo que me sorprende es que tengas tanta afición a la caza: ¡porque cuidado que es aburrido eso de cazar! Yo no salí más que tres o cuatro veces en mi vida y pensé que moría de tedio.

—¡Aburrido!—exclamó Clara en el colmo de la sorpresa.

—¡Aburridísimo! Levantarse de madrugada cuando más a gusto se encuentra uno entre sábanas, echarse al monte, sufrir los rigores del sol y a veces los de las nubes, caminar todo el día con la lengua fuera, caerse, pincharse, ensuciarse, y de vez en cuando tropezar con uno de esos animalitos que se encuentran en todas las pollerías y restauranes de Madrid.

—Calla, calla, Tristán; estás diciendo disparates. Tú no sabes lo que es sentir la brisa matinal en las mejillas porque te has acostumbrado al aire viciado de la cervecería y del círculo; no gozas con el sol porque vives la mayor parte de la vida con luz artificial; te repugna el caminar porque has estado demasiado tiempo tendido en las butacas... Pero yo soy otra cosa... yo he nacido en el campo; el sol me conoce y las nubes también y las piedras y los abrojos... Para mí es un gran disgusto que tú no seas cazador.

—¿De veras...? Pues no tengas cuidado, hermosa mía, que por tu amor soy capaz, no diré de cazar patos y conejos, sino hasta tigres y leones... Aún más: soy capaz, si tú lo exiges, hasta de pescar con caña.

—¡No tanto!—exclamó la joven riendo—. Bastará con que alguna vez me acompañes. Te prometo no llevarte lejos.

—¡Qué hermosa eres, Clara! Si no fueses el emblema de la belleza serías el de la salud y de la fuerza. Dice Gustavo Núñez que si me dieses una bofetada me harías polvo... y voy creyendo que tiene razón.

—¿Pues cuándo me ha visto tu amigo Gustavo Núñez?

—Días pasados cuando íbamos de compras con Elena.

—Debe de ser muy burlón ese amigo.

—Es el hombre más gracioso que conozco.

Y acto continuo se puso a hacer el elogio caluroso de aquel su amigo Gustavo, un pintor eminente que hacía ya algunos años había obtenido primera medalla en la Exposición, un hombre de mundo, elegante, fino, culto ¡y con unas salidas! Todo el mundo las celebraba en Madrid. Sofocado por la risa nuestro joven narró algunas de ellas.

Clara escuchaba con fingida atención. En realidad estaba distraída. Aquellos chistes de café, aquella maledicencia que se revelaba en ellos no podía producir efecto en una naturaleza sencilla y recta como la suya. Así que cuando Tristán dio tregua a su panegírico desvió la conversación a otro sitio. Le preguntó por las obras del cuarto, por una joya que había encargado a Holanda, por los muebles que les estaban construyendo.

La conversación languideció al cabo. Tristán comenzó a mostrarse preocupado, a emplear un estilo más conciso, que poco a poco se convirtió en displicente. Clara lo observó, pero como ya estaba acostumbrada a estos cambios repentinos de humor, que rara vez persistían largo tiempo, no hizo en ello mucho alto. Sin embargo, se trataba de asuntos que atañían a su próximo enlace y el acento de su novio sonaba por momentos más displicente.

—¿Qué te pasa?—preguntó al fin desazonada—. Hace un momento eras más suave y más blando que una piel de liebre y ahora pinchas por todas partes como los cardos del monte.

Tristán hizo un gesto de indiferencia y permaneció silencioso.

—¿He dicho algo que pudiera molestarte?

El mismo silencio.

—O hablas o me marcho—dijo con energía haciendo ademán de levantarse.

Tristán clavó en ella sus ojos con expresión colérica.

—Me estás probando de esa forma—dijo con acritud—que mis recelos no son infundados. Desde hace algún tiempo parece que todo el mundo pone empeño en hacerme comprender que debo estar no sólo satisfecho sino muy agradecido a que se me conceda tu mano. Es decir, quieren a toda costa persuadirme de que soy un quídam que ha buscado su negocio y lo ha hallado al fin...

—¿Qué palabras son esas, Tristán, tan feas... tan indignas de ti?

—Sí, que soy por lo visto un buscavidas—insistió el joven con más violencia—y que si me caso contigo no lo hago tanto por amor como por tu dote... Hace un momento tu mismo hermano me decía que debo estar satisfecho porque tú no vienes a mí con las manos vacías... ¿Qué quiere decir eso? O no quiere decir nada o es una grosería...

—Eso no es cierto—profirió la joven con acento vibrante de indignación—, no puede ser más que un mal sueño de los muchos que tú tienes... Y si Germán hubiera pronunciado esas palabras lo habría hecho burlando y sin intención de causarte la más pequeña ofensa, porque mi hermano es el hombre más bueno y más delicado de la tierra.

—No soy un náufrago, hija mía—siguió diciendo con sonrisa amarga y como si no hubiese oído la interrupción de su prometida—, no soy un náufrago que corriendo un temporal deshecho viene a refugiarse en tu puerto para abrigarse dentro de él. Yo he navegado siempre con las velas desplegadas en un mar de aceite, iluminado por el sol radiante, empujado por la brisa y acompañado de las musas y las gracias. Estoy acostumbrado a vencer; he hallado en la vida todas las puertas abiertas y todos los corazones también. Cuando me acerqué a ti y te ofrecí el mío no reparé si estabas dorada o plateada: te vi buena, inocente, hermosa y me bastó para quererte y me sigue bastando.

—¿Tiene eso algo que ver con la ofensa que has inferido a mi hermano?

—Primero me la ha inferido él a mí. Estoy fatigado... estoy harto de recoger alusiones más o menos embozadas a tu fortuna presente y futura. Esto hiere mi amor propio y no estoy dispuesto a sacrificarlo por ningún matrimonio, ni contigo ni con nadie.

—¿Quieres decir que no me estimas lo bastante para sufrir por mí ninguna molestia?

—Esa clase de molestias no.

—Entonces tu amor es más ligero que esa niebla que cae sobre las charcas y que barre un pequeño soplo de viento.

—Ligero o pesado, mi amor es como yo, y yo soy como la naturaleza me ha hecho. El gozo de unirme a ti no es bastante poderoso para cambiar mi condición...

—No necesitas hablar más... ¡Basta...! Leo en tu corazón bien claramente que buscas un pretexto para romper nuestra unión. No te esfuerces tanto, porque si no estás satisfecho y no esperas ser feliz, yo te devuelvo tu palabra.

—En tu actitud altiva advierto que estás infiltrada de la misma idea de que están llenos al parecer tus parientes y tus amigos. ¿Me devuelves mi palabra? Pues yo la recojo. Mi dignidad se subleva ante esa idea.

Tristán profirió estas palabras exasperado como si realmente acabaran de dar a su dignidad un golpe de pronóstico reservado. La joven se puso pálida y llevándose la mano al corazón se alzó del asiento para salir de la glorieta.

Tristán había sido su primero y su único amor. Cuando se conocieron ella tenía trece años y él veintiuno. La impresión que en su naturaleza infantil produjo aquel joven guapo, elegante y de cuya inteligencia toda la familia se hacía lenguas no se borró jamás. Paró él muy poco la atención en ella, embriagado por sus triunfos en la cátedra y en la sociedad; la trató con la protección amable que concede un grande hombre a un niño. Pero don Germán hizo su segundo viaje a América, transcurrió más de un año sin verla y cuando al cabo se encontraron Clara se había transformado en mujer. Nuestro joven la miró entonces con más atención y bajando de su pedestal académico la trató con menos condescendencia. Se vieron a menudo, unas veces en casa de Escudero, otras en el Sotillo, adonde éste solía ir con su familia algunos días. En cada una de estas entrevistas el sabio ateneísta perdía un poco de su majestad. Esta ruina llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la imaginación no puede representarse. Preferimos creer que ésta es una de tantas calumnias a las que han estado siempre expuestos los hombres serios y científicos. De todos modos cierto es, porque hay personas que lo certifican, entre ellas mademoiselle Amelie, el aya de Clara, que un día porque le ganó dos partidas de tennis ella le llamó antipático, le dijo que no le quería y se fue muy desabrida y que él entonces desahogó su pecho en el de la citada mademoiselle y lloró a hilo como un buey. Pero aun aquí la historia llega a nosotros tan envuelta y obscurecida por la leyenda que es casi imposible discernir lo que hay en ella de verdad y de error. ¿La misma mademoiselle no pudo equivocarse? ¿Quién sabe si Tristán sacó el pañuelo para sonarse y a ella se le antojó que era para secarse las lágrimas?

Reynoso vio con buenos ojos aquellos amores. Era hombre a quien el talento y los libros inspiraban un respeto idolátrico. La familia de Tristán apetecía unión tan ventajosa por todos conceptos. Todo marchó viento en popa, aunque durante más tiempo de lo que los novios hubieran deseado. Reynoso se opuso resueltamente a que su hermana se casase antes de tener diez y ocho años. Iba a cumplirlos y su dicha a colmarse. Porque realmente amaba profundamente a aquel hombre a pesar de su humor sombrío y fantástico, o tal vez por esto mismo. La armonía de los contrarios no pudo jamás mostrarse de un modo más cabal que en aquella gentil pareja.

Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma, descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto sorprendida.

—¿Qué es eso, habéis reñido...? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!

Pero Clara en aquel momento se abrazó a ella y estalló en sollozos. La estupefacción de su cuñada llegó a los últimos límites.

—¡Cómo! ¿Qué significa esto...? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana, caballero...? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le tiro a usted del bigote!

Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el ánimo ya muy alterado de Tristán.

—Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni guisados... ¡Hable usted...! ¡Hable usted en seguida...!

—Acaso...—profirió el joven balbuciendo.

Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de Tristán que continuaba sentado.

—¿Acaso qué...? vamos a ver.

—Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes...

—¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?

—Con ninguno.

—¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta botella por el cuello abajo?

—Convengo.

—¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático, pesado, insufrible?

—Lo confieso.

—¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que palabras suaves y cariñosas?

—Lo prometo.

—Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer.

—Clarita—dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano—, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma...

—¿Cómo? ¿Cómo...? ¿Qué modo de pedir perdón es ese...? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.

Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice. Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.

—Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda todavía un poco de vergüenza... Saque usted el pañuelo y póngalo debajo que se va a manchar los pantalones en la arena.

Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.

—Bésele usted la mano... Digo no... No se la des, Clara, no la merece.

El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó.

—¡Muérdele, Fidel...! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso...! ¡a ese! ¡a ese!

El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.

—¡Quieto, Fidel!

IV - UNA VISITA Y OTRAS VISITAS

Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.

—¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría.

Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos, inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de treinta años.

—¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando con efusión a la ciega y estrechando la mano sana del paralítico.

—¡Sorpresa la nuestra, querida...! Llegamos a la estación, nos apeamos del tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿qué hacemos...? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos. ¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado y esperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que había venido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos al Sotillo?»—«Por allí tengo que pasar; amóntense ustedes.»

—¡En un carro de bueyes!—exclamó Elena.

Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismo tren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad de la estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.

—En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertido que os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acosté sobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo que miraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino y nosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces éste no pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso...

—Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro—dijo Elena.

—¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa...! El carretero pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto... Allá le levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa...

—Ha sido un viaje delicioso—corroboró Cirilo con toda su alma.

Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresión de burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no le hacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tan comunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.

Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán. Cirilo era hijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de un modesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilo trabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya en relaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Era un joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, que advirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; le nombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lo mismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero en aquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y en poco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedad incurable. ¡Cuánto lloró aquella buena y hermosa joven! Desesperada por tan terrible desgracia, y todavía más pensando en que Cirilo suspendería definitivamente el matrimonio, estuvo a punto de suicidarse. Pero aquél se condujo en tal ocasión como un hombre de alma grande y generosa; no sólo no suspendió la boda, sino que la precipitó cuanto pudo. Tal proceder impresionó fuertemente el corazón de la pobre ciega; si antes amaba entrañablemente a su novio, desde entonces su amor se convirtió en adoración. Efectuose el matrimonio, casi por la misma época que el de don Germán con Elena. No se pasaron muchos días sin que una nueva desgracia cayese sobre ellos y les pusiese a prueba. En el mismo salón de la Bolsa sufrió Cirilo un ataque de hemiplejia, le trajeron a casa accidentado y aunque recobró prontamente el conocimiento, se notó que había quedado herido del brazo y pierna izquierdos. Mejoró bastante luego gracias a ciertos baños, pero en el brazo apenas tenía movimiento y la pierna la arrastraba penosamente. Visita fue para él entonces su providencia como él lo había sido antes para ella. No sólo le ayudaba en los menesteres de la vida, sino que apoyado en su brazo podía ir a todas partes. Siguió desempeñando a conciencia sus tareas habituales sin que desapareciera tampoco toda su dicha, como se ha visto.

Don Germán reía también hasta sofocarse. Cuando se hubo sosegado un poco puso la mano en el hombro de Tristán.

—Tú has venido con más comodidad, pero ellos se han divertido más que tú.

—No es muy seguro que hubiera gozado fuertemente cayendo, aunque fuese sobre tan grato lecho, y amarrado después a un poste—repuso aquél con sonrisa irónica.

—Porque tú no sabes lo que es divertirse, ni acaso lo sepas en tu vida—replicó el caballero.

Y sin aguardar respuesta echó a andar en dirección de la casa.

—¡Ea!, a almorzar, que ya me parece que va llegando la hora.

En alegre charla se dirigieron todos hacia la escalinata y entraron en el suntuoso comedor, situado en la planta baja del edificio. Contigua a él había una serre donde crecían plantas tropicales y en medio de ellas una fuente rústica formando cascada. Colgadas con disimulo entre el follaje había algunas jaulas con ruiseñores, canarios y un sinsonte que Reynoso había logrado aclimatar después de haber fracasado con otros dos.

Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieron aperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reír contando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, las obras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, las óperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.

—¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer a Marconi en Hugonotes. ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metió a todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi lado una señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve. Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de una cuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo... El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar las notas!

—¿Pero filan también las notas en el Congreso?—preguntó Elena con asombro.

—¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.

—Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas hablando.

—¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso. Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el que hizo más efecto... ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía...? Pues entonces os lo diré...

Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se contentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativo y acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del arte dramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las ganancias repitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismas situaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a los maestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amanerados insufribles...

Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime son pocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro más asequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción, se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusión iniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elena la cortó resueltamente.

—¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que se convenciese nadie... ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de Rosarito Abella?

—Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré que se ha pintado de rubia... Está, según dicen, para darle un tiro. Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado...

En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo:

—Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla de una persona se escapará sin decir palabra.

Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso el oído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaron la nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en la silla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó para salir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió la cabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella con expresión maliciosa se ruborizó.

Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada, provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán era enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada. Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara. Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados el maíz cocido, costumbre adquirida en América.

—Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—. Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las pampas.

—¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa de hombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.

—¿Pues qué es lo que estoy haciendo?

—Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida envenenándoos con la química de los cocineros.

—Para ti fuera del maíz todo es química.

—Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.

Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a su marido por debajo de la mesa.

Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.

—¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?

—Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había quedado en hacerlo—respondió confuso el criado.

—A ver, llamar a la Dolores.

Se presentó la Dolores.

—¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado Inocencio?

—Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo había hecho.

—Llamen a Manuel.

—No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.

—¡Pero es bien triste...!—exclamó su esposa en el colmo de la contrariedad.

—¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero es mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te haga daño la comida.

Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.

Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.

—No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.

—Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.

Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.

—Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.

Y ella entonces enrojecía y callaba.

—Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.

—¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.

—Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.

—¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.

—¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.

—Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.

Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.

—¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?

—¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con una entonación irónica que hirió a Tristán.

—No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.

—Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.

—Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el Museo.

—Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir, donde vive mucho más tiempo que en el estudio.

—Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.

—¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a costa de las mujeres?

—¡Sí; lo es...! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo a enfurecerse.

—Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltó Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningún daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.

Elena soltó una carcajada.

—¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a los amigos de tu futuro?

Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás se ven libres los hombres de gran valer?

Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación.

—¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid.

—¿Te gusta?

—Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!

La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le hacía preguntas y consultaba detalles.—«¿Qué te parece, pondré sobre la chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar trastos...»

—Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito a Núñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.

—¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara.

Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana. Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto de saberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente por molestarla, por inferirle una ofensa.

Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente por todos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiños disimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidia indigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebido demasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentales pudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos él cuidaría severamente de recordárselos.

Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos y cariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y para demostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de un modo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la serre a tomar el café, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito del Lago.

V - LO QUE DICEN LAS ABEJAS

Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un niño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie, que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa de champagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamar para que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisa benévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza y bondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Al único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir, alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los escasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza un abate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se le perdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez y natural afectuoso.

Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza. Era su recreo y su ocupación sempiterna. O cazando o hablando de caza. Por este lado simpatizaba mucho con Clara y en esta simpatía acaso se halle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadido éste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía que ni por su edad ni por las circunstancias de su carácter e inteligencia era capaz de despertar una violenta pasión en ninguna mujer, pero así y todo estaba celoso de él. En cuanto se le ofrecía ocasión ya estaba dedicándole alguna palabrita amarga.

Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Su madre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta del pueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste, supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y su madre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal si fuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, más frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacía algunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella. Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería, según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de su madre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casi siempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer sus correrías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentaba nunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocado para mal de su alma y menoscabo de la familia.

Desde la serre pasaron al salón. Se trató de que don Germán les hiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron. Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por no decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de profanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, es lo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y por eso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.

Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada de Chopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corrían por Madrid.

—A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los Pajeles. Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán no baila.

El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó al medio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristán sintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritó sobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desde hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus relaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensar que trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con su habitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulos nobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Era necesario vivir prevenido. Lo estaría.

Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio. Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colección de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía enjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron la paciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos de ellos.

—Este es un prodigio para entenderse con toda clase de bichos—manifestó Elena—. Figuraos que ha llegado a domesticar un bando de gorriones... ¿Os sorprende...? Pues es como lo oís. Un día entraron en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin, llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por la mañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y los pájaros venían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamones que tenían preparados en la mesa de noche.

Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa. Tristán, pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica del fenómeno.

—Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturaleza que apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden el lenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbos obscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.

—¡Gracias, querido!—exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre el hombro—. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito de Dios.

—¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!—respondió Tristán turbado.

—Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado—replicó riendo el indiano—. De todos modos convendrás en que soy un animal inofensivo... ¡Vaya por los que son dañinos!

Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara se apartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero. Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero al poco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavadero cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando que tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estaba preocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber si sus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita, aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesito del Lago.

Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sin internarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de él. Pero Elena pronto se distrajo echando miradas codiciosas a una mata de nísperos que crecía un poco más lejos.

—Mira, Clarita, aguárdame un instante...

—¡Elena! ¡Elena! Te van a hacer daño. Hace poco que has comido—repuso la joven riendo.

—¡Dos nada más...! Nada más... No se lo dirás a Germán, ¿verdad...? Me muero por los nísperos...

Y a paso menudo y ligero, un poco temblorosa como quien va a cometer un hurto corrió hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía a comer del fruto prohibido surgió de entre los árboles un hombre, ¿qué diremos un hombre? ¡Un monstruo!

Gastaba zamarra negra, sombrero ancho de fieltro. Las barbas le llegaban hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado, la nariz ancha, los ojos atravesados y todo el conjunto espantable.

Elena al ver al bandido dio un grito penetrante y extendiendo las manos exclamó:

—¡Oh por Dios! ¡Por Dios no me secuestre usted...! Ya le daremos todo el dinero que quiera... Déjeme ir a casa... Le traeré todas mis joyas... Déjeme usted por Dios.

Clara al oír el grito de su cuñada había corrido hacia el sitio y al encontrarse con el bandido se encaró intrépidamente con él.

—¿Cómo...? ¿Qué es eso...? ¿Qué hace usted aquí?

El secuestrador trató de acercarse sonriendo de un modo horrible.

—¡No se acerque usted o le tiro una piedra a la cabeza!—dijo la heroica joven haciendo ademán de bajarse a cogerla.

Elena viéndose libre se dio a correr hacia casa, dejando a su infeliz cuñada en las garras del monstruo.

—¡Germán! ¡Germán!—iba gritando—. ¡Germán, un secuestrador!

Y Reynoso, que por encima del muro había oído el grito, salía ya por la puerta del jardín y venía corriendo hacia ella.

—¡Un secuestrador! ¡Un secuestrador!—seguía gritando cada vez más sofocada Elena.

Don Germán dirigió la vista al sitio que su esposa había dejado y vio a su hermana hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de otro. Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo próximo exclamó con sorpresa:

—¡Si es el paisano Barragán...! Pero Barragán ¿tú por aquí...?

Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados.

Elena en el colmo de la desesperación le gritaba:

—¡Germán, no le abraces! ¡por la Virgen no le abraces...! ¡Mira que va a echarte un lazo al cuello...!

—¡Pero, mujer, si es el paisano Barragán! ¿No ves que es el paisano Barragán...? Ven acá, Barragán, ven a saludar a mi mujer.

—¡No, no!—gritó Elena dando un salto atrás y disponiéndose a correr.

Costó trabajo convencerla de que el paisano Barragán no era un secuestrador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad es que jamás bandido ni criminal alguno tuvo un aspecto más aterrador.

—Pero hombre, ¿sigues todavía con la manía de dejarte esas barbas disparatadas?—manifestó Reynoso, un poco amostazado por el susto que había recibido su esposa. Sin duda creía que la traza terrorífica de su amigo dependía exclusivamente de la barba. Era un error. No dependía de la barba, ni de la nariz, ni de los ojos, ni de los cabellos, sino de la aciaga combinación que la naturaleza pérfidamente se propuso hacer con todos estos elementos. ¡Cuántos disgustos le había costado!

Los ojos de Barragán quisieron sonreír y sonrieron en efecto, como si un buldog se hallase dotado de esta facultad.

—¿Crees tú que la barba...?

—Sí, hombre, sí. Quítatela.

—¡Pero si me la quité hace dos años y al día siguiente me llevaron a la cárcel en Veracruz!

Don Germán soltó a reír y le abrazó de nuevo. Elena le tiró de la manga diciéndole por lo bajo:

—¡Basta, Germán, basta!

En efecto, el paisano Barragán, según explicaba más tarde Reynoso a sus amigos, nunca había logrado quitarse de encima aquella gran traza de ladrón, aunque lo intentó repetidas veces. Por consejo de sus amigos empezó en cierta ocasión a vestirse de levita y sombrero de copa; pero con esta indumentaria estaba tan horrible, tan patibulario que los mismos amigos le aconsejaron que se volviese a la chaqueta y al sombrero de fieltro. Había nacido en Escorial (por eso le llamaba siempre paisano), pero le había conocido en Guatemala, donde también se empleaba en el comercio del café, con el cual logró juntar un pequeño capital. Poco antes de regresar Reynoso a España se había trasladado de Guatemala a México, y no supo ya más de él sino que allí se había casado.

A los gritos habían acudido también el jardinero y su mujer y un peón de los que trabajaban por allí cerca. Todos emprendieron juntos el camino de la casa satisfechos de que no hubiera acaecido nada malo. Pero Barragán tocó en el hombro a Reynoso y le dijo:

—Dispénsame un instante que vaya a recoger el caballo.

—¡El caballo!—exclamó su amigo en el colmo de la sorpresa—. ¿Pero has venido a caballo?

—Sí, he venido desde Madrid... Ya te explicaré... Seguid andando, que yo os alcanzo en seguida, porque está amarrado ahí cerca.

Siguieron, en efecto, a paso lento el camino que ceñía el muro. Reynoso aprovechó la ocasión para darles brevemente noticias de su amigo.

—Por lo demás—terminó diciendo—Barragán es de los hombres más honrados que he conocido. Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero decente, pacífico, conciliador, incapaz de hacer daño a nadie... En fin, un cordero.

—¡Un lobo!—murmuró Elena al oído de Clara volviendo al mismo tiempo la cabeza atrás con susto.

Barragán llegaba ya con el caballo del diestro. Reynoso ordenó al peón que allí venía que lo llevase a la cuadra, y emparejándose después con su amigo marcharon un poco delante. Este le informó, mientras llegaban a la puerta del parque y lo atravesaban, de los últimos sucesos de su vida. Se había casado, en efecto, en México con una viuda que ya tenía dos hijos bien crecidos, casi hombres. («¡Claro—decía para sus adentros Reynoso—una joven no se atrevería contigo!») Al poco tiempo empezaron las disensiones en el seno de la familia. La madre tenía muy mimados a sus chicos y les dejaba gastar cuanto querían. Como no tenía mucho dinero que darles, se empeñaba en que él subvencionase a sus vicios.

—Naturalmente, yo...

—Ya, ya; no me digas más.

Pues bien, el asunto se había ido poniendo tan serio, las pretensiones de los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le amenazaban cuando no soltaba los cuartos. Por fin, uno de ellos le disparó un tiro...

—¿Qué dices?—exclamó don Germán.

—¡Ni más ni menos...! Es posible que fuera por asustarme nada más, porque la bala quedó incrustada en el techo... pero de todos modos...

—¡Ya lo creo que de todos modos!

—En fin, decidí escaparme. Realicé a la callandita casi todo mi dinero y lo envié en letras a Europa. Después una mañana les dejé plantados, tomé el vapor y anduve viajando algunos meses por Inglaterra y Alemania para despistarlos, porque sospecho que me seguirán los pasos. Por fin, vine a Madrid, y allí estoy desde hace quince días. Tenía grandes deseos de verte, pero, francamente, el Escorial es un sitio peligroso para mí porque han de suponer que he venido a recalar a esta tierra.

—¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas barbas tengas miedo de tus hijastros!

—Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos leopardos!

—¡Pero tú pareces un tigre!—repuso riendo Reynoso.

Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento. Hostigado por los recelos que Cirilo y Visita le infundían y ardiendo en deseos de cerciorarse de la intriga que contra él se tramaba, no dudó en faltar a la delicadeza espiándolos. Sabía que el matrimonio se hallaba en el cenador con el marquesito, y hacia allá se dirigió sin hacer ruido. Metiéndose en el macizo de las cañas que lo circundaban, observó en qué situación se hallaban colocados y se aproximó buscándoles la espalda. Las primeras palabras que oyó le dejaron yerto.

—¡Pero si ya está arreglado!—exclamaba el marquesito.

—Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace—respondía Visita.

Una ola de sangre subió al rostro de Tristán. Estuvo a punto de caer. Quiso avanzar más para escuchar la conversación que se le escapaba por haber bajado la voz los interlocutores, pero uno de los perros que allí estaban lo olfateó y se puso a ladrar. Entonces no tuvo más remedio que descubrirse, fingir que llegaba en aquel momento haciendo de tripas corazón, sonreír y dirigir palabras amables a aquellos traidores. Ellos le recibieron con la más perfecta tranquilidad fingiendo pasmosamente que tenían gusto en verle por allí y preguntándole por Clara. Imposible llevar a grado más alto la hipocresía. ¡Qué abismo de maldad es el corazón humano!

No hacía mucho rato que estaban allí sentados cuando llegó la caravana que conducía en triunfo al paisano Barragán. El marquesito y Cirilo, al verle, se pusieron en pie y sus ojos no pudieron menos de expresar la sorpresa y la inquietud. El mismo Tristán, a pesar de hallarse bajo el peso de un desengaño doloroso, miró con estupor a aquel extraño personaje. Reynoso lo presentó con palabras afectuosas y cordiales, desvaneciendo la primera desagradable impresión. Se narró en medio de algazara la terrible aventura de Elena y el valor desplegado por Clara en aquellas críticas circunstancias. Tristán, cuyo corazón estaba henchido de amargura, tomó la palabra para dejar caer una gota de hiel.

—Nada tiene de extraño el susto de Elena. Los peligros de toda clase hormiguean en el mundo y nos vemos acechados constantemente por un enjambre de enemigos que espían nuestros pasos para caer de improviso sobre nosotros al menor descuido. No sólo la naturaleza es nuestra enemiga y se halla dispuesta siempre a trituramos sin compasión, sino que los riesgos más tristes, por ser los más insidiosos, nos llegan de nuestros semejantes, de aquellos que juzgamos nuestros amigos, nuestros hermanos. De tal suerte que el mísero ser humano vive en el mundo como el pájaro en el bosque, afinando la vista y el oído para huir ante la sombra más fugaz y al menor ruido. El egoísmo es la esencia del mundo, es su mismo sostén y jamás podremos guardarnos bastante los hombres los unos de los otros. «El hombre es el lobo del hombre», ha dicho con razón Hobbes.

Elena se inclinó al oído de Clara para decirle muy bajo:

—¿No te he dicho yo que era un lobo? ¡Mira qué pronto le ha conocido Tristán!

Clara llevó el pañuelo a la boca para no soltar la carcajada.

—No tanto, Tristán, no tanto—replicó Reynoso—. Existe mucho egoísmo en el mundo, pero existe también mucho amor. Los hombres amamos más de lo que pensamos. Tú mismo, que acabas de afirmar que el egoísmo es la esencia del mundo, no hace mucho tiempo que viendo salir de un portal a una pobre mujer con los vestidos ardiendo, envuelta por las llamas, te quitaste el abrigo, te arrojaste sobre ella, la envolviste y, quemándote las manos, con peligro de tu vida, lograste salvarla de una muerte horrorosa... Lo que hay es que el amor no levanta tanto estrépito como el egoísmo. En nuestras almas suele entrar cubierto de harapos como un mendigo, se sienta en el rincón más obscuro y allí espera silencioso a que le arrojemos algunos mendrugos de nuestra mesa. ¡Ay del mortal que le niegue esos mendrugos! Más le valiera no haber nacido, dice Jesús en su Evangelio.

—Más nos valiera a todos no haber nacido. La raíz inconsciente de nuestro ser proclama la identidad, es cierto, y yo, por un movimiento irreflexivo, me lancé en socorro de aquella mujer; pero ¡ay! en cuanto reflexionamos se desvanece la ilusión y los hombres quedamos unos enfrente de los otros como seres radicalmente distintos, como adversarios que se disputan encarnizadamente el tiempo y el espacio. Nuestras más caras ilusiones, el amor conyugal, el amor filial son «imágenes de oro bullidoras», como dice Espronceda, que brillan mientras la luz del sol las hiere, pero así que ésta empieza a faltarles se vuelven fantasmas repugnantes, hijos legítimos del pérfido destino, como aquella hermosa doncella que el moro Ferragut, en el poema del obispo Valbuena, tenía entre sus brazos y al caerse la vela vio transformada a la luz de la luna en una flaca vieja con el rostro lleno de verrugas...

Quedó un momento pensativo con los ojos melancólicamente puestos en el vacío y luego añadió bajando más la voz:

—Hace algún tiempo fui a visitar a un amigo cuyo padre se había muerto. Estaba sumido en la desesperación: el llanto bañaba sus mejillas. Y no le faltaba motivo. Era un padre bondadoso, justo, un perfecto caballero, de rara modestia a pesar de ser título de Castilla y poseer cuantiosas riquezas... A los ocho días volví por allá. Encontré a mi amigo tan afanoso y preocupado dictando órdenes, conferenciando con sus administradores, escuchando las peticiones de una nube de parásitos, que no tuvimos tiempo a dedicar un recuerdo a aquel noble varón que desde hacía pocos días descansaba en la cripta. Viéndole tan activo, tan solicito, tan poseído de su papel de amo, me acometió un deseo punzante, que con dificultad logré reprimir, de preguntarle: «Vamos a cuentas, amigo mío: yo no dudo que amases entrañablemente a tu padre; pero si por un movimiento libérrimo y absolutamente secreto de tu voluntad pudieses resucitarle para entregarle de nuevo ese título y esa gran fortuna que ahora posees, ¿lo harías? ¡No mientas! ¿lo harías...?» Después de esto le he tropezado muchas veces en sociedad, saludado, acatado por todo el mundo. Y siempre la misma pregunta indiscretísima retozó en mis labios, la misma curiosidad oprimió mi corazón.

—¡Pero eso que estás diciendo es horrible!—profirió Clara con ímpetu.

—¡Horrible!—repitieron a un tiempo Elena y Visita.

Tristán se dio cuenta instantáneamente de su indiscreción al hablar en tal forma delante de su prometida y de Elena (en cuanto a Visita se alegraba) y dijo echándolo a broma:

—No tomen ustedes en serio estas metafísicas. Son curiosidades malsanas que nos acuden cuando no tenemos otra cosa más seria en que pensar.

Pero Reynoso no se dejó engañar por la rectificación.

—Nadie ha dudado jamás, y la misma religión cristiana nos lo repite a cada momento, que en el fondo de nuestra alma viven instintos depravados, se agitan apetitos bestiales, dormita, en una palabra, la fiera. Pero la experiencia me ha enseñado que es más fácil adormecerla con el humo de la lisonja que con los gritos del miedo. Mostrando confianza a nuestros hermanos solemos hacerlos mejores: recelando de ellos, jamás... Recuerdo que hace bastantes años tuve necesidad en Guatemala de ir desde mi finca a la capital para cobrar unas letras. Me acompañaba un criado de confianza que lo había sido también de mi tío. Cuando regresábamos observé en aquel hombre extrañas señales que me infundieron sospechas: se mostraba taciturno, preocupado; examinaba con atención mis armas; dirigía miradas penetrantes en torno suyo; apenas comía. Recelé, en suma, que aquel hombre proyectaba robarme, tal vez asesinarme. Llegamos al anochecer a una miserable estancia, donde nos albergamos. Antes de acostarnos le llamé aparte y le dije confidencialmente: «Pepe, el estanciero y la gente que aquí tiene no me inspiran confianza. Toma mi revólver y mi estoque y hazme el favor de vigilarlos mientras yo duermo tres o cuatro horas. Luego despiértame y yo te velaré a ti otras tres o cuatro.» No pueden ustedes figurarse cómo cambió la fisonomía de aquel hombre en un instante. En sus ojos volvió a brillar de repente la alegría y la serenidad. «Pierda usted cuidado, mi amo—respondió con voz clara y gozosa—; antes que le tocasen a usted el pelo de la ropa ya había yo despachado tres o cuatro al otro barrio.» Me acosté en la íntima persuasión de que decía verdad. Y, en efecto, me dejó dormir toda la noche, velando mi sueño con la solicitud de un padre... Siempre he imaginado que todos los hombres tienen en el fondo de su alma un gato, Tristán, un gato de bondad y de nobleza. ¡Hay que buscárselo, hay que buscárselo!

—Se busca el gato y se halla el ratón—respondió aquél alzando los hombros.

Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío correr por todo su cuerpo.

—Vaya, vamos a dar una vuelta por el jardín—dijo levantándose para huir aquella visión siniestra.

Pasearon un rato por el parque. Reynoso les dijo de pronto:

—Os he mostrado casi todos mis bichos, pero aún nos falta algo digno de verse, aunque sea bien modesto. Venid conmigo.

Les hizo salir por la puerta del jardín y, dando la vuelta por él, los llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared sobre tableros había hasta veinte o más colmenas de corcho.

—Ni un paso más—les dijo—porque es peligroso. Dejadme a mí solo.

Se adelantó él efectivamente y cuando hubo llegado salieron de pronto los enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de repente hubiera quedado negro. Un grito de susto salió de todas las bocas.

—¡No hay cuidado!—exclamó don Germán en voz alta—. No se muevan ustedes.

Dio algunas vueltas en esta forma y luego, pasando por delante de las colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas fueron levantando el vuelo y metiéndose cada cual en su casa.

—Ya lo ven ustedes como no había miedo—dijo viniendo hacia ellos completamente limpio—. Ni una sola me ha picado; no han hecho las pobrecitas más que darme la bienvenida.

—Pero ¿cómo ha logrado usted...?—dijo el marquesito.

—De un modo muy sencillo. Empecé aproximándome con cautela, cada día un poco más.

—¿Sin careta?

—Sin careta ni guantes. Me fui acercando poco a poco. Dos o tres veces me picó alguna, pero lo sufrí con resignación. No les hacía ningún daño y al cabo logré convencerlas de que nada debían temer de mí. Desde entonces me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver... ¿No piensas, querido Tristán—añadió dirigiéndose alegremente a éste—, que el mismo procedimiento es el que debemos emplear con los hombres? Persuadámosles de que no queremos perjudicarles, de que no deseamos siquiera utilizarlos en nuestro provecho, y entonces nuestras relaciones con ellos serán dulces y cordiales.

—Todo eso está muy bien—repuso Tristán en el mismo tono jocoso—, pero usted las utiliza seguramente en su provecho quitándoles la miel y la cera.

—¡Tienes mucha razón, amigo mío!—exclamó Reynoso riendo—. En este caso soy un traidor... Pero ellas me perdonan porque las dejo lo bastante para alimentarse y las estimulo a trabajar. De otro modo se aburrirían...

—No se apure usted, don Germán. Los traidores saltan en todas partes—replicó Tristán dirigiendo una mirada penetrante a Cirilo y Visita.

VI - LA FAMILIA DE TRISTÁN

Por no regresar con ellos a Madrid prefirió quedarse a comer en la casa y partir en el tren que debía pasar a las nueve de la noche. En cuanto a Barragán, fue instado para que pernoctara allí, pero no aceptó. A la hora de obscurecer montó de nuevo a caballo y la emprendió hacia Villalba, donde pensaba dormir. Reynoso quedó haciendo comentarios alegres.

—Es un hombre original mi amigo Barragán, ¿no es cierto? Añadan ustedes a esa traza de salteador, que Dios o el diablo le han dado, la manía que siempre ha tenido de caminar de noche y por veredas apartadas, de hacer los viajes a caballo, de pernoctar en las ventas y comer en las tabernas, y comprenderán la serie de aventuras cómicas unas y desagradables otras que le han sucedido. En más de una ocasión le llamaron aparte para proponerle un negocio, esto es, desvalijar o asesinar a alguno.

—¿Y estás seguro de que no ha mojado nunca en alguno de esos negocios?—preguntó Elena con acento dubitativo.

—¡Mujer, qué estás diciendo!—exclamó su marido soltando a reír.

Elena sacudió la cabeza reservándose su opinión.

Ya bien cerrada la noche se enganchó el coche y Tristán fue transportado a la estación.

Al entrar en uno de los departamentos de primera no había allí más que dos señoras, una joven y otra vieja, que parecían madre e hija. Tristán se arrellanó cómodamente en un rincón frente a ellas. Cuando sonó la campana y el tren iba a ponerse en marcha subió al coche un señor de rostro apoplético y aspecto rural.

—Caballero, ése es mi sitio—dijo encarándose un poco rudamente con Tristán.

Este, cuya susceptibilidad siempre viva se hallaba ahora exacerbada, respondió con calma afectada e impertinente:

—En este momento es el mío.

—Es cierto que no he dejado en él señal ninguna porque creí que no subiría nadie, pero estas señoras son testigos de que he venido ocupándolo desde Valladolid.

Las señoras corroboraron el aserto con un murmullo y una inclinación de cabeza.

—La opinión de estas señoras es muy respetable, pero no me parece suficiente para darle a usted el derecho de reclamar el sitio del modo perentorio que lo ha hecho.

—¡Qué modo perentorio ni qué calabazas!—exclamó el buen señor perdiendo la paciencia.

Tristán, que ya la tenía perdida de antemano, replicó en el mismo tono. La disputa se fue haciendo cada vez más agria. Por último Tristán poniéndose un poco pálido y mirándole fijamente a los ojos profirió resueltamente:

—¡Hágame usted el favor de sentarse y no molestar más!

El caballero también se puso pálido y le dirigió una larga mirada centellante. Hubo un instante en que pareció que iba a arrojarse sobre él; pero haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo alzó los hombros con desdén, dejó escapar un bufido expresando el mismo sentimiento y fue a sentarse en el rincón opuesto. Tristán permaneció en el suyo y afectando indiferencia cerró los ojos como si se dispusiera a dormir. Bien comprendía que las señoras le estaban mirando y no con gran benevolencia.

Al cabo de un rato, como en realidad no podía ni tenía deseo de conciliar el sueño, se alzó del asiento y se asomó a la ventanilla. La noche era clara y tibia; la vasta llanura erizada de lomas se extendía debajo de un cielo tachonado de estrellas. Aspiró algunos minutos con placer el fresco y cuando se disponía nuevamente a sentarse una ráfaga de viento le llevó el sombrero.

Las dos señoras levantaron la cabeza al oír la interjección que soltó, pero no dieron muestras de pesar ninguno por el accidente. Tristán se puso a maldecir en voz baja y con rabiosa cólera de su mala suerte, pues no traía gorra y le era preciso llegar hasta su casa con la cabeza desnuda. El caballero de la reyerta le miró con expresión de indiferencia y luego, levantándose y tomando de la red una sombrerera, se la presentó abierta diciéndole:

—Vea usted si ese sombrero le sirve.

—Muchas gracias—respondió avergonzado—. En cuanto llegue me meto en un coche...

—Los coches están fuera del edificio. Pruebe usted a ver si le sirve—insistió con acento rudo y franco el caballero.

Tristán sacó el sombrero y en efecto le estaba bastante bien.

—Pero yo no puedo... No tengo el honor de conocer a usted.

—Lo envía usted mañana al hotel de París. Aquí tiene usted mi tarjeta.

Tristán dio las gracias repetidas veces sin poder disimular su embarazo. Estaba realmente abochornado por su intemperancia pasada. El caballero se volvió a su rincón y de nuevo reinó el silencio. Tristán creía notar que las dos señoras le miraban con desprecio y acaso no le faltaba razón.

Poco después el generoso caballero se asomó también a la ventanilla. Al cabo de algún tiempo dio un grito y Tristán le vio sin sombrero.

—¡Qué! ¿también a usted?—dijo sin poder disimular su satisfacción.

Pero el caballero presentó su sombrero diciendo con sorna:

—No; yo he sido más listo que usted y he podido atraparlo en el aire.

Las señoras, que se hicieron cargo de la broma, soltaron la carcajada y aun exageraron un poco su risa. Tristán también hizo un esfuerzo desesperado para reír, pero estaba irritadísimo y no volvió a pronunciar palabra hasta llegar a Madrid. En la estación el caballero se despidió muy atento: las señoras ni le miraron siquiera.

La casa de su tío Escudero, con quien vivía, estaba situada en la calle de Alcalá y era grande y lujosa. Ocupaba aquél todo el piso principal, tenía destinado el bajo a oficinas y los demás alquilados. El criado les dijo que los señores se hallaban en el teatro y Tristán se retiró a su habitación sin esperarlos.

Pasó la noche intranquilo, agitado por tristes presentimientos. Ninguna cosa en el mundo puede tener solución feliz y aquel matrimonio que él había acariciado durante algunos años, aquel sueño de amor acompañado de los ricos presentes de la fortuna estaba a punto de disiparse también como todo. La pérfida voluntad que rige el universo nos hace ver la felicidad a algunos pasos de distancia sin permitirnos jamás llegar a ella. Ya le parecía haber entrado en una de las ratoneras que el genio de la especie tiene armadas siempre para los mortales. Sin embargo, no era todavía bastante filósofo para dejarse estrangular como un mísero ratón sin tratar de romper la malla. Estaba resuelto a luchar aunque persuadido ¡ay! de que en la lucha sería vencido.

Apenas pudo trabajar aquella mañana. Los libros que sucesivamente iba poniendo delante de los ojos no le interesaban: las cuartillas permanecían en blanco a pesar de sus esfuerzos desesperados para llenarlas. Cuando se aproximaba la hora del almuerzo se encaminó a las habitaciones de sus tíos con ánimo de hablar con ellos acerca del asunto que le preocupaba. Don Ramón Escudero estaba ya en el comedor sentado en una butaca y echando frecuentes ojeadas al reloj, que no se daba tanta prisa a caminar como él quisiera. Era un hombre grueso con el pelo blanco, las mejillas rasuradas, la fisonomía plácida. Su esposa, que entraba también en el comedor cuando Tristán, formaba con él raro contraste; delgada, ojos inquietos, rostro afilado, movimientos espasmódicos.

—¿Han llegado los niños, Eugenia?—preguntó Escudero—. Buenos días, Tristán. ¿Qué tal de excursión? ¿Han quedado todos buenos?

La señora respondió que los niños acababan de llegar. Tristán dio cuenta sumaria también de la salud de sus amigos del Escorial. Después, sin preámbulo alguno, antes que llegaran los niños y su prima Araceli, delante de la cual por nada hubiera entrado en tales confidencias, abordó el asunto que le preocupaba y celebró consulta con sus tíos. Narró todo lo que había sucedido en el Sotillo en tono dramático y con reticencias adecuadas para infundir las sospechas que atormentaban su espíritu. Escudero escuchó el relato sin pestañear. Doña Eugenia bastante distraída.

—Todo eso—manifestó aquél con acento perfectamente tranquilo, como si se tratase de un asunto insignificante y baladí—no es prueba suficiente para acusar a Cirilo de que trabaje para deshacer tu matrimonio... Pero aunque trabajase, ¿qué? Yo estoy seguro completamente de Germán. ¿No lo estás tú de Clara...? ¡Pues entonces...! Ella tiene cien mil pesos. Tú tienes ochenta mil... Pero tú eres licenciado en Filosofía... Total iguales... Vaya, vamos a almorzar.

Don Ramón Escudero poseía el triste privilegio de descomponer el sistema nervioso de su sobrino Tristán por sosegado que estuviese (que no solía estarlo). Este don natural no falló tampoco en la ocasión presente. Nuestro joven se encrespó terriblemente y como no se atrevía con su tío, a quien de buena gana hubiera llamado imbécil, la emprendió contra Cirilo y su esposa a quienes cubrió de dicterios. Don Ramón estaba ya acostumbrado a estas cóleras insensatas y no hacía caso alguno de ellas por haberle persuadido, no se sabe quién, de que era achaque común de todos los jóvenes que estudiaban filosofía y letras. Las presenciaba impasible y hasta con cierto respeto como señal de su alta vocación, pues inclinaba su cabeza delante de las ciencias filosóficas y nada en el mundo le causaba tanta admiración como oír a un hombre hablar una hora seguida sin lograr comprender una palabra. Sin embargo, como era la hora del almuerzo y podía hacer daño a su sobrino, trató de calmarle. Se alzó de la butaca y acercándose a él le dijo al oído:

—Pierde cuidado, querido, que como resulte cierto eso que sospechas, yo me encargaré de poner un buen castigo a Cirilo... Le reduzco el tanto por ciento de la administración al cuatro... ¡Ya ves, le doy el cinco...! Me parece que no le quedarán más ganas de meterse donde no le llaman...

Y miraba a su sobrino con tal semblante triunfal y satisfecho, que éste temió perder la razón y darle un golpe con el puño cerrado sobre las narices. Para evitar semejante catástrofe, determinó sentarse a la mesa. Don Ramón quiso hacer lo mismo, pero su esposa le detuvo con un grito:

—¡No, Ramón...! Hazme el favor de desinfectarte las manos.

—¡Pero, mujer, si no he tocado nada infectado!

—Sí; has estado en la oficina y todos esos empleados suelen tener microbios.

—¡Mis empleados no tienen microbios!—replicó Escudero saliendo por el honor de su dependencia.

—Todo el mundo los tiene. En esa botella hay una solución de sublimado.

Doña Eugenia hablaba con tal autoridad y firmeza que parecía no admitir la posibilidad de una réplica. Su esposo, sin intentarla siquiera, se dirigió al pequeño gabinete de toillette que estaba contiguo al comedor y de buen o mal grado llevó a cabo la operación higiénica.

En aquel instante llegaba su hija Araceli. Era ésta una joven de veinte años de tipo distinguido, o lo que es igual, un manojito de huesos con ojos interesantes. Ninguna otra cosa de interés ofrecía su persona, pero resultaba agradable si no bella. Tristán la había encontrado tal en otro tiempo cuando la niña comenzó a hacerse mujer, y esto ayudado de la fortuna cuantiosa que su tío poseía acaso le hubiera decidido a fijar en ella sus miras matrimoniales. Por su próximo parentesco, por habitar bajo el mismo techo, y por la alta estimación que merced a su aplicación y talento había logrado Tristán inspirar a sus tíos, parecían destinados el uno para el otro. Pero la niña había mostrado desde su más tierna edad una vocación decidida y fervorosa por el estado de marquesa, y sus padres, como es natural, no quisieron echar sobre su conciencia el peso de contrariársela. Apenas sabía coger la aguja y ya se entretenía, con inocencia angelical, en bordar una corona más o menos torcida en el peto de sus delantales o sobre su almohadilla de costura. En el colegio no admitía conversación sino con las hijas o por lo menos sobrinas de algún título del reino, y cuando los jóvenes comenzaron a seguirla, su primera mirada no era al bigote, sino a los gemelos de la camisa por ver si descubría grabada en ellos la corona de sus ensueños. Se puede asegurar que sin este precioso símbolo de nobleza y poderío, aunque fuese bordado en cañamazo, la vida le parecía un árido desierto de horror y tristeza. Así, pues, ni los triunfos universitarios ni la simpática figura de su primo lograron hacer la más pequeña mella en aquel tierno corazón, inflamado de amor por la aristocracia. Tristán, despechado, la guardó toda su vida oculta ojeriza. Ella, por su parte le correspondía con un desdén tan efectivo, tan manifiesto, que era capaz de encender la ira del hombre más paciente.

Antes de sentarse a la mesa llegaron los niños, un chico de nueve años y otra niña de seis. Como era domingo, después de misa la doncella los había llevado en coche al Retiro: allí se habían apeado, habían corrido por prescripción facultativa media hora (ni un minuto más ni un minuto menos) y los habían restituido a casa en perfecto estado de conservación. El criado comenzó a servir el almuerzo y la doncella se colocó detrás de los niños para su cuidado. Araceli no había podido lograr de sus padres que comiesen en mesa aparte según las pragmáticas de la buena sociedad.

La distinguida joven estaba de humor jovial aquella mañana. Había ido a misa de once a San José con mademoiselle (la cual también se sentaba a la mesa) y le había ocurrido una aventura... verán ustedes qué aventura.

—Pues señor, oí misa cerca del altar de la Virgen del Carmen, y al salir de la iglesia siento que me tocan en el hombro. ¿Quién me toca? me pregunto. Vuelvo la cabeza y me veo a la vizcondesa de Mazorca. ¡Pero vizcondesa! ¿es usted? Me informo de la salud del vizconde y de los niños y de buenas a primeras me dice con mucha gracia: «Araceli, por ser día señalado le regalo este bolsillito.» Miro el bolsillo y veo que es el mío, que había dejado olvidado sobre la silla. La vizcondesa había estado arrodillada cerca de mí sin que la viese y advirtiendo cuando me levanté que dejaba el bolsillo se apresuró a recogerlo. ¡Lo que pudimos reír...! Al salir, en las escaleras de la iglesia tropezamos al marqués de Cabezón de la Sal, íntimo amigo del vizconde, y nos propuso dar una vuelta por la calle de Alcalá. Después quiso que entrásemos en el reservado del Suizo, pero yo tenía mucha prisa porque papá no retrasa por nada un minuto la hora del almuerzo y allá los dejé a la puerta.

Realmente aquella tierna escena era a propósito para regocijar a todo el mundo, pero si se ha de confesar lisamente la verdad a nadie regocijó más que a la gentil narradora. Su papá rumiaba tranquila y filosóficamente como un buey; su mamá, como siempre, se hallaba distraída, inquieta, en espera a cada instante de una desgracia; y en cuanto a Tristán es imposible que nadie pudiese mostrar en su rostro un gesto de displicencia y de tedio más señalado.

La doncella aprovechó una pausa para dar a su señora noticia de un encuentro agradable que habían tenido en el Retiro.

—¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón... Aquella mujer parece Aurora, digo para mí... Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a su casa.

Aurora era una joven que había sido segunda doncella durante algunos años en casa de Escudero, se había casado con un tipógrafo y vivía en el Puente de Vallecas.

—¡Ay, señora, qué cambiada está! No la conocería si la viese. ¡Qué delgada, qué descuidada, qué sucia! Vergüenza me dio siquiera que hubiera besado a los niños...

Doña Eugenia dejó escapar un grito doloroso y se puso en pie de repente. Escudero, asustado del susto de su esposa, soltó el tenedor que cayó en el plato con estrépito; los niños chillaron, la doncella se puso pálida.

—¡Cómo!—profirió la señora con voz alterada—. ¿No sabe usted que le tengo prohibido que nadie bese a los niños...? ¡Y les besa una mujer que vive en uno de esos barrios sucios, llenos de miseria, y habita en una casa que será seguramente un foco de infección...! ¡Ahora mismo a desinfectar a estos niños! ¡Ahora mismo, sin pérdida de tiempo!

—Pero, mujer—se atrevió a apuntar Escudero, recogiendo el tenedor y volviendo a engullir tranquilamente—, no es tan seguro que la casa de Aurora sea un foco de infección, porque ella también tiene niños y es de suponer que los besará...

Doña Eugenia no escuchaba nada.

—¡Que los contagie ella si quiere...! ¡Yo no quiero contagio...! ¡yo no quiero que se mate a mis niños!

Y diciendo y haciendo los agarró con mano crispada del brazo, y bajándolos de la silla los arrastró hasta el lavabo del gabinete contiguo, y quieras que no les metió la cabeza en una disolución de sublimado y les restregó los labios y las mejillas casi hasta hacerles brotar la sangre. Los niños protestaban con altos gritos de aquel lavatorio intempestivo y cruel. La consternación se pintaba en el rostro de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa le proporcionaba.

Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor. Se puso éste con calma los anteojos, la leyó atentamente y luego sacudió la cabeza con tristeza.

—¡Pobre Manuel!

Un antiguo agente de negocios, compañero suyo, había quedado arruinado tiempo hacía; venía viviendo en la mayor miseria y por fin le notificaba que el casero le había puesto los muebles en la calle y le pedía por el amor de Dios que le diese veinte duros.

—¡No faltaba más...! ¡Ya lo creo que se los daré!—exclamó don Ramón, que era hombre caritativo, echando mano a la cartera.

Pero de pronto se detuvo, quedó un instante suspenso y por fin, levantándose, fue a su despacho. Miró su libro de gastos y vio que el día anterior había quedado agotada la consignación mensual de limosnas. Así que volvió diciendo con cara compungida:

—Dile que no puede ser... Lo siento mucho... pero no puede ser.

—¡Pero, papá!—exclamó Araceli.

—No puede ser, hija... no puede ser...—repuso con impaciencia.

Escudero hacía cuantiosas limosnas, tenía destinada para ello una partida crecida de su presupuesto mensual, pero era un hombre tan formal y tan exacto que, una vez agotada ésta, por nada ni por nadie haría un adelanto sobre el presupuesto del mes siguiente. Fue necesario conformarse. Sin embargo, Tristán sacó disimuladamente del bolsillo un billete y haciendo seña a la doncella, se lo dio por debajo de la mesa.

Araceli seguía de humor placentero. La poética aventura con la vizcondesa había exaltado sus sentimientos de grandeza. Mecida con deleite sobre las nubes irisadas del cielo aristocrático, no daba paz a la lengua. Las costumbres excéntricas pero respetables de la marquesa de C.***, tía de su amiguita Enriqueta, la belleza de la condesa de B.***, los trajes de la duquesa H.***, los escándalos del barón de S.***, un verdadero loco, pero ¡tan fino! ¡tan distinguido! Siempre se acordaría de aquella tarde en que se sintió indispuesta en las carreras y el mismo barón fue por una taza de te y se la sirvió por su propia mano.

La misma sobrexcitación heráldica le impulsó a dirigirse a su primo en tono jovial.

—¿Y qué tal, qué tal el marquesito del Lago? Dicen que es un cazador de primera fuerza.

Tristán se encogió de hombros con desdén.

—No sé si es de primera o de última, pero no le oí hablar nunca de otra cosa.

—Me ha dicho Visita que es un chico muy simpático.

Una pedrada en la cara no le hubiera hecho peor efecto a nuestro joven que aquella frase. Obscureciose su rostro y dijo con acento de concentrado desprecio:

—¡El marquesito del Lago es un imbécil!

—Para ti todos son imbéciles—repuso picada la prima—. No asistiendo al Ateneo y no citando a los filósofos alemanes... ya se sabe, un imbécil.

—Lo digo y puedo probarlo. Ni aun sabiendo de antemano lo que iban a preguntarle en el examen y preparándole su ayo toda una noche, fue posible que aprobase el derecho romano.

—¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués?—replicó con audacia irritante la joven.

La disputa prosiguió con acritud por ambas partes, sobre todo por la de Tristán. Sin embargo, Escudero hizo callar a su hija, porque después de lo que Tristán había revelado era disculpable su cólera.

VII - SUS AMIGOS

Al entrar de nuevo Tristán en su cuarto después del almuerzo, encontró allí a su amigo García.

—¡Hola! ¿estás tú aquí? No me han dicho nada—dijo en un tono entre cariñoso y displicente.

Claro que no le habían dicho nada, ni había para qué. García, en opinión de los criados de la casa, no representaba nada porque traía el chaquet raído, los pantalones deshilachados, el sombrero con grasa y las barbas terriblemente aborrascadas. Y sin embargo, García era el amigo más íntimo que tenía el señorito Tristán, su condiscípulo y un catedrático en ciernes.

Su amistad databa de la Universidad. Un día en que a Tristán le tocó la conferencia, la pronunció con tal galanura que el profesor, sorprendido agradablemente, manifestó que se felicitaba de haber hallado al fin un discípulo de tan claro entendimiento y de palabra tan fácil. Al salir de clase un muchacho feo, peludo y desaseado, con quien nunca había cruzado la palabra, le abrazó y le felicitó con entusiasmo. Era García. Desde entonces no tuvo Tristán otro amigo más leal, más cariñoso, más abnegado. Al compás de los progresos que nuestro joven hacía tanto en la Universidad como en el Ateneo y la prensa, crecía en proporción geométrica la admiración de García. Cuando Tristán publicó sus primeros artículos y poesías en una revista, juzgole de golpe un gran hombre, y de esta opinión ya no le apeó nadie en toda la vida. Al ponerse a la venta el año anterior su volumen de poesías titulado Engaños y Desengaños, García le creyó en el pináculo de la gloria y él a su lado para compartirla. Recorría las calles con el tomo en la mano, entraba en las librerías y se enteraba de cuántos ejemplares se habían vendido, iba a los cafés y leía en alta voz algunos versos dejando estupefactos a los parroquianos, y en todas partes voceando y gesticulando dilataba la fama del poeta. Tristán agradecía aquella devoción; pero no lo bastante; hay que decirlo sin ambages. Así es nuestra pecadora naturaleza.

Como venía de la mesa malhumorado no hizo más que saludarle, encerrándose después en un silencio sombrío y poco cortés. Pero García estaba habituado a estos silencios y respetaba el carácter caprichoso y a ratos poco comunicativo de su amigo. Encendió éste un cigarro, le ofreció otro y se puso a pasear de una esquina a otra del despacho exactamente como si estuviera solo. García tenía un libro en la mano, aparentaba leerlo, pero cuando Tristán volvía la espalda levantaba los ojos hacia él y le miraba con mezcla de inquietud y respeto. Al fin, sonriendo con humildad, se atrevió a decir:

—¿No sabes, Tristán? Hoy he tenido una agarrada en el Colegio Platónico.

Tristán sin interrumpir su paseo dejó escapar por la nariz un sonido que indicaba que le había oído.

—Sí, una agarrada con el director y por tu causa.

—¿Por mi causa?—expresó de mala gana el joven dignándose apenas volver la cabeza.

—Sí; no sé quién le fue con el soplo de que yo en la clase de Retórica citaba tus composiciones y se las hacía aprender de memoria a los niños y me llamó y me dijo muy hosco:—«Amigo García, tengo entendido que se permite usted en clase hablar de los versos de un amiguito de usted y ponerlos nada menos que al lado de los grandes modelos literarios. Sepa usted que eso no es tolerable y debiera usted considerar que el afecto y la amistad por apasionada que sea no dan derecho a mixtificar (es una palabreja que emplea a troche y moche), a mixtificar la tierna inteligencia de sus discípulos.»—«Señor director—le contesté—, cuando yo me autorizo el citar con elogio una composición cualquiera es porque estoy persuadido de que lo merece sin que la amistad ni otro motivo cualquiera tenga parte en ello.»—«¿Acaso se figura usted que su amigo (que no pasa de ser un principiante) puede colocarse a la altura de los grandes poetas que hemos tenido y que tenemos en España?»—me pregunta cada vez más encrespado.—«No señor, no me lo figuro, sino que estoy convencido de ello»—le replico.—«¡Vamos, García, déjese usted de badajadas y no sea ganso!» Sí; creo que me llamó ganso. Yo debiera responderle: El ganso y el avestruz y el cernícalo es usted que dirige un colegio en España sin saber castellano... Pero ya ves, amigo Tristán, necesito los quince duros mensuales que me da...

En efecto, García vivía sosteniendo también a su anciana madre con los quince duros que le daban en el Colegio Platónico, veinte del colegio Greco-latino y algunas lecciones particulares. En total cincuenta o sesenta duros al mes. Había hecho ya tres oposiciones a cátedras de Retórica y Poética ocupando segundo y tercer lugar en las ternas y estaba resuelto a oponerse a todas las que vacaran hasta apoderarse de una.

—¡Tú siempre haciendo tonterías, García!—exclamó Tristán con acento donde se transparentaba la complacencia con que las observaba.

Y como se pusiera repentinamente de mejor humor propuso a su amigo el salir a tomar café. Lo tomaron en la Cervecería Inglesa y desde allí bajaron a Recoletos dando un paseo y siguiendo por la Castellana hasta el final. Allí Tristán quiso entrar un momento en el tiro de pistola. Era un aficionado ardoroso de este ejercicio, en parte porque conociendo su carácter temía a cada instante verse obligado a acudir al terreno del honor; en parte también porque había mostrado desde el principio excepcionales disposiciones para él. Frecuentaba asimismo las salas de armas, pero aquí sus éxitos habían sido muy inferiores. Penetraron, pues, en el recinto del tiro y fue recibido por los tres o cuatro parroquianos que allí había con muestras de respeto como una lumbrera del arte. Tristán dio claras pruebas de que merecía este honor metiendo ocho balas seguidas a voz de mando en un pequeño círculo del tamaño de un duro. Es imposible imaginarse el rendimiento, la veneración con que el mozo que cargaba las pistolas se las iba presentando después de cada tiro. Un sacerdote ofreciendo la mirra y el incienso en el altar no adoptaría una actitud más humilde y contemplativa. En cuanto a García, aunque era un hombre enteramente retórico de los pies a la cabeza, miraba a su amigo desde el diván donde se había sentado con ojos alegres y triunfantes y los volvía a los parroquianos con ganas de decirles: «¿Ven ustedes qué ojo tiene para meter la bala en el blanco? Pues es tan certero para medir los sáficos adónicos

Salieron por fin de allí y regresaron al centro por el mismo paseo. Estaba éste, como domingo, muy concurrido, pero aunque García iba bastante mal trajeado y contrastaba con la elegancia perfilada que ostentaba siempre su amigo, éste no se avergonzaba poco ni mucho de llevarle a su lado: una buena cualidad que hay que reconocerle. García la agradecía con todo el calor de su alma. No habían andado mucho cuando tropezaron con el gran poeta don Luis de Rojas, el amigo cariñoso y el maestro venerado de Tristán. Era un viejecito pulcro, de facciones correctas y ojos vivos que gastaba perilla y bigote enteramente blancos ya y el cabello cortado en media melena como tributo pagado a su gloriosa juventud romántica. Traía un nietecito de la mano que Tristán besó y agasajó mientras García se apartó respetuosamente algunos pasos. Maestro y discípulo departieron con afecto unos momentos, y en la forma cordial con que Rojas le abordó podía observarse que Tristán era su predilecto. Así lo había declarado en efecto el maestro francamente en el prólogo que puso al volumen de poesías titulado Engaños y Desengaños, publicado por nuestro joven el año anterior. Merced a este prólogo, el libro había logrado una resonancia que no alcanzan de ordinario las producciones de los poetas noveles.

—Adiós, Aldama—concluyó diciéndole y apretándole al mismo tiempo la mano—; que no falte usted el viernes. Hace dos o tres semanas que no le vemos.

Rojas recibía a sus amigos los viernes por la noche en su casa. Era una tertulia casi exclusivamente de literatos donde predominaban los jóvenes.

Tristán, que le admiraba de corazón y estaba muy pagado de su predilección afectuosa, comenzó luego que se hubo emparejado con García a cantar sus alabanzas.

—¡Qué poeta, amigo mío! ¡Qué fantasía! ¡Qué vena fácil, armoniosa, fresca! Jamás se han escrito en español ni imagino que en idioma alguno unos versos más melodiosos. Hasta en sus últimas composiciones, cuando ya no es más que un pobre viejo caduco, asoma en todas partes la garra del león. ¡Mira que La barca a pique es hermosa de veras...! ¡Hermosa, hermosa!

Y al paso que caminaban se puso a recitar con un poco de énfasis las octavas de aquella famosa composición del más famoso poeta español. García aprobaba con el gesto y con algunas palabras sueltas la belleza de la canción. «¡Grandioso en verdad! ¡Muy patético! ¡Qué pompa! ¡Qué ornato...!»

Cuando Tristán terminó, caminaron algún tiempo en silencio. De pronto García se detiene y exclama en tono resuelto:

—¿Sabes lo que te digo, Tristán...? La barca a pique es una pieza de relevante mérito. La pompa es magnífica, muy patética y de mucho artificio... pero yo no cambiaría por ella tu Golpe de viento...

Tristán se puso rojo, no sabemos si de vergüenza o de placer; acaso de ambas cosas a un tiempo.

—¡Hombre, por Dios, no desbarres!

—Yo no te diré que tenga tanto estro y tanto número. Rojas es único para el número en España... Pero prefiero la tuya porque tiene más variedad de tropos...

—¡Por Dios, García!

—Lo dicho... Tiene más riqueza de tropos. De eso no hay quien me apee... Además, te lo diré francamente—añadió parándose y ahuecando la voz—, no transijo, no puedo transigir con la metonimia que Rojas emplea en el quinto verso de la segunda octava. Es más que atrevida, disparatada. Eso de «las estrellas sus rayos esgrimiendo» podrá haber críticos que lo aprueben, no te lo niego, pero mi conciencia literaria me impide en este punto emitir un dictamen favorable.

Tristán siguió protestando. García manifestó con creciente energía:

—Te lo digo y te lo repito. Me juzgaría indigno del título de licenciado en Filosofía y Letras y de inculcar en la inteligencia de mis discípulos las primeras nociones de la Poética si no sostuviese que tu composición ostenta mayor variedad de tropos que la de Rojas.

¿Qué iba a hacer Tristán en vista de esta decisión inquebrantable? Se resignó como es natural.

Y paso entre paso llegaron hasta el salón del Prado y subieron por la calle del mismo nombre hasta el Ateneo. Allí se despidieron. García no era socio, no ciertamente por falta de ganas, sino de recursos pecuniarios.

Columpiándose en una mecedora con un periódico en las manos halló Tristán a su amigo Núñez en una de las salitas de conversación de aquel centro docente. Era hombre de treinta y cuatro a treinta y seis años: de más edad por lo tanto que nuestro joven; rubio, con ojos de color indefinible tirando a verde, penetrantes y maliciosos; la barba rala y partida por el medio. Vestía con la elegancia un poco fantástica y afectada que alguna vez usan los artistas para apartarse de la vulgaridad burguesa. Saludáronse con frialdad de buen tono que mostraba al mismo tiempo confianza y Núñez siguió leyendo.

—¡Cuidado que se pone cursi el paseo de la Castellana los domingos...! Es decir, se pone más porque lo está siempre. Esas niñas que van rezumándose con los papás detrás de ellas; esos jóvenes que marchan ciñendo la orilla de los coches vuelta hacia ellos la cabeza y quitándose el sombrero cada cuatro pasos, sin conocer a nadie, sólo para que las damas pedestres los admiren y veneren; esos aristócratas que pasean en carruaje y se miran y se remiran sin cesar como si no se conociesen, aunque se están mirando desde que nacieron y se seguirán mirando hasta la hora de la muerte... Dime, ¿no causa grima a cualquiera?

Núñez dejó escapar un murmullo de aprobación sin levantar la cabeza, pero miró con el rabillo del ojo a su amigo y una chispa de malicia atravesó por sus ojos.

—Dudo que exista en el mundo—prosiguió Tristán—una ciudad más aburrida, más prosaica y cominera que la capital de España. Aquí la gente se vuelve para mirarse por la espalda como si todos fuesen seres raros o admirables; delante de cada ciego que toca la guitarra hay una muchedumbre apiñada; las señoras pasan la vida averiguando lo que comen sus vecinas y los caballeros cuánto ganan sus amigos; la juventud se ocupa en descifrar las charadas o en contestar a las preguntas que proponen los periodiquitos ilustrados: «¿cuál es el mejor literato? ¿cuál es el torero más bruto?», etc. Y contestan siempre los que no han leído un libro ni han asistido a una corrida. Los viejos piropean a las jóvenes y las siguen y hablan de política y no saben una palabra de la profesión que han ejercido toda la vida. Los generales discuten la separación de la Iglesia y del Estado y los obispos se preguntan si estamos preparados para una guerra con el extranjero. Y en las calles y en los paseos, en los teatros y en las iglesias, se observa en las fisonomías la misma vulgaridad, el signo indeleble de cursilería y de ignorancia que caracteriza a nuestros amables convecinos...

Al tiempo de pronunciar estas palabras, como estuviese jugando con el bastón, se le cayó al suelo con estrépito.

Dejó escapar una interjección de impaciencia, lo recogió y se quedó unos instantes pensativo.

—¿Por qué se habrán de caer las cosas, vamos a ver?—exclamó al cabo como si hablase consigo mismo—.¿Por qué no habían de quedarse donde se las colocase? Esta ley de la gravedad que nos encadena al suelo, que nos pone grillos al nacer como si fuéramos presidiarios, ¿no es una ley estúpida? ¡Y luego nos hablan de inteligencia en la naturaleza! ¡Menguada inteligencia que corre parejas con su bondad!

Núñez soltó una carcajada.

—Amigo Páramo, hoy vienes más páramo que nunca te he visto. ¡Me río yo de las estepas de la Siberia y de los ventisqueros del monte de San Bernardo!

Era una de las bromitas que se autorizaba con Tristán el ponerle este sobrenombre a causa de sus ideas sombrías. A menudo, cuando tenía que enviarle una carta por el correo interior o por medio de mensajero, escribía en el sobre: «Señor don Tristán Aldama del Páramo», o bien añadía al apellido «y Fernández Yermo» o «Desierto Arenoso». Tristán toleraba estas bromas porque respetaba y admiraba a su amigo. Núñez, como ya se ha dicho, le llevaba ocho o diez años de edad, gozaba de un nombre ilustre como pintor, frecuentaba la alta sociedad y era temido y agasajado por su mordacidad. Estas circunstancias hacían que Tristán se sintiese halagado por aquella amistad que, aunque nacida hacía dos años nada más, había adquirido gran intimidad, hasta llegar a tutearse. Por su parte Núñez hizo de Tristán su amigo porque le halló inteligente y figurando entre los jóvenes de más porvenir en la literatura, porque vestía con elegancia y pertenecía a una familia opulenta. La vida de ambos no era igual, sin embargo. La de Núñez, más disipada; frecuentaba más el Casino que el Ateneo, tenía queridas y gastaba mucho dinero, sin que se supiese de dónde procedía, pues hacía años que pintaba poco.

Tristán sonrió, avergonzado de aquellas extemporáneas lamentaciones.

—¿Y qué tal lo has pasado ayer en el Escorial? Apenas hay necesidad de preguntarlo, porque en medio de ese páramo, el Sotillo viene a ser un jardincito abrigado y delicioso... Y a propósito, ¿cuándo me llevas al Sotillo?

Hacía ya algún tiempo que Núñez le venía instando para que le llevase a ver la posesión de su futuro cuñado, de la cual se hacían lenguas en Madrid. Tristán, prometiendo hacerlo, dilataba la presentación por cierto vago recelo que en momento ni ocasión alguna podía desechar de si. Por esto y aún más porque el nombre del Sotillo le trajo de nuevo a la imaginación la intriga indigna tramada contra él, su semblante volvió a obscurecerse. Núñez no reparó o no quiso reparar en ello y le apretó con su desenfado habitual para que le señalase día. Tristán al cabo se vio obligado a fijar uno de la próxima semana en que por celebrarse el aniversario del matrimonio de sus futuros cuñados había allí otros invitados.

—¿Y qué tal? Esa linda joven del Escorial ¿está conforme con tu cuñado?

—¿Qué quieres decir?—repuso con gravedad Tristán.

—Si está conforme con él en las cosas temporales y en las espirituales.

El joven se sintió herido por aquella desvergonzada pregunta y replicó secamente:

—No hay otro matrimonio más feliz sobre la tierra.

—Me alegro... me alegro que no discutan... Ella es una hermosa mujer, un ejemplar admirable de nereida... Quisiera hacer su retrato desnuda, saliendo del agua...

Pero viendo que Tristán se ponía cada vez más hosco cambió de conversación.

—¿Sabes tú? Hace poco, cuando venía hacia aquí, tropecé en la carrera de San Jerónimo a tu amigo Morel. Me para y me pregunta, mientras se dibuja en sus labios una sonrisa de lástima: «¿Ha leído usted el libro de Sánchez Abellán...? ¡Qué extravagancia! ¡Qué majadería! Imposible llegar más allá en el arte de disparatar. Es la obra de un idiota o de un loco.» Y las carcajadas fluían de su boca y tenía que apoyarse en la pared para no caer de risa. Sigo caminando y unos cuantos pasos más allá, al dar vuelta a la calle del Príncipe, encuentro al mismo Sánchez Abellán. Nos saludamos, cambiamos algunas palabras, y de buenas a primeras, sonriendo mefistofélicamente, me pregunta: «¿Ha leído usted los últimos artículos de Morel en El Noticiero...? ¡Prodigioso...! ¡Enorme...! Léalos usted si quiere pasar un buen rato... Indudablemente ese hombre es un loco o un idiota.» Los dos habían empleado iguales calificativos. ¿No tiene gracia?

—Para mí no tiene ninguna—dijo Tristán malhumorado.

Núñez le miró un momento con curiosidad burlona y repuso tranquilamente:

—Consiste en que ese molino que tienes en el cerebro no tritura más que cosas negras. Pero el mío muele rico trigo candeal y produce harina blanca superior... Vamos a ver, ¿no es una satisfacción observar cómo esos dos hombres se han conocido perfectamente? ¿No es puro y legítimo el deseo de que la luz penetre en los espíritus?

En el curso de la conversación había cruzado por delante de ellos un chico imberbe a quien Núñez saludó inclinándose muy reverente y quitándose el sombrero. A Tristán le sorprendió un poco aquel saludo aunque no dijo nada. Pero ahora, como cruzara otro jovenzuelo de diez y ocho a veinte años y Núñez volviese a inclinarse y saludar con la misma reverencia, no pudo ocultar su sorpresa.

—Dime, Gustavo, ¿por qué saludas tan respetuosamente a esos chiquillos?

—Te lo explicaré en pocas palabras—repuso Núñez tranquilamente—. El primero que ha cruzado por aquí hace un rato es secretario tercero de la sección de Ciencias morales y políticas y ha presentado una Memoria acerca de la Cuestión social, que se discutirá el año próximo. Este de ahora ha publicado ya tres artículos en El Defensor de los Ayuntamientos sobre El individuo y el Estado. Ahora bien, estos jóvenes que discuten la cuestión social y escriben sobre las relaciones del individuo y el Estado son indudablemente los futuros gobernadores, los consejeros de Estado, los directores generales, los ministros. Estos jóvenes, no te quepa duda, serán nuestros amos por aquello de que «joven sociólogo en puerta, cacique a la vuelta». Hay que tenerlos satisfechos, hay que ganarse su amistad.

—Pero, hombre, ¿a ti, que eres un artista, qué te importa la amistad de los políticos?

—¡Anda! ¿Imaginas que se puede ser en España un mediano colorista sin tener algún amigo ministro?

Tristán sonrió levemente, quedó unos instantes pensativo y al cabo le preguntó:

—¿Y nosotros los poetas también necesitamos la amistad de los ministros?

—No, vosotros necesitáis pertenecer a uno de los dos Cuerpos colegisladores—respondió gravemente el pintor.

—¡Vamos, Gustavo, hoy traes la guasa verde!

—No es broma, querido, es la pura verdad. Tú escribes un tomo de versos y pones en la cubierta: «Poesías, por Tristán Aldama». Eso no dice nada; el público no sabe a qué atenerse, porque lo ignora todo de ti. Pero estampa debajo del título, verbi y gratia: «por Tristán Aldama, diputado por Puertocarnero o senador vitalicio», y ya el público tiene motivos para conocerte y la crítica para guardarte consideraciones. Tus versos no son advenedizos; demuestran que tienen algún arraigo en el país.

—¡Vaya, vaya, Gustavo!—exclamó riendo Aldama.

—¡Que sí, querido, que sí! El público necesita siempre una garantía...

Un joven de agradable rostro y correctamente vestido iba a pasar por la salita, pero viendo a nuestros amigos se volvió recelosamente para no cruzar por delante de ellos.

—¡Eh! ¡eh...! amigo Valleumbroso, no se nos escape usted.

El joven dio la vuelta y quedó en pie frente a ellos.

—Atraque usted, querido—dijo Núñez—. Bien se conoce que quiere usted sustraerse a las felicitaciones de los amigos. Los grandes espíritus desdeñan el aplauso de la muchedumbre.

—¡Yo...! ¿Qué motivo hay para felicitarme?—exclamó el joven sonriendo, haciéndose de nuevas y rebosando de orgullo.

—¡Casi nada! Aunque por mi profesión, y aun más por mi holgazanería, no pueda estar muy al tanto de las novedades literarias, la trompeta de la fama ha traído a mis oídos la noticia de que ha publicado usted un volumen de poesías muy notable, que esos Pelillos a la mar son deliciosos y que se venden como pan bendito.

Las mejillas del poeta enrojecieron súbitamente y repuso en tono desabrido:

—Mi libro no se titula Pelillos a la mar.

—No, hombre, se titula Pétalos al aire—se apresuró a decir Tristán.

—¡Ah...! perdone usted, amigo Valleumbroso. No sé cómo se me metió en la cabeza... Es que suena algo parecido... Bien se conoce que soy profano en asuntos literarios. En fin, de todos modos me consta que es precioso el libro.

—Muchas gracias—dijo el poeta secamente.

—Todavía no hace muchos minutos que preguntándole al amigo Aldama acerca de las últimas publicaciones, me decía: «Lo único que puede leerse entre lo recientemente publicado son los Pelillos... (usted perdone)... los Pétalos de Valleumbroso.» Yo le respondí: «En cuanto salgamos de aquí paso por la librería y los compro.»

—Muchas gracias: no se moleste usted: yo se los enviaré.

—No acepto el regalo. En España son tan pocos los libros que se publican dignos de comprarse, que el presupuesto del más aficionado a las letras no padece mucha alteración aunque se proponga ser despilfarrador. Lo único que me atrevo a esperar de su amabilidad es que me firme el ejemplar.

—Lo haré con mucho gusto.

El joven poeta estaba sobre brasas. El carácter de Núñez le inspiraba un vivo recelo. Así que no fue posible retenerle allí más tiempo a pesar de los esfuerzos que aquél hizo para ello. Mientras se alejaba a paso rápido todavía le gritaba:

—Mil enhorabuenas. En cuanto lea el libro ya hablaremos de esos Peli... de esos Pétalos. Que agote usted la edición pronto.

Cuando Tristán reprochaba a su amigo que se sirviese de él para burlarse de un compañero, se presentó en la sala un hombre alto, enjuto, pálido, con los bigotes largos y caídos como los de los chinos y unos ojos saltones, resplandecientes, que sonreían al vacío. Vestía levita negra, larga, amplia, flotante y no muy limpia. Más que levita parecía una basquiña. Sobre la cabeza grande y despeinada llevaba un sombrero de copa bastante viejo y también despeinado que no la tapaba sino a medias.

—¡Viva mil años el ilustre Pareja—exclamó Núñez—, el sabio enciclopédico, que es honra del Ateneo y gloria de su patria!

El hombre de la basquiña se acercó a paso lento y reposado y su faz académica se dilató con una sonrisa de plácida condescendencia.

—El amigo Núñez—dijo quitándose el sombrero, que sin duda le molestaba, y acomodándose en una mecedora—siempre tan galante, tan lisonjero.

Núñez, volviéndose hacía Tristán y como hablándole en tono confidencial, le dijo:

—Cuando uno de estos hombres tan profundamente observadores se acerca a mí, no puedo menos de sentirme inquieto, cohibido. Parece que está uno delante de una máquina fotográfica y teme verse reproducido en mala postura.

—Hasta ahora me parece que no tiene usted motivo para pensar que le haya enfocado.

—Pero lo temo. Esa máquina que usted lleva en el cerebro no se cansa jamás de impresionar. Hace pocos días entré en el café de Levante y le vi a usted en un rincón comiéndose una ración de riñones salteados. «¿Ves aquel señor que está en la mesa de la esquina?—le dije al amigo que conmigo venía—. ¿Qué piensas que está haciendo?»—«Comiendo riñones»—me contestó—. «Pues no señor, está observando, observando siempre; para él no hay riñones que valgan.»

—No tanto, amigo Núñez, no tanto. Bien se señalan en usted a la par que los estigmas sintomáticos de la idiosincrasia artística los caracteres étnicos de la naturaleza andaluza.

—No soy andaluz, señor Pareja; soy extremeño.

—Mucho mejor. ¡Raza de conquistadores!

—Pero yo, aunque le parezca una gran inmodestia, estoy persuadido de que soy el hombre más notable de mi raza. Cuando tenía veinte años, conquisté a mi patrona que tenía cincuenta. No creo que Hernán Cortés ni Pizarro, ni Alvarado ni García de Paredes...

—¡Nada, nada, se le concede a usted la primacía!—exclamó el sabio soltando una carcajada vibrante y majestuosa.

—Lo que me admira principalmente en este señor—prosiguió Núñez volviéndose de nuevo hacia Tristán—no es tanto su talento de observador como la profunda ironía que comunica a todo lo que sale de su pluma y de sus labios.

—La ironía, querido Núñez, es la flor que brota siempre del conocimiento adecuado de las cosas y muestra la imposibilidad de reducir el conocimiento intuitivo al conocimiento abstracto—expresó Pareja dejando caer las palabras una a una como perlas destinadas a enriquecer la tierra.

—Pero de todos los grandes irónicos que hoy florecen en España, estoy convencido de que es usted el que ofrece mayor solidez.

—¿Quiere usted decir con eso que los demás suenan a hueco?—preguntó el sabio con fina sonrisa maliciosa.

—Cabalmente y que el hombre verdaderamente macizo que conozco es usted. Una cosa para mí incomprensible, señor Pareja, es cómo ha llegado usted a profundizar materias tan diversas, la filosofía, las ciencias naturales, la historia, la política, la música...

—Cuestión de método, querido Núñez; adecuada distribución del tiempo; ése es el secreto. Horas destinadas a la observación; horas destinadas a la especulación; horas destinadas a la práctica, sin que jamás ni por ningún motivo se compenetren. Si en las horas destinadas a la especulación hacemos una observación, todo está perdido.

Hablaba Pareja con tal acento de suficiencia, recalcaba de tal modo las sílabas, sonreía, dirigía a Núñez y Tristán miradas tan amables y condescendientes que resisten a toda descripción. Imposible manifestar con más claridad la íntima satisfacción de sí mismo de que se hallaba poseído.

—Ayer tarde—prosiguió—estuve en Alcalá a visitar el penal. ¡Curioso! ¡curiooooso! ¡curio-sí-si-mo! No pueden ustedes formarse idea del número de notas que he tomado. Hablé con muchos penados, me enteré de infinidad de historias, verdaderos casos clínicos, y por último, distribuí entre ellos, con permiso del director, algunos ejemplares de mi folleto El delincuente ante la ciencia.

—Nada me parece más a propósito para infundirles algún consuelo—dijo Núñez—. Realmente en los momentos de tristeza y desesperación, si algo puede llevar el sosiego al alma ulcerada del delincuente, es la consideración de que se encuentra delante de la ciencia y de que ésta le contempla.

—Así es, amigo Núñez, así es. Usted sabe poner los puntos sobre las íes.

—Alguna vez se me olvidan.

—¡Nada, nada, pone usted los puntos sobre las íes!

Y al decir esto se balanceaba sobre la mecedora y echaba sus piernas didácticas al alto con tal alegría que ningún emperador la sintió mayor al poner una placa sobre el pecho de alguno de sus generales victoriosos.

—Creo que se alegrará usted de saber—expresó después en tono más placentero si cabe—que desde hace algunos días vengo haciendo estudios también en los barrios bajos de Madrid. ¡Qué cosas he visto! ¡Qué cosas he oído! ¡Curioso! ¡Curioooso! ¡Curio-sí-si-mo!

—Supongo que allí no habrá usted repartido el folleto de El delincuente ante la ciencia.

—¡No, hombre, no!—exclamó riendo y añadió luego con ático humorismo—. Porque si bien me figuro que se encontrarán allí igualmente bastantes delincuentes, éstos no son in actu, sino in potentia. Dejando, pues, aquellos folletos para mejor ocasión, he distribuido algunos otros sobre El sentimiento religioso como un desequilibrio en la nutrición.

—Bien hecho. Me parece lo más urgente para las clases trabajadoras restablecer el equilibrio en la nutrición. La creencia en Dios y en la inmortalidad del alma en resumidas cuentas no sirve más que para turbar la digestión.

—Es así, querido Núñez, es así. Usted sabe poner los puntos sobre las íes.

Tristán se llevó la mano a la boca para reprimir un bostezo. Así que se presentaba este síntoma de aburrimiento, la enfermedad se declaraba en él con tal violencia que no se pasaron tres minutos sin que se alzase bruscamente de la mecedora y les dijese adiós.

Cuando Gustavo montaba sobre uno de estos asnos no se hartaba nunca de hacerle correr. Pero entre todos los asnos antiguos y modernos ninguno estuvo más satisfecho de su naturaleza asnal que el ilustre Pareja.

VIII - UN BUEN DÍA QUE CONCLUYE MAL

Cirilo quedó sorprendido cuando oyó tocar suavemente en la puerta de su despacho. Conocía perfectamente la mano que daba aquellos golpecitos.

—¡Pero ya!—exclamó—. ¡Adelante, adelante!

Visita se presentó peinada y vestida como para salir. La sorpresa de su esposo fue mucho mayor. Ordinariamente él se levantaba muy temprano como hombre de negocios que era, y apoyándose en su bastón iba hasta su despacho y allí trabajaba hasta las nueve, hora en que venía a desayunar al dormitorio con su mujer, que aún permanecía en la cama. Luego la ayudaba a vestirse sin llamar a la doncella y tornaba al escritorio.

Visita reía a carcajadas adivinando, sin verlo, el rostro asustado de su marido. Avanzó lentamente llevando extendidas las manos y acercándose le tomó la cabeza y le besó repetidas veces.

—¡Pero, hija mía, si no son más que las ocho!—dijo él, que como hombre de vida metódica y escrupulosamente regularizada aún no volvía de su asombro—. ¿Cómo estás ya peinada y vestida?

—Porque hoy nos desayunamos antes, iremos a misa antes... y después..., después Dios dirá.

—Pero necesito concluir de extender estos recibos.

—Pues no se concluyen.

—Entonces no es que Dios dirá; es que dices tú—repuso él en tono jocoso.

—Eso es, digo yo... y mando que te vengas conmigo ahora mismo a desayunar.

Así se hizo. Arreglose después prontamente y salieron de casa poco antes de las nueve para oír misa en la Encarnación. Habitaba nuestro matrimonio un cuartito bajo en la plaza de Oriente, amueblado con elegancia y provisto de todas las comodidades compatibles con su fortuna, que desde hacía algún tiempo iba prosperando lindamente. Cirilo trabajaba firme. Además de la administración de Reynoso y Escudero tenía alguna otra y se ocupaba en negocios como agente privado. Menos a la Bolsa, a todas partes se hacía acompañar por su esposa que estaba ya enterada de bonos, pagarés, cheques, talones y resguardos como un consumado zurupeto. Visita le ayudaba a subir y bajar las escaleras del Banco y los coches de punto, le llevaba los rollos de valores, le tenía por el bastón mientras firmaba documentos o contaba billetes y le echaba la goma a la cartera. ¡Y que no hacía ella estas cosas con poco gozo! La cuitada se juzgaba tan inútil que cuando podía prestar algún servicio su corazón se inundaba de alegría.

Al salir de la iglesia le dijo resueltamente:

—Hoy, quieras que no, tienes que dejarte guiar por una ciega. Hazme el favor de buscar un coche.

Se fueron al primer puesto y en el trayecto Cirilo no dejó de preguntarle adónde pensaba conducirle.

—Ya lo sabrás.

Hasta que subieron al vehículo y Visita dijo triunfalmente «a la Bombilla» no logró averiguarlo.

Ya están en la Bombilla. Allí se apean un momento, entran en un café-restaurant y encargan el almuerzo para las doce: vuelven a montar y siguen paseando por la Moncloa, dejan el coche cerca de la fuente de las Damas y suben lentamente por un montecillo cubierto de pinos hasta colocarse en un alto y deleitoso paraje tapizado de césped desde donde se divisa el único paisaje digno que tiene la capital de España. A la izquierda el río oculto entre el follaje de la Casa de Campo; delante el Guadarrama con su crestería recortada que se destaca puramente con el azul del cielo; a la derecha la Dehesa de la Villa, el camino de Amaniel, los campos verdes de la Moncloa.

Cirilo dejó escapar un suspiro de satisfacción y contempló arrobado el espléndido panorama que tenía delante murmurando «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!» A su lado Visita también parecía aspirar su belleza grave y solemne, si no por los ojos por la boca y por la nariz que se abrían para dejar paso a la fresca brisa de la sierra.

—¿Verdad que es muy hermoso?—dijo apretándose contra su marido—. Tú apenas has visto esto, pero yo lo conozco perfectamente porque de soltera venía con mi padre a merendar a este sitio todos los domingos. Algunas veces venía la criada con nosotros, traíamos el almuerzo y pasábamos aquí todo el día. Puedo decirte cómo es el paisaje lo mismo que si lo estuviera viendo... ¡Es decir, lo estoy viendo, lo estoy viendo de veras! Mira aquí debajo la Puerta de Hierro, las encinas del Pardo que se extiende hasta las faldas del Guadarrama. ¡El Guadarrama! ¡Qué hermosas montañas de color violeta...! Y el cielo, el cielo azul encima, profundo, inmenso, convidando a volar por él.

A Cirilo se le apretó el corazón. Aquella alegría de su pobre esposa, ciega en lo mejor de la vida, le removía las entrañas como si quisieran arrancárselas. No pudo contestar; hubo una larga pausa. De repente Visita aproximó su rostro al suyo y le besó en los ojos.

—¡Ya sabía que estabas llorando...! No llores, tonto... ¡Si soy feliz, enteramente feliz! ¿Qué importa que no pueda ver esas montañas? Ya las he visto y acaso en mi imaginación las finja ahora más hermosas aún de lo que son. Además, Dios me permite estar al lado de ellas, sentir su aliento embalsamado y fresco... y tenerte a ti al mismo tiempo. Peor, mil veces peor sería que las viese y no pudiera tener tu mano en la mía como la tengo ahora.

Cirilo le pasó el brazo por detrás de la cintura y la apretó tiernamente contra sí.

—¡Ea!—dijo ella dejándose caer en el césped—. Basta de paisajes y de enternecimientos. Yo soy la ciega más dichosa que existe a la hora presente en Madrid, y tú el cojito más guapo, más simpático, más bueno y más feliz... ¿Verdad que sí...? ¡Di que sí!

Cirilo se sentó con algún trabajo a su lado. Ella sacó de su ridículo un libro y se lo dio diciendo:

—Ahora tendrás la amabilidad de leerme un poquito, estoy segura de ello. He traído esta novela porque es de tu autor favorito y quiero que el día de hoy te diviertas mucho, mucho... porque si tú no te diviertes mucho, mucho, yo estoy decidida a aburrirme.

Cirilo cogió el libro riendo y se puso a leer. La lectura siempre tenía atractivo para ellos porque eran aficionados a la buena literatura y devotísimos de los mejores autores; pero ahora al aire libre, en tan poético paraje y con la excitación placentera que el paseo dado y la perspectiva que el suculento almuerzo les producía, era sin duda doblemente grata. A menudo Visita le interrumpía para hacer comentarios, unas veces deplorando la maldad de algún personaje o alegrándose de que la heroína fuese tan simpática, otras veces vaticinando alguno de los sucesos o peripecias de que la narración les iba a dar cuenta. Reían a carcajadas en alguna página y a la siguiente sin saber cómo se enternecían y hacían pucheritos, porque aquel autor gozaba el privilegio de subyugarlos y arrastrarlos al sentimiento que bien quería. Cuando Visita notó que su marido comenzaba a fatigarse le hizo cerrar el libro y lo guardó de nuevo en su bolsita. Se aproximaba ya la hora del almuerzo y se disponían a levantar el vuelo de aquel delicioso sitio cuando Visita percibió un leve ruido a su espalda.

—¿Quién anda ahí?—preguntó a Cirilo.

—Una pobre mujer—respondió éste.

—¿Qué hace?

—Me parece que anda recogiendo plantas.

En efecto, con una raída navajita aquella mujer iba cortando cardillos y guardándolos en una falda. Cuando se aproximó a ellos les dio los buenos días. Visita inmediatamente trabó conversación con ella y se enteró de su tarea. Los guardas le dejaban cortar cardillos: los que en algunas horas podía recoger los llevaba a la mañana siguiente a la plaza. Visita le preguntó cuánto solían valerle.

—Un día con otro treinta céntimos.

—¡Treinta céntimos!—exclamó asombrada.

—¡Ay, señorita! y esos días me doy por satisfecha porque al fin podemos comer pan en casa... Pero la señorita... (dijo un poco acortada fijándose en los ojos inmóviles de Visita).

—Sí, la señora tiene la desgracia de estar ciega—respondió Cirilo tristemente.

Hubo una pausa y al cabo la mujer profirió con acento desesperado:

—¡Ciega quisiera estar yo para no ver lo que veo en mi casa!—Y al mismo tiempo prorrumpió en amargo llanto—. Hace pocos meses que salí del hospital, donde me han cortado un pecho... Con el otro solamente alimento a mi niño..., es decir, pudiera alimentarlo si tuviese qué comer... ¡Pero no lo tengo! Mi marido es cochero, pero está enfermo de reumatismo sin poderse apenas mover y le han despedido de la casa... Ahora que está un poco mejor, no encuentra trabajo... Sin la caridad de los vecinos, que son casi tan pobres como nosotros, ya hubiéramos muerto de hambre hace tiempo... Algunas veces me dan pan y otras veces un poco de sopa... Pero la casa ¡ay la casa! Ya debemos cinco meses y de un día a otro nos pondrán los pocos trastos que tenemos en la calle... ¡Dios mío, Dios mío, qué va a ser de nosotros!

—¡Vaya por Dios! ¡Infeliz mujer!—exclamó Visita por lo bajo.

Cirilo sacó una moneda del bolsillo y se la entregó.

—¿Qué le has dado?—le preguntó su esposa al oído.

—Una peseta.

—Dale más.

Sacó un duro y se lo dio.

—¿Qué le has dado?

—Un duro.

—Dale más. Nosotros no tenemos hijos. Dios nos ha protegido hasta ahora y nos seguirá protegiendo.

Cirilo echó mano a la cartera y le entregó un billete de cincuenta pesetas. La mujer, sorprendida y roja de emoción y de alegría, no encontraba palabras para dar las gracias. Se deshacía en fervorosas bendiciones.

—¡Dios se lo pague, señorita, Dios se lo pague! ¡Bendita sea la hora en que su madre la ha parido! ¡Bendita la leche que ha mamado...!

—Pase mañana por nuestra casa. Ahora le dará una tarjeta mi marido—dijo Visita—. Tenemos amigos que están en mejor posición que nosotros y acaso puedan colocar a su esposo.

Iban ya lejos y todavía les seguía la voz de la pobre mujer que gritaba sin cesar:

—¡Dios les bendiga, señoritos! ¡Que nunca pase la desgracia por su casa...! ¡Que Dios la proteja, señorita, que Dios la proteja y ya que no ve la tierra le haga ver el cielo!

—Ya lo estoy viendo—murmuró Visita mientras dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.

El coche les esperaba abajo. Montaron de nuevo en él y se trasladaron a la Bombilla. Antes de entrar en el gabinete que les tenían reservado dieron orden para que sirviesen también de almorzar al cochero. Pasaron después, y en un comedorcito agradable con vistas al río hicieron los honores al almuerzo, cuyos platos habían de antemano elegido. El paseo, el aire puro les había despertado el apetito. Visita bebió un poco más de lo ordinario y se quedó traspuesta algunos instantes en un sofá, mientras su marido leía el periódico que había enviado a comprar.

—¡Ea, ahora con la música a otra parte!—exclamó al cabo la ciega levantándose y sacudiendo la pereza.

—¿A qué parte?—preguntó Cirilo riendo.

—Adonde la proporcionan mejor en Madrid; al circo del Príncipe Alfonso.

Y así se verificó rápidamente. Oyeron el concierto que en las tardes dominicales de primavera allí se celebraba y ya de noche se restituyeron a su casa, no sin haber dado antes una vuelta por la confitería para comprar los postres de la comida.

—¡Buen día...! ¡Superior, hija, superior!—exclamaba Cirilo después de comer, reclinado cómodamente en una butaca y saboreando una taza de café al par que chupaba un fragante tabaco de la caja que el día antes le había regalado Reynoso.

—¿Te has divertido? ¿Has estado a gusto con tu mujercita?—le respondía Visita, que también tomaba café sentada a su lado en una sillita baja.

—Con mi mujercita estaría yo a gusto aunque viviese en una zahurda comiendo berzas y pan negro.

Y al mismo tiempo se inclinó para besar sus cabellos. Hubo una larga pausa en que ambos parecían paladear su dicha enternecidos.

—¿Sabes lo que estoy pensando?—profirió ella al cabo buscando a tientas su mano y apretándola tiernamente—. Pues pienso que si yo no fuese ciega no te querría tanto como te quiero... y me parece que tú tampoco me querrías a mí de este modo. Por tanto que no seríamos tan felices.

—Quizá sea como piensas—repuso él inclinándose otra vez para besarla—. Pero daría la vida por que recobrases la vista.

—Y estoy pensando también que el invierno próximo lo vamos a pasar aún mejor que este, porque tendremos en Madrid a don Germán y a Elena, y más cerca aún de nosotros a Clara y Tristán... Ya ves, vienen a vivir a cuatro pasos de aquí, en la calle del Arenal. Todas las noches al teatro es monótono y además costoso: algunas iremos a su casa, o vendrán ellos a la nuestra. ¿Qué gusto, verdad? ¡Qué tertulitas íntimas, agradables, vamos a tener aquí los cuatro!

En aquel instante sonó el timbre de la puerta y la doncella se presentó anunciando al señorito Tristán. Este apareció detrás de ella. La faz de Cirilo y la de Visita se iluminaron con una sonrisa de alegría. La de aquél se apagó, sin embargo, al observar el rostro serio y contraído del joven.

—Buenas noches.

Al oír el saludo, la sonrisa de Visita también se apagó: su fino oído de ciega había notado algo extraño en el timbre de la voz.

Después de preguntarse por la salud y de unas cuantas frases superficiales, Tristán abordó con premura, pero en tono afectadamente sosegado, la magna cuestión que allí le conducía.

—El objeto que me trae a estas horas (aparte del placer que siempre tengo en verles y en departir con ustedes) es un poco raro, un poco molesto... acaso también un poco ridículo... Pero en fin, en este mundo no es todo corriente y agradable por desgracia: alguna vez hay que tocar también en lo molesto y en lo ridículo, y a mí me llega el turno a la hora presente. Desearía obtener de su amabilidad me dijese si en el tiempo que llevamos de relación amistosa he incurrido en su desagrado por alguna acción o por alguna omisión que les haya molestado, si han observado ustedes en mí algo que no estuviese de acuerdo con una franca y leal amistad, o bien si inadvertidamente creen ustedes que les ocasioné algún perjuicio.

Cirilo y Visita permanecieron mudos, estupefactos ante aquel extraño discurso.

—Deseo saber—repitió al cabo de un instante, recalcando más las palabras—, si en el curso que hasta ahora ha seguido nuestra amistad tienen ustedes algún motivo de queja contra mí.

—Me parece ociosa la pregunta, Tristán—manifestó Cirilo recobrándose—. Demasiado sabe usted que nunca nos ha dado motivos para otra cosa que para estimarle en lo mucho que vale y considerarle como uno de nuestros buenos y cariñosos amigos.

—¿Tampoco les he ocasionado perjuicio alguno de un modo indirecto, esto es, sin darme cuenta de ello?

—Absolutamente ninguno que yo sepa.

—Está bien... ¿Entonces por qué conspiran ustedes contra mí y me hacen la guerra?

—¿Conspirar contra usted...? ¿Hacerle la guerra?

—Sí. ¿Por qué me hieren en la sombra y trabajan cautelosamente a fin de desbaratar mi próximo matrimonio?

—¿Qué está usted diciendo?

—Comprendo perfectamente—profirió Tristán sin querer hacerse cargo del asombro de Cirilo—que el afecto que les liga a sus parientes los señores de Reynoso (por más que el parentesco sea lejano) les haga ver el matrimonio de Clara poco ventajoso y apetecer para ella otro de más relieve. Comprendo igualmente que mi persona les inspire una secreta antipatía... que les hastíe, que les cargue. Eso pasa no pocas veces con aquellas personas que las circunstancias nos imponen la obligación de tratar... Lo que no puedo comprender es que hayan aguardado a última hora para hacer a Clara el favor de proporcionarle un enlace más ilustre o para mostrarme a mí su hostilidad... Bien es cierto—añadió con amarga ironía—que lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace.

—Permítame usted que le diga, amigo Tristán, que no entiendo lo que usted quiere decir ni aun el paso que usted acaba de dar visitándonos en esta forma brusca y desusada... es decir, sí veo que está usted irritado y que juzga que nosotros le hemos hecho algún agravio en lo que se refiere a su próximo matrimonio, pero por más que discurro no sé dónde está ese agravio. Lo mismo Visita que yo nos hallamos tan contentos y nos parece tan bien esa boda que precisamente en este momento hablábamos de ella con alegría y nos felicitábamos de que...

—¡Bien, bien, dejemos eso!—exclamó Tristán con aspereza. Aquellas palabras le parecían el colmo de la hipocresía y de la impudencia.—No necesito decir a usted que la alegría o la tristeza de ustedes en lo que a mi boda se refiere, aunque en sí mismas tengan mucha importancia, para mí la tienen secundaria. Puedo casarme o permanecer soltero y vivir bien o mal y ser feliz o desgraciado sin que en ninguna de estas cosas influya de un modo decisivo la alegría o la tristeza de ustedes... Pero si no influyen sus sentimientos pueden influir las acciones. Todos estamos expuestos en la vida a tristes desengaños, a las asechanzas de nuestros enemigos... y a la traición de nuestros amigos.

—¡Vea usted lo que está diciendo, señor Aldama!—profirió Cirilo perdiendo la paciencia e incorporándose en la butaca—. Considere usted que con esas reticencias me está usted ofendiendo y que yo no le he dado motivo alguno para ello.

—«Lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace»—repitió Tristán sonriendo sarcásticamente—. Hasta ahora nada le he dicho ofensivo... No ha sido más que la queja de quien se siente herido. Pero no respondo de que más tarde no pueda decirle algo que le moleste de veras.

—¡Pues entonces cortemos inmediatamente esta conversación!—exclamó Cirilo apoyándose con mano crispada sobre la mesa para levantarse—. Considero a usted un hombre de honor y sé que se arrepentiría de haber ofendido a quien carece de medios para pedirla reparación de la ofensa.

Visita se había puesto en pie también vivamente y Tristán hizo lo mismo.

—Tampoco es noble ampararse de su debilidad para dar rienda suelta a rencores injustificados y hacer daño a quien nunca se lo ha hecho a usted.

—Repito que no se me ha pasado por la imaginación jamás ocasionar a usted daño alguno y que sólo un chisme de algún malintencionado pudo hacérselo creer y ponerle tan obcecado.

—¡Obcecado! ¡obcecado!—exclamó Tristán con voz enronquecida ya por la ira—. No hay chismes, no hay malintencionados. Yo no puedo creer que tengan mala intención ni pretendan engañarme mis propios oídos. A la postre todo se descubre. Para quien no procede con lealtad el mundo es transparente. A hacérselo ver es a lo único a que he venido a aquí, o lo que es igual a decirles a ustedes que ya no me engañan y que desprecio como merecen sus falsos testimonios de amistad... Ahora queden ustedes con Dios. Me han declarado la guerra... Está bien, lucharemos. Lucharemos sí; ustedes en la sombra; yo cara a cara y a la luz del día. Buenas noches.

Y tomando el sombrero que tenía sobre una silla se lo encasquetó violentamente y salió como un huracán de la estancia.

Visita, cuyo estupor le había impedido pronunciar una palabra en esta breve escena, se dejó caer de nuevo en la silla y rompió a llorar.

—¡Dios mío, un día tan feliz como habíamos pasado!

Cirilo se pasó la mano por la frente y respondió con amargura:

—Ya ves, querida, que ningún día puede llamarse feliz hasta que suenan las doce de la noche.

IX - UN TROPEZÓN DE GUSTAVO NÚÑEZ Y OTRO DE SU AMIGO TRISTÁN

Al día siguiente recibió Tristán una carta de Cirilo. En términos dignos le hacía presente que si su enojo procedía de ciertas palabras que con insistencia había repetido en la conversación habida la noche anterior, lo que está arreglado se desarregla y lo que está hecho se deshace, Visita recordaba en efecto haberlas pronunciado hablando con el marqués del Lago. Estas palabras se referían al proyecto que tenía la marquesa de abandonar a Madrid para irse a vivir con su hijo a sus posesiones de Extremadura. El citado marqués del Lago podía dar testimonio de ello si fuese interrogado.

Tristán ya estaba arrepentido de su violencia. Aunque la carta no disipase enteramente sus dudas, le hizo pensar que pudiera haber incurrido en un error. Por otra parte comprendía el daño que tal precipitación podía ocasionarle en el ánimo de la familia Reynoso. Respondió a Cirilo dándole excusas y rogándole guardase reserva de lo ocurrido.

Llegó el día del aniversario del matrimonio de los Reynoso, que siempre se celebraba con alegría. Sólo el segundo año dejó de hacerse por estar reciente el fallecimiento de doña Dámasa, madre de Elena. Tristán cumplió su compromiso llevando al Sotillo a su amigo Núñez, previamente anunciado hacía tiempo. Clara lo recibió con toda la expansión de que era capaz su carácter circunspecto. Se trataba de un amigo íntimo del elegido de su corazón y se esforzó en mostrarse locuaz y afectuosa. Elena, en cambio, prevenida contra él, lo acogió con toda la gravedad de que era susceptible su temperamento infantil y bullicioso. De suerte que equilibrándose por el esfuerzo ambas naturalezas vinieron a producir resultados análogos. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la distinta condición de ambas recobrase sus derechos. La charla viva, irónica, chispeante de Núñez empezó a causar secreta alegría a la gentil señora de Reynoso; su rostro serio comenzó a iluminarse y no tardó su linda boca en estallar en carcajadas ruidosas celebrando los donaires casi siempre maliciosos del pintor. En cambio en el dulce y grave semblante de Clara no tardó en señalarse la inquietud y el tedio que tanta charla frívola, tanta frase picante le producían.

Reynoso había hecho colocar la mesa para almorzar en una isleta que había en el centro de una de las dos charcas que en la gran finca adquirida por él y agregada al Sotillo existían. Era la más pequeña y estaba casi siempre vacía, y crecían en ella bosquetes de juncos y cantaban las ranas. Los frailes, a quienes la mansión perteneciera en la antigüedad, habían hecho construir para su recreo sobre esta isleta un gran cenador formado de columnas de granito a modo de templete griego. Estaban las columnas en pie, pero el techo había desaparecido. Don Germán, que tenía instinto artístico, no quiso restaurar ninguna de las ruinas que la pesadumbre del tiempo había causado en las construcciones de los frailes y todos los hombres de gusto se lo aplaudían. Los restos de la abadía, de la iglesia, de los cenadores y los muros estaban cubiertos de maleza y exhalaban la dulce melancolía de las cosas pasadas. Para llegar a la isleta del cenador había un puente de piedra de fábrica suntuosa como todas las demás antiguas construcciones, pero igualmente deteriorado; el piso, formado por grandes bloques de granito, alguno de los cuales se había desprendido. En torno de la derruida columnata crecían algunas acacias y todo lo demás invadido por la yerba y la maleza.

Formaba extraño contraste la gran mesa adornada al gusto moderno, la vajilla resplandeciente, los criados de frac, con la tristeza y desolación de aquellas ruinas. Núñez lo encontró original en alto grado y felicitó calurosamente a Elena por más que no había partido de ésta la idea. Sentáronse a la mesa a más de la familia, de Tristán y Núñez, Cirilo y Visita, el marquesito del Lago, su hermana la condesa de Peñarrubia que se hallaba pasando unos días en el Escorial con su madre, Escudero y su hija Araceli, Narciso Luna, muy popular en el mundo elegante y disipado de Madrid, amigo íntimo de la condesa de Peñarrubia, Gonzalito Ruiz Díaz, primogénito de los duques del Real-Saludo que pertenecían también a la colonia veraniega del Escorial y habitaban en un suntuoso hotel de su propiedad, dos hermanas de éste amigas de Clara y de la edad de ella aproximadamente, el farmacéutico Vilches, primo hermano de Elena, con su señora, el paisano Barragán y otros pocos invitados más hasta el número de treinta.

El gasto de la conversación hiciéronlo Tristán, Gustavo Núñez, la condesa de Peñarrubia y Narciso Luna. Los tres últimos se conocían y se trataban íntimamente, y Gustavo y Narciso se tuteaban como socios asiduos de la Peña. Aquél era ingenioso y culto como ya sabemos; éste un hombre vulgar que suplía a menudo el ingenio con la desvergüenza. Imposible saber los años que tenía: lo mismo podía ser un joven de treinta años envejecido que un anciano de sesenta remozado: el rostro bastante arrugado, pero ninguna cana en la barba ni en los cabellos, de suerte que a primera vista hacía el efecto de llevarlos teñidos; la voz tomada y el aspecto crapuloso.

—Hace un sin fin de tiempo que no veo ningún cuadro de usted, Núñez—dijo la condesa de Peñarrubia dirigiéndose al laureado pintor.

—¡Oh cielos! ¿También usted, condesa?—exclamó aquél con aspaviento cómico de susto.

—¿Qué quiere usted decir?—replicó sonriente la dama.

—Quiero decir que me pareció usted una persona segura tratándose de ese género de terribles inquisiciones... Pero veo que no lo es usted... La pregunta que acaba de hacerme es mi sombra negra, es mi castigo. No voy a ninguna parte que no resuene en mis oídos... Salgo de casa por la mañana, doy unos cuantos pasos y me encuentro con un señor mi conocido que me estrecha la mano efusivamente. Al cabo de un instante se echa un poco hacia atrás y exclama con acento rudo y campechano:—¡Hombre, hace muchísimo tiempo que no veo ningún cuadro de usted!—El año pasado pinté uno para la Exposición de Bellas Artes—contesto.—¿Y desde el año pasado no ha pintado usted ningún otro?—No, señor.—Pero lo estará usted pintando.—Tampoco... La fisonomía de aquel señor, mi conocido, se contrae; sus ojos adquieren una expresión severa que me infunde tristeza y pavor.—¿Y entonces qué se hace usted?—No sé qué responder, vacilo y tiemblo.

La condesa soltó una carcajada, dejando ver el oro de algunos de sus dientes empastados.

—Me arrepiento y pido perdón humildemente. Tiene usted razón; no hay nada más estúpido que fiscalizar el trabajo de los artistas. Alegrémonos del resultado de sus esfuerzos cuando nos lo ofrecen y no les persigamos con nuestras prisas.

La de Peñarrubia frisaba ya, como sabemos, en los cuarenta. Fisonomía bastante ajada, aunque no desprovista de belleza; pintado el rostro y teñidos de rubio los cabellos.

—El predominio de las ideas utilitarias en nuestra sociedad—dijo Tristán—, la fiebre de progreso, el interés social sustituido a la felicidad individual tiende a convertir el hombre en máquina. Una vez determinada su función en virtud de la división del trabajo se le exige un esfuerzo sin tregua. El industrial debe ocuparse noche y día en la fabricación de sus productos, el militar no debe perder de vista jamás la espada, el abogado no debe pasar un día sin pronunciar su discurso, el minero allá en su pozo arrancará noche y día el metal del seno de la tierra y el poeta en su gabinete compondrá desde que Dios amanezca odas, elegías y epitalamios.

—Pero amigo Tristán—repuso la condesa—, he oído decir que el que trabaja es el único hombre feliz.

—Cierto; eso es lo que se dice. En la imposibilidad de emanciparse del trabajo los hombres han convenido de algún tiempo a esta parte en que no es una pena, como se dice en la Biblia, sino un goce. Y razonan del modo siguiente: «Si no trabajásemos nos aburriríamos. Luego el trabajo no es una maldición, sino una bendición.» La conclusión no es legítima, como a primera vista se observa. Lo único que se puede afirmar es que el aburrimiento significa para nosotros una pena mayor que la del trabajo.

—Pues yo no me aburro jamás sino cuando estoy acatarrado y el médico me obliga a sudar en la cama—dijo Narciso Luna: y la frase fue celebrada por su amiga la de Peñarrubia.

—Llámese usted un hombre excepcional—dijo Tristán dirigiéndole una mirada de desdén—, porque la vida, para la casi totalidad de los humanos, oscila siempre entre la pena y el aburrimiento. Cuando no nos domina el tedio nos hallamos en plena catástrofe.

—Con tu permiso, querido Tristán—manifestó Núñez—, para mí el mundo es una comedia muy interesante. El único defecto que la encuentro es que decae un poco al final... del espectador.

—Para entonces también hay ciertos recursos—apuntó Narciso Luna dirigiendo una mirada amorosa a la condesa.—Mientras uno es joven una mujer de veinticinco años le hace feliz. Cuando lleguemos a viejos acaso una botella de Jerez de igual edad nos haga el mismo efecto.

—Pero oye tú—dijo una de las chicas del Real-Saludo al oído de su hermana—, ¿Narciso Luna es joven?

—Naturalmente—respondió la otra—. ¿No has oído que Marcela Peñarrubia tiene veinticinco años?

A las dos les acometió una risa tan loca que los ojos de todos se volvieron hacia ellas. La de Peñarrubia, que sospechó que ella era la causa, les clavó una larga y fría mirada. Pero las chicas no podían reprimirse... ¡no podían...! ¡vamos, que no podían!

—Pues yo, con tu permiso también, querido Gustavo—manifestó Tristán adoptando el mismo tono jocoso—, no pienso que la vida sea una comedia interesante. Me parece que es o una tragedia espeluznante o un sainete no siempre gracioso. En el primer caso debemos retirarnos temprano del teatro. Las emociones fuertes turban la digestión. En el segundo debemos esforzarnos por reír... siquiera para no perder el dinero de la localidad.

—¿Y nuestro anfitrión, el hombre cuya unión feliz celebramos hoy, qué piensa de la vida?—dijo la de Peñarrubia dirigiéndose a Reynoso.

—Como he tenido que luchar con ella casi desde niño la respeto y la honro como hacen los viejos combatientes. En general sólo hablan mal de la vida aquellos a quienes se les muestra amiga desde los comienzos de su carrera. ¿Será que los hombres nacemos todos con un hueco destinado a los disgustos y que cuando se vacia no sosegamos hasta que logramos otra vez llenarlo? No lo sé, pero estoy persuadido de que apenas hay ningún hombre a quien Dios no haya proporcionado en algún momento de su vida los medios necesarios para una existencia segura y tranquila, pero son muy pocos los que saben aprovecharlos. Nos entregan los vientos encerrados en un odre como el rey Eolo a Ulises: pudiéramos caminar por la vida sin fuertes tropiezos y llegar a la muerte sin graves desazones; pero nuestro egoísmo, nuestra imprudencia o nuestra curiosidad nos excita a desatar el odre. Entonces los vientos se precipitan fuera y nos arrastran al través de mil desgracias y conflictos.

Tristán se creyó aludido por estas palabras, y poniéndose serio, dijo con seguridad impertinente:

—Todos los hombres de espíritu elevado llevan dentro de sí un gran fondo de melancolía. Las circunstancias hacen que este fondo se manifieste de un modo o de otro. Cuando el hombre tropieza con serios obstáculos, la envidia, la calumnia, la hipocresía o la miseria, se ostenta de un modo violento y trágico unas veces, otras de suave resignación o de amarga ironía. Cuando por un conjunto de circunstancias felices no tropieza en su vida con obstáculos serios este fondo no se produce y de ahí que se crea que no existe. Es un error. Existe siempre, porque esta melancolía es la medula misma de la existencia.

—En buen hora que sean melancólicos los hombres de espíritu elevado—dijo Reynoso—y que la alegría sea patrimonio de los que no alcanzamos ciertas alturas. Pero creo que tenemos derecho a pedirles que no turben con su hipocondría nuestra vulgar existencia, que no nos agüen la fiesta.

Aunque pronunciadas estas palabras en tono jocoso, Elena, que conocía bien a su marido, descubrió en la inflexión de la voz un poco de cólera. En efecto, don Germán estaba enterado de la escena de Tristán con su amigo y pariente Cirilo. Visita se la había contado en secreto a Elena y ésta también en secreto a él. Con tal motivo nuestro caballero empezó a sentirse inquieto por la suerte de su hermana. Si no fuera por el amor entrañable, frenético, que ésta profesaba a su prometido quizá hubiera pensado en desbaratar su unión. Elena se apresuró a cortar la conversación.

—¡Ea, basta de filosofías!—exclamó con acento mimoso—. Yo soy la obsequiada en este día y nadie se ocupa de mí para nada. Si no fuese por Núñez, creo que me hubiera muerto ya de hambre y de sed.

El pintor, que como nuevo huésped se sentaba en el puesto de honor a su derecha, la envolvió efectivamente en una red de atenciones delicadas. No tardó en pasar a las galanterías. Antes de terminarse el almuerzo le estaba haciendo la corte descaradamente. Pero con todo eso atendía a la plática y no perdía la ocasión de mostrarse ingenioso, incisivo y dominar a los demás por su donaire. Abandonada la filosofía, se había entrado en el terreno de las personalidades. Se trajo a cuento los defectos, las manías y ridiculeces de las personas conocidas de la alta sociedad. Núñez supo excitar la risa a su costa de tal manera unas veces, otras meter el bisturí tan adentro en las carnes de los desgraciados ausentes, que aparecían sus pobres entrañas palpitantes a la vista de los regocijados comensales.

Clara estaba horrorizada de aquella murmuración insolente, de tanta hiel y tanta injuria. Hubo un instante en que no pudo más y encarándose repentinamente con el pintor le dijo sonriendo, pero en tono resuelto:

—Señor Núñez, hace ya bastante tiempo que se está usted cebando en los defectos de los otros, de los que están ausentes. ¿Acaso los que estamos aquí no tenemos ninguno? ¿Por qué no los saca usted a relucir y los castiga con la gracia que le caracteriza? Eso estaría mejor hecho.

Núñez quedó suspenso y acortado ante aquel exabrupto, pero reponiéndose instantáneamente replicó:

—Porque eso, señorita, sería una insolencia.

—¿Y el burlarse de los que están ausentes qué es?—replicó Clara.

—Lo que usted quiera. Me entrego a las severas pero bellas manos de usted y sólo le pido que no me haga demasiado daño—dijo Núñez con galantería un poco irónica.

Tristán, que se hallaba sentado al lado de su prometida, la reprendió por lo bajo aquella descortesía con un amigo suyo que por primera vez venía a la casa; pero ella, tan dócil generalmente a sus observaciones y hasta a sus reprensiones, esta vez se mantuvo firme. De todos modos, la píldora hizo su efecto: cortose la murmuración y se habló de asuntos más inocentes.

A los postres llegaron algunas otras personas del Escorial y de la colonia de Madrid, entre éstas los duques del Real-Saludo y la marquesa viuda del Lago. Era ésta una anciana de elevada estatura, los cabellos enteramente blancos, la faz dolorida y los ojos imponentes, que sólo adquirían una expresión dulce cuando se posaban sobre su niño (que así llamaba siempre al joven marqués).

A este niño obeso, a este botón de oro (como también solía llamarle su mamá) le estaba moviendo terrible guerra otro niño también rubio y hermoso, el dios Cupido, por mediación de los preciosos ojos de la hija de Escudero. Había acudido ésta a la fiesta con su padre. Doña Eugenia no había podido venir por hallarse un poco indispuesta. No tendría nada de extraño que esto fuese una disculpa y que el motivo real estuviera en su invencible temor al contagio, porque nunca le habían satisfecho las aptitudes antisépticas de los señores de Reynoso. Las aspiraciones heráldicas de Araceli hallaron inmediatamente digno objetivo en la persona del joven marqués. Araceli le dirigía las miradas más incendiarias y explosivas de su variado repertorio, le adulaba, le mimaba, le aturdía con el ruido de su charla insinuante, hacía, en suma, esfuerzos prodigiosos por acapararle y hacerle suyo con exclusión del resto de la sociedad. Pero el joven marqués no entendía lo que aquello significaba, se aburría, y más de una vez se le escapó para preguntar a Narciso Luna si no pensaba ir este año a Álava a cazar codornices y si éstas eran tan gordas como las de Castilla, o bien se acercaba a Clara para decirle que dentro de algunos días esperaba de Londres la carabina que tenía encargada y que era una maravilla, al decir del amigo que allí se la había comprado. Y en cada una de estas escapatorias se espaciaba más de la cuenta, y Araceli no podía reprimir su impaciencia y daba con el piececito en el suelo y clavaba miradas iracundas en los interlocutores, y al fin se veía necesitada a acercarse ella también y, como los toreros, echarle de nuevo el capote y sacarle del sitio con una larga que no siempre daba resultados.

Las últimas escapatorias más que a ella molestaban aún a Tristán. No podía ver al marquesito hablar con su novia sin sentirse acometido de un furor ciego, irracional. Irracional, sí, porque no existía motivo alguno para temer ni para sospechar que aquel niño pensase en sustituirle. Existía en el fondo, no hay que dudarlo, un acuerdo entre las naturalezas de ambos. Aquellos dos cuerpos vigorosos, aquellas dos almas quietas, inocentes, debían comprenderse: esto lo advertía Tristán: de ahí sus recelos, transformados presto en negras visiones por su imaginación inquieta.

Tomado el café la sociedad juvenil se derramó por la finca. Los viejos y las personas serias permanecieron sentados en torno de la mesa. Cerca de la pequeña charca estaba la gran charca que se comunicaba con ella. Merecía el nombre de laguna, si no de lago, pues no mediría menos de un kilómetro de largo por medio de ancho. Estaba circundada por pequeñas lomas cubiertas de jara y maleza, donde se albergaban las aves acuáticas, emigradoras, que al cruzar de Norte a Sur o de Sur a Norte descendían allí para reposarse y para ser tiroteadas por la gentil hermana de Reynoso. Había comprado éste dos esquifes para surcarla y pescar cuando le acomodase. A ellos se lanzaron los jóvenes con alegría y hubo risas y choques y sustos, y si no hubo más que un remojón (el de un señorito indígena que trató de lucirse a la salud de una de las niñas del Real-Saludo y cayó al agua) fue porque Dios no quiso.

Mas al poco rato surgió entre la bulliciosa juventud el proyecto de trasladarse al pueblo, hacer una excursión en borrico por los jardines de la Herrería, salvar la pequeña sierra que los separa de Zarzalejo y regresar desde este punto en el tren de las siete y media. No es posible afirmar de un modo terminante de quién partió tan salvadora idea, aunque no es aventurado el pensar que brotó en el cerebro malicioso de algún joven madrileño de los que gustan pescar, no en laguna tranquila, sino en río revuelto. Porque este género de excursiones es venero inagotable de riqueza para los mocitos aprovechados. Pero es indudable que fue acogida con entusiasmo y llevada a la práctica con energía y celeridad pocas veces vistas. Enviose aviso al pueblo para que allí les esperase una razonable cantidad de borriquitos, y en los coches de la casa y en los que habían traído las personas que últimamente habían acudido se trasladó no mucho después la dorada juventud a la gran plaza que hay delante del Monasterio, punto inicial de la correría.

Elena quiso quedarse con las personas serias, pero su marido, que conocía y adoraba su naturaleza infantil, la instó para que formase parte de los excursionistas. Al mismo tiempo dio orden para que los criados llevasen algunas vituallas para merendar. A todo atendía la previsión eficaz y la cortesía llana y tranquila de aquel hombre respetable. Clara, entusiasta de los ejercicios físicos y muy especialmente de la equitación, insinuó a Tristán la idea de hacer el viaje a caballo. Aceptó aquél, porque había aprendido este arte aunque no lo practicaba mucho. Se puso ella un lindo traje de amazona y montó en su caballo favorito, una jaca viva y revoltosa de miembros finos y ojo ardiente. ¡Oh, qué gozoso espectáculo ver a aquella apuesta joven brincar sobre ella, revolverla, agitarla, lanzarla, contenerla, ponerla furiosa y calmarla a su talante!

—¡Lo dicho, Tristán!—le gritó Núñez desde el landau abierto en que iba—. No riñas nunca con Clara, porque preveo tu desaparición del número de los cuerpos sólidos.

La joven sonrió dirigiendo una suave mirada amorosa a su prometido. Su fisonomía, tan dulce, tan humilde, tan plácida, formaba contraste singular con la figura arrogante y poderosa que el cielo la había asignado.

Delante del Monasterio se les reunieron otros jóvenes de ambos sexos que quisieron compartir con ellos los goces del paseo. Dejaron el pueblo y entraron en los famosos y reales jardines, riendo, zumbando, chillando como un bando de pájaros grandes que puso en suspensión y miedo a los otros chicos que cantaban entre la fronda de los árboles. Pero el ave guiadora, la abeja reina de aquel bando o enjambre era la esposa de Reynoso. ¡Cuánto rió, cuánto chilló, cuántas travesuras hizo aquella linda criatura! Gustavo Núñez no se apartaba de ella, sirviéndola de espolique y fiel escudero, porque caminaba a pie como la mayoría de los hombres, mientras las damas iban sentadas sobre los clásicos borriquitos. Con audacia creciente el pintor cambiaba con ella palabras y bromas no siempre respetuosas; la galanteaba y la requebraba abiertamente, aunque disfrazando su insolencia con la burlona excentricidad de que hacía gala. Elena, como un niño en asueto, marchaba tan alegre, tan aturdida con la algazara, con sus propios gritos y graciosas salidas, que no se daba cuenta apenas del galanteo de que era objeto. Considerábalo como una de tantas bromas a propósito para aumentar el regocijo de aquel viaje.

La hija de Escudero, persuadida al cabo de que al marquesito del Lago se le paseaba el alma por el cuerpo y que no era más que un hermoso pedazo de carne, enderezó sus tiros al primogénito de los duques del Real-Saludo, Gonzalito. Este no era un pedazo de carne, sino más bien de hueso. Unos decían que se hallaba en segundo grado de tisis, otros que en tercero, y había también quien sostenía que sólo se hallaba en primero. De todos modos, nadie dejaba de asignarle alguno de estos grados confortables. Era un ser apacible y transparente o por lo menos traslúcido, como si estuviera fabricado de porcelana de Sevres, que vivía, sonreía y tosía. Araceli procuró acercar su borriquito al que él montaba y no tardó en trabar animada conversación, todo lo animada que permitía la extrema languidez de tan interesante joven. Como la mayor parte de los seres débiles era Gonzalito Ruiz Díaz muy sensible al calor y al frío, lo mismo en lo físico que en lo moral. Una atención afectuosa le impresionaba y le conmovía; un pequeño desaire le martirizaba. Por eso acogió con gratitud las muestras de cariñoso interés que Araceli empezó a darle.

—Gonzalo, tenga usted cuidado con esa ramita que le va a dar en la cara. No vaya usted tan a la orilla que ese animal puede resbalar y caer en la cuneta. ¿Ve usted qué aire se ha levantado? ¿Por qué no alza usted el cuello de la americana?

En poco tiempo la hija de Escudero ganó la confianza del primogénito del Real-Saludo. No se pasó mucho más sin que hiciese su conquista.

Al llegar a la falda de las colinas que separan los jardines reales de Zarzalejo y la vía férrea hay una fuente en paraje apacible y deleitoso. Allí echó pie a tierra la caravana y se dispuso a descansar un rato y luego a restaurarse con el contenido de las fiambreras. La juventud se diseminó por los alrededores, que eran amenísimos, principalmente siguiendo el cauce del arroyo que surtía la fuente, todo sombreado de sauces y olmos.

Clara se prendió su larga falda de amazona y se internó con Tristán por los bosquetes recogiendo florecitas silvestres y charlando de su casa y de sus proyectos. No tardó en seguirles y unirse a ellos el marquesito del Lago. Este pobre chico parecía estar dotado del don de la importunidad, al menos en lo tocante a sus relaciones con los novios. A Tristán le supo malísimamente aquella reunión y apenas pudo disimular su disgusto. Clara, que se daba cuenta de ello, tampoco pudo menos de turbarse y ponerse un poco encarnada. Siguieron el paseo hablando poco y deteniéndose a cortar las florecillas más vistosas para hacer un bouquet. El marquesito se entusiasmó en la busca y corría de un lado a otro, saltando las zanjas y los arroyos, trepaba por las escarpas y se pinchaba en los setos, fatigándose por traer alguna florecita rara y vistosa.

—No se moleste más, Nanín, ya tengo bastantes—dijo Clara.

Nanín era el diminutivo de Fernando, con que nombraban cariñosamente al joven marqués la familia y los amigos íntimos. Este diminutivo en los labios de su prometida hacía daño a Tristán. Había estado muchas veces a punto de decírselo; pero sólo ahora a impulsos del desabrimiento que experimentaba se arrojó a hacerlo.

—¿Por qué le llamas Nanín?—le dijo con aspereza en voz baja.—Llámale marqués o Fernando, pues que no es tu pariente ni tu amigo íntimo.

Clara le miró con asombro unos instantes y luego se encogió de hombros.

El marquesito vino gozoso a traerle una linda flor de un azul muy vivo.

—¡Esta sí que es hermosa! Hasta ahora no he hallado otra mejor.

Clara tomó la flor, pero en cuanto el marquesito volvió la espalda para ir en busca de otras, Tristán se apoderó de ella y la dejó caer al suelo. Vino poco después Nanín con una nueva y la entregó a Clara con igual alegría, pero Tristán volvió a apoderarse de ella y, haciéndose el distraído, la arrojó otra vez al suelo. Cuando al cabo de algunos instantes llegó por tercera vez el marqués con una nueva ofrenda, no pudo menos de advertir que sus lindas flores azules no estaban en las manos de Clara. Entonces, sin darse cuenta cabal de lo que aquello significaba, pero entendiendo vagamente, quedó un instante suspenso con sus grandes ojos azules muy abiertos. Y ya no volvió a coger más flores.

Mientras tanto la condesa de Peñarrubia, sentada cerca de la fuente, hacía las delicias de los excursionistas recitando con alta declamación La siesta, de Zorrilla. Desde niña había adquirido fama de decir muy bien los versos. En los salones suele haber señoras que cantan, y se las aplaude; las hay que tocan el arpa, y a éstas también se las aplaude, aunque no tanto; otras, por fin, bailan sevillanas, y éstas son, en realidad, las que más entusiasmo inspiran y consiguen arrastrar los corazones masculinos. Marcela Peñarrubia no pertenecía a ninguna de las tres categorías. Su esfera de dominación no salía del noble recinto de la poesía. Sus aristocráticas amigas sabían que nada lograba halagarla más que pedirle el recitado de alguna composición romántica y se lo pedían por darle gusto, aunque ellas no lo sintiesen muy vivo. Cómo arraigaran tales aficiones románticas en una mujer que arrastraba una vida prosaica con ribetes de escandalosa, entre aprietos y trampas, en relación constante con las prenderas y las casas de préstamos, es lo que cuesta trabajo explicar. Pero suelen ofrecerse en el mundo estos singulares contrastes: basta recordar que durante la revolución francesa, cuando funcionaba la guillotina sin descanso, se representaban en los teatros de París los más suaves y tiernos idilios. De todos modos, si la condesa de Peñarrubia tuviese una voz mejor timbrada y no la ahuecase, si declamase con menos énfasis y le quitasen el acento extremeño, no hay que dudar que sería una notable recitadora de versos.

Elena había comenzado a impacientarse por el galanteo asiduo de Gustavo Núñez. Durante la merienda y en ocasión en que el pintor estaba sentado a sus pies sirviéndole con rendido alarde había sorprendido entre las dos niñas del Real-Saludo una mirada muy maliciosa seguida de una risa más maliciosa aún. Quedose seria y mal impresionada y levantándose bruscamente se reunió a otras personas. Poco después le acometieron deseos de espaciarse por el campo y sin ser notada se apartó de los excursionistas y se introdujo por el bosque adelante. Aunque la tarde era calurosa, entre la espesura de aquella selva umbría se gozaba un fresco delicioso. La naturaleza ejerció presto su influencia sedante. No tardó en recobrar aquélla su inagotable alegría que tanto realzaba el brillo divino de sus ojos.

Unos cabellos más dorados, unos dientes más menudos, unos ojos más picarescos, un talle más esbelto, unos pies mejor torneados no se habían presentado jamás en aquellos parajes solitarios. El bosque se estremeció de júbilo, las flores se dieron prisa a exhalar de una vez sus aromas más delicados, los pájaros agitados por tan celeste aparición se deshacían en trinos y gorjeos sin perderla de vista, los árboles inclinaban paternalmente su cabeza venerable en señal de aprobación.

Elena marchaba sonriendo a las flores, a los árboles, a los pájaros, sonriéndose a sí misma que era más bella que todas estas cosas. Ahora se detenía un instante, recogía del suelo una florecita, la tocaba, la examinaba atentamente, la llevaba a la boca (¡oh venturosa florecita!), ahora corría sobre el césped saltando como una cervatilla, ahora se quedaba repentinamente inmóvil con el oído atento a la canción de un pájaro que allá en lo alto de una rama al columbrarla y cerciorarse de que se había parado a escucharle, convulso, enfervorizado, agotaba todo el repertorio de sus arpegios y florituras en su honor. Pero he aquí que al salir de uno de estos éxtasis idílicos y ponerse de nuevo en marcha acierta a ver delante de sí... ¿Qué? ¿Qué es lo que había visto? ¿Por qué se pone pálida como la cera y deja escapar de su garganta un grito? Nada menos que la figura odiosa, espantable, bárbara del paisano Barragán. En cualquier paraje de la tierra el rostro de este hombre era muy apto para producir una impresión de espanto. En medio de un bosque solitario no hay para qué encarecer lo que haría. Elena no había podido acostumbrarse a mirarle y cuando necesitaba dirigirle la palabra lo hacía bajando los ojos o volviendo la cabeza. Todas las seguridades que su marido se complacía en darle acerca del carácter pacífico de aquel hombre se desvanecían en cuanto le miraba a la cara. Estaba íntimamente convencida de que un día u otro concluiría por asesinar a Germán o secuestrarla a ella.

Este hombre terrible ¡quién lo diría! se hallaba completamente abstraído recogiendo florecitas del suelo. Al oír el grito de Elena levantó la cabeza y en sus labios sinuosos y amoratados se dibujó una sonrisa feroz.

—¿Conque también se viene usted por aquí, Elenita? ¿Y no tiene usted miedo a las fieras?

La esposa de Reynoso quedó inmóvil, petrificada, sin poder responder una palabra. Hizo esfuerzos por sonreír, pero resultó una mueca.

—¡Oh! Aquí en estos bosques no hay peligro ninguno—prosiguió Barragán—. Pero si usted caminase por algunos de América ya podría usted ir con más cuidadito. A lo mejor salta el tigre o se tropieza con los bandidos...

Barragán al proferir estas palabras dio un paso hacia Elena. Esta se puso más pálida aún y sin saber lo que decía con voz alterada exclamó:

—¡Haga usted el favor!

—¿Qué? ¿La he asustado con mis palabras, verdad?—dijo sonriendo de nuevo más pavorosamente, sin presumir el pobre hombre que no eran sus palabras sino su rostro lo que la asustaba—. Aquí no hay peligro ninguno. Ni en estos sitios se crían fieras ni hay temor de bandidos. Está muy bien guardadito esto.

Y dio otro paso hacia ella. Elena volvió a exclamar con acento más afligido:

—¡Haga usted el favor!

Y volviendo repentinamente la cabeza se puso a gritar desesperadamente:

—¡Tristán! ¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

El buen Barragán quedó asustado de aquel susto y acercándose más exclamó con dulzura:

—¡No tenga usted miedo, Elenita! ¡Si estoy aquí yo! Además, esto está muy bien guardado.

—¡Clara! ¡Tristán! ¡Nanín!

—¡Pero, Elenita, si estoy aquí yo!

Felizmente para Barragán, no tanto para Elena, se presentó allí Gustavo Núñez que la había seguido los pasos. Recobró aquélla la calma y disimulando la causa de su turbación para no herir al amigo de su marido, contó que había visto un bicho negro y largo, así como una serpiente. Barragán y Núñez se pusieron a buscar, pero, es natural, no dieron con él.

Cuando de nuevo se unieron a los excursionistas, Elena, arrastrada por su humor alegre y travieso, hizo a Núñez la confianza de decirle la verdad. El pintor se desternillaba de risa y no dejó de hacer comentarios muy sabrosos, consiguiendo con ello ponerla de buen humor. En realidad, Barragán había logrado interesarle mucho desde que le viera. Decía que si pintase su retrato y lo presentara en la Exposición sería el éxito más grande de la temporada.

Pero se llegaba la hora de emprender nuevamente la marcha. Era necesario salvar aquellas colinas cubiertas de árboles, luego una pequeña sierra y llegar a Zarzalejo antes de las siete y media. Todo fue ruido, júbilo y algazara antes que las damas se acomodasen en sus borriquitos. Los jóvenes se apresuraron a ayudarlas; pero lo hicieron con tal ardor que no lograban más que asustarlas y ponerlas nerviosas. Hubo en tan memorable ocasión un verdadero derroche de rubor, de gritos, de risas maliciosas y de frases más o menos felices.

Gustavo Núñez, en su calidad de escudero de la señora de Reynoso, hizo lo posible por llenar a conciencia su cometido. Pero cuando la bella dama se hallaba ya sentada en su cabalgadura, tuvo el insolente la audacia increíble de pellizcarla una pierna. Elena, arrebatada de cólera, le dio un puntapié en el rostro con tal ímpetu que el pintor vaciló y estuvo a punto de caer. Se llevó la mano a la cara y se le declaró una violenta hemorragia por la nariz.

—¿Qué es eso? ¿qué es eso?—dijeron varios acudiendo en su auxilio.

—Nada, que al bajarme el borriquito de la señora alzó la cabeza y me dio un golpe en la nariz—tuvo la habilidad de decir.

Después fue a lavarse al arroyo y mientras los demás mostraban su disgusto con frases de compasión, él las hacía jocosas.

—No dirán ustedes ahora que en esta ocasión no ha llegado la sangre al río, porque ha llegado... o por lo menos al arroyo.

Mientras tanto Elena, con la hermosa frente fruncida y un poco pálida, le miraba aún con ojos centelleantes de ira. Gracias a que los demás estaban vueltos al pintor, no se observó su actitud que hubiera hecho sospechar la verdad.

A pesar de todo, Núñez, siempre audaz, quiso de nuevo acercarse a ella, pero se vio inmediatamente defraudado, porque la dama no volvió a separarse un instante de la condesa de Peñarrubia, con quien trabó conversación animada. Esta le había propuesto tutearse: entre jóvenes no hay nada más grato ni que inspire más confianza.

Por espacio de media hora caminaron entre árboles con todas las molestias y todos los goces que esto produce. Al cabo salieron al descubierto atravesando una sierra pelada. Algunos rebaños de cabras pastaban la poca yerba que crecía en las hendiduras de las peñas. Hicieron un alto, y algunos bebieron leche que los pastores ordeñaron a su vista. Poco después llegaron a lo más encumbrado, dando vista a Zarzalejo. Desde aquel sitio elevado se divisaba la gran llanura ondulante que se extiende delante del Escorial. Monte bajo, mieses, rocas peladas, todo formaba un conjunto armónico debajo del hermoso sol radiante que descendía ya majestuosamente escoltado de nubes rojas. Y en medio de aquella llanura la gran charca del Sotillo parecía una pequeña mancha de plata.

La bajada fue rápida. Llegaron a la estación de Zarzalejo poco antes de la hora señalada, pero aún el sol no se había puesto porque estábamos en los días más largos del año. Clara y Tristán sintieron deseo de proseguir el viaje a caballo y ganar el Sotillo al través de las trochas que surcan las llanuras. Estaban seguros de llegar allá antes que Elena. Consultaron con ésta el caso, y teniendo en cuenta lo próximo que se hallaba su matrimonio, la joven señora no tuvo inconveniente en darles permiso para hacerlo.

Llegó el tren. Un minuto de parada. Dejaron las cabalgaduras en poder de los mozos y se abalanzaron a los coches, produciendo disturbios y curiosidad en los viajeros que no contaban con la novedad de aquella numerosa caravana.

Gustavo Núñez, cada vez más terco e insolente, quiso sentarse al lado de Elena, pero no logró más que experimentar un claro y doloroso desaire. La joven se alzó instantáneamente de su asiento.

—A ver, Gonzalito, déjeme usted ese sitio; quiero estar al lado de Araceli.

El pintor se mordió los labios de coraje. Cuando pocos minutos después llegaron al Escorial estaban allí esperándolos Reynoso y casi todos los invitados que habían asistido a la fiesta. Los que habitaban en el pueblo se apearon del tren; los que vivían en Madrid se quedaron en él, uniéndose a ellos los que como Cirilo y Visita no habían participado de la excursión. Despedidas, besos, plácemes, risas, gritos y promesas. Silba la máquina. ¡Adiós, adiós!

Elena se agarró fuerte y afectadamente al brazo de su marido en cuanto se bajó del tren y no volvió a soltarlo. Gustavo Núñez asomado a la ventanilla les vio alejarse en esta forma para montar en el landau que les aguardaba. En los ojos expresivos del pintor se pintaban al mismo tiempo diversos sentimientos; la cólera, el deseo, la amenaza, la burla.

Mientras tanto Clara y Tristán caminaban en amor y compaña la vuelta del Sotillo a campo traviesa. Dejando los caballos al paso conversaban animadamente. A solas con su amada, Tristán recuperó la tranquilidad que la presencia del marquesito del Lago turbaba y se dejó arrastrar dulcemente a una alegría que muy contadas veces había disfrutado.

—¿Quieres que pongamos los caballos al trote?—dijo Clara que veía con cierta inquietud acercarse rápidamente el sol a la tierra.

—¿Para qué? Tiempo tendremos a galopar un poco cuando el sol se ponga—dijo él.

Y paseando sus ojos con admiración y arrobo por la campiña exclamó con acento recogido:

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso está esto! ¡Qué deliciosa naturaleza!

Atravesaban en aquel instante por un extenso sembrado. Los trigos comenzaban a amarillear. Soplaba sobre ellos la brisa fresca del Norte que pasaba estremeciéndolos con leve, fugaz escalofrío, inclinándolos suavemente bajo la llama del sol. Parecían un mar ondulante con transparencias verdes del cual partía vago rumor de sederías que se despliegan. Y entre estas olas verdes hería los ojos el brillo sangriento de alguna amapola o la nota delicada de los azules chupamieles. Las figuras de algunos labriegos que atravesaban las trochas se destacaban con admirable pureza. Por entre los trigos corría un perro de caza del cual se divisaba solamente su cola, agitada con movimiento vertiginoso; alguna vez aparecía su cabecita de color canela. El sol moribundo, con resplandores rojizos, esparcía sus rayos oblicuos por las eras. El Guadarrama sin relieve alguno parecía una larga mancha violácea pintada con difumino sobre un fondo lechoso. Un pastor a lo lejos clavaba las estacas del redil. Se escuchaban los golpes amortiguados por la distancia. Allá en lo alto del cielo un pájaro se cernía batiendo las alas con celeridad unas veces, otras permaneciendo inmóvil con ellas extendidas.

—¡Cuánto me alegro de haber venido por estos sitios! ¡Me encuentro tan bien!

Clara le miraba con ojos brillantes de satisfacción.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadas aquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas, amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestres asomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como un gigante que durmiese oculto entre ellas.

Se aproximaba el crepúsculo. La tierra exhalaba con calma su aliento perfumado preparándose a dormir. Del cielo bajaba un silencio grave, solemne, que sólo interrumpía la sonoridad de sus pasos, el leve resoplido de los caballos. Los cascos de éstos al pisar las yerbas aromáticas, la mejorana, el hinojo, la yerbabuena, el romero, alzaban vapores penetrantes que les embriagaban produciéndoles un vértigo feliz.

—¿No quieres que corramos un poco, Tristán?

—No, déjame gozar de esta hora dichosa. La naturaleza aquí no tiene más que algunos momentos en ciertos días del año, pero estos momentos son tan dulces, son tan espléndidos, que dudo haya nada sobre el planeta que los supere. Mira ese cielo que aquí parece un rubí y allí una amatista transparentes, mira esa llanura tan caprichosamente manchada con todos los matices del verde y del gualdo, mira la masa informe de esa sierra envuelta en neblina azulada. ¿No respiras esa oleada de perfumes penetrantes que oprime las sienes, que corre hacia el corazón anegándolo en una languidez de felicidad inefable...? Escucha. Allá a lo lejos suena el canto del cuco. No tardará en comenzar el ruiseñor.

Clara sonreía viéndole feliz. Pocas veces le había oído aplaudir con tal entusiasmo ni aun a la misma naturaleza.

Al llegar cerca del Sotillo el terreno descendía formando una cañada por donde saltaba el torrente que surtía de aguas las charcas de aquella finca. Antes de salvarlo por un puentecillo de madera, Tristán propuso apearse y descansar un poco. Clara se resistió débilmente; era ya tarde; deseaba llegar a casa antes que regresasen de la estación sus hermanos. Pero cedió al fin por complacerle.

—¿Un ratito nada más, verdad? Cinco minutos echando por largo.

El agua bajaba brincando entre rocas manchadas de musgo. El lecho rocoso era demasiado grande para tan pequeño arroyo; pero en los meses de invierno cuando venía rugiente, amenazador, no bastaba a encauzarlo. Sus orillas en fuerte declive estaban tapizadas de tan menudo césped que parecían una colcha de terciopelo verde. Sombreábalo por entrambos lados un macizo de mimbreras y sauces, bardagueras y chopos.

Allí se sentaron dejando los caballos amarrados. Tristán se mostraba por momentos más tranquilo, más feliz y más tierno.

—No sé lo que me pasa, Clara mía—murmuraba reclinado a sus pies y contemplándola con embeleso—, pero me hallo distinto de lo que hace unos momentos era, distinto de lo que he sido toda la vida. Me siento inquieto, pero es una inquietud deliciosa, muy lejana de esa otra dolorosa y amarga que tantas veces me acomete; es una inquietud que corre por mis venas como un bálsamo, que me oprime el corazón dulcemente y me hace dichoso. Estos árboles, este césped, estas flores, este sol tienen la culpa... Pero sobre todo son tus ojos, Clara, son tus ojos tan brillantes, tan nobles, tan serenos los que me arrancan de las tristezas de la tierra para trasportarme al cielo.

—¿Estás contento de ser mío dentro de poco?—preguntó ella inclinando suavemente su cabeza.

—Tanto, que el tiempo que falta quisiera pasarlo dormido.

—Yo no; yo quiero estar despierta y sentir los pasos del tiempo. Quiero ver mi equipo, tocarlo, guardarlo, quiero ver mi blanco traje de novia, quiero pensar en mis zapatos, en mis camisas, en mis gorros, quiero sacar de su estuche las joyas, quiero recibir los regalos que me envíen las amigas. Vosotros los hombres no sabéis lo que pasa por nuestro corazón en este tiempo.

—Quisiera dormirme, sí, quisiera despertar en tus brazos y que infundieses de una vez en mi alma ese sosiego adorable que se escapa de tu rostro, que hicieses correr por mis venas esa frescura virginal en que se baña tu pura naturaleza, que soplases en mi corazón el aliento de tu caridad inagotable. Aborrezco a los hombres y quisiera amarlos, quisiera amarlos como me amo a mí mismo cuando tú me miras, Clara de mi alma. Aquí dentro hay algo bueno, algo santo, pero el sagrario en que se encierra no está guardado por ángeles, sino por diablos.

—No temas, Tristán—profirió la joven sorprendida y enternecida por aquellas palabras—, no temas; yo no soy un ángel, pero sabré guardar y respetar los sentimientos nobles de tu corazón. Esos diablos no podrán nada contra la fuerza de mis manos.

Tristán tomó una de ellas entre las suyas, una bella mano fría, tersa, maciza, de virgen amazona y la llevó con pasión a los labios.

—¡Vamos, vamos!—exclamó la joven haciendo ademán de alzarse—. Se va a caer la noche en un instante.

—Espera, déjame sentir el beso de adiós de ese sol que se está hundiendo.

El astro rey ocultaba ya la mitad de su disco en la llanura y enviaba uno a uno sus rayos de púrpura con sonrisa melancólica, colgándolos suavemente a las ramas de los árboles.

—¿Lo ves? Ya el sol se ha ido. ¡Vámonos, vámonos!

—Espera un instante; déjame escuchar la serenata de ese ruiseñor que canta encima de nosotros. Si yo tuviese su voz y su inspiración, hermosa mía, también pasaría la noche cantándote al oído el himno del amor.

—No aquí—dijo ella riendo y poniéndose en pie—, porque aquí no te escucharía.

—¡Un instante, un instante nada más! Gocemos el encanto de esta hora fugitiva, retengámosla por los cabellos, dejemos que nos acaricie blandamente. ¡Quién sabe si en pos de esta tan dulce vendrán otras tétricas! Permite que la retenga un minuto más por su manto azul y flotante...

Y al decir esto, sujetaba la falda de su prometida.

—¡Arriba, Tristán, arriba!—replicó ella riendo.

—Pues ayúdame.

La joven le entregó sus manos. Mientras se apoyaba en ellas para alzarse, ¿qué iba a hacer Tristán sino besarlas con transporte? En efecto, fue lo que hizo.

Montaron de nuevo, pusieron los caballos al galope para salvar los tres kilómetros que aún restaban antes de llegar a casa.

Frescas por el corto descanso y mecidas por la dulce ilusión de alcanzar presto el pesebre, corrían las jacas sobre el campo con creciente brío sin ayuda de espuelas. Ellos, con el corazón henchido aún por la suavidad que aquellos instantes felices habían dejado en él, sonreían vagamente, aspiraban con deleite el aliento embalsamado del crepúsculo. Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas y placenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar.

Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en la madriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete, envolviéndolo.

—¡Tristán, Tristán!—gritó la joven arrojándose a tierra.

Pero Tristán no resollaba, había perdido el conocimiento y yacía debajo de la cabalgadura abrumado bajo el peso de ella.

Clara corrió a él y con un supremo esfuerzo logró arrancarlo de aquella situación. El caballo no quería moverse; debía de estar herido.

—¡Socorro! ¡socorro!—gritó desesperadamente.

Pero nadie había entonces por los contornos y sólo el campo y los pájaros oyeron sus gritos.

—¡Dios mío!—murmuró echando una mirada en torno.

Miró después a Tristán que parecía dormido, y no advirtió en su rostro señales de sangre; palpó sus brazos y sus piernas, pero no pudo cerciorarse si se había fracturado algún hueso; puso el oído a sus labios y notó que respiraba.

Era necesario echarle agua a la cara para hacerle volver en si, pero el agua estaba lejos. ¿Iría corriendo hacia casa hasta encontrar a alguna persona que le socorriese? Apenas brotó esta idea en su mente aturdida la desechó con horror. No, no podía dejar a su prometido solo y privado de sentido en medio del campo.

Sin embargo, al cabo de un instante, Tristán pareció volver en sí y dejó escapar un débil gemido.

—Tristán, Tristán, ¿cómo te sientes? ¿Tienes dolores?—le gritó sofocada por la emoción.

El joven se llevó la mano a un hombro.

—No te asustes... sólo aquí siento algún dolor—murmuró con aliento casi imperceptible.

—¿Quieres que nos quedemos esperando que alguien pase?

Tristán hizo un signo negativo con la cabeza.

—¿Voy a casa a buscar socorro? ¿Puedes quedar aquí?

Hizo un signo afirmativo.

Entonces la intrépida joven saltó con increíble energía sobre su jaca y la puso a un galope furioso. El animal, como si comprendiese lo que su ama exigía de él, devoró en cortos minutos la distancia.

Cuando llegó al Sotillo su hermano salía ya a su encuentro. El valeroso esfuerzo de la joven se disipó a su vista. Cayó en sus brazos sollozando y sólo pudo decir:

—¡Corred, corred! Tristán está herido más acá del puente de madera.

X - UNA NOCHE DE NOVIOS

Por fortuna la conmoción cerebral que Tristán padeció fue pasajera. Pero se vio que tenía el brazo derecho dislocado por la articulación del hombro. Los médicos del pueblo que fueron llamados por teléfono vinieron prontamente y le hicieron la reducción no sin agudos dolores. El enfermo quedó tranquilo, durmió y amaneció sin fiebre al día siguiente. Escudero, que avisado por telégrafo llegó en el primer tren de la mañana, viéndole en estado satisfactorio quiso llevárselo a Madrid. Reynoso se opuso enérgicamente. Tristán ya pertenecía a su familia de derecho; iba a ser su hermano próximamente y no saldría de casa sino enteramente curado.

No hay para qué encarecer el esmero afectuoso con que fue atendido y mimado en los pocos días que permaneció postrado. Todos querían hacerle compañía, todos querían agasajarle envolviéndole en una atmósfera tibia de vigilancia y amor. En cuanto a Clara se puede decir que no vivía más que para él.

Una tarde en que por haberse ausentado momentáneamente Elena quedaron solos los novios, Tristán aprovechó aquellos instantes para repetir a su amada la admiración y la gratitud de que estaba poseído. Después, quedando pensativo, dijo melancólicamente:

—¡Era yo tan feliz en aquel momento, Clara! Jamás había visto el cielo tan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma de las flores ni oí más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí mi cuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre es siempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo. La naturaleza se ríe de nuestro amor y nuestra admiración; es una madre loca que estrangula a su hijo cuando éste la besa.

—Desecha esas ideas lúgubres, Tristán. No vuelvas tanto los ojos hacia atrás. Ya que Dios ha permitido que salvaras de este peligro en que fácilmente pudiste perecer o quedar lisiado para siempre, es que consiente en hacerte feliz.

Tristán tomó la mano de su prometida, la apretó tiernamente y dijo sonriendo:

—La edad de oro, querida mía, se ha vuelto al cielo.

—Pero tu felicidad no se ha deshecho; sólo se ha interrumpido un instante... si es que me quieres como aseguras. Dentro de pocos días estarás sano... Yo te quiero mucho más que antes porque al verte caer comprendí de una vez hasta dónde habías entrado en mi corazón... Y mi hermano—añadió bajando los ojos y ruborizándose—quiere adelantar la fecha de nuestro matrimonio.

Los ojos de Tristán brillaron con alegría.

—¿Cómo...? ¿Es de veras?

—Eso me ha dicho ayer—respondió Clara dulcemente.

En efecto, Reynoso pensó que estando ya Tristán alojado en su propia casa razones de delicadeza le aconsejaban no demorar la boda hasta octubre y realizarla en cuanto fuera posible. Todos en la casa aplaudieron esta determinación, y Elena fue la primera en celebrarla con gritos de júbilo.

—¡A ver si se le quitan de una vez esos malditos celos!—le dijo al oído a su cuñada.

Tristán los sentía cada día más rabiosos del marquesito del Lago. Este chico, sin darse cuenta de ello, hacía lo posible por mantenerlos vivos; se juntaba a Clara en cuanto tenía ocasión y no sabía luego apartarse de ella. Era seguro que no hablaba más que de caza y lo que con ella se relacionase, pero el obcecado Tristán hallaba en estas conversaciones un sentido misterioso. Cuando el marquesito, por ejemplo, pedía noticias a Clara de las garzas, se imaginaba que el amor salía volando de sus palabras como salen estos graciosos animales de entre los juncos. No solamente, pues, por el cariño profundo que aquélla le inspiraba sino por verse libre de estos celos crueles que le mordían las entrañas experimentó viva satisfacción al saber la noticia.

Apresuráronse los preparativos de boda. En cuanto pudo levantarse se fue a Madrid, pero allí recibía todos los días la visita de Clara y Elena y las acompañaba a las tiendas para comprar lo que aún faltaba y para apremiar a las modistas, joyeros y maestras de confecciones. Él por su parte vigilaba los últimos trabajos realizados en el piso de la calle del Arenal. A última hora se les juntó un día Gustavo Núñez y entró con ellos en el Suizo a tomar un helado. La acogida que Elena le hizo fue desconcertante; pero el pintor tenía la cara dura, no se dio por enterado y tan bien se las arregló con su charla graciosa, insinuante, que al cabo logró hacerla sonreír. No tardó en tomar parte en la conversación y mostrarse como siempre locuaz, traviesa y un poco aturdida. A los pocos días volvieron a encontrarse y Elena mostró desde luego que había olvidado su atroz insolencia. Gustavo, arrepentido de ella, se presentaba respetuoso, amable, cordial, huyendo de toda galantería. Pero esto sólo era en la apariencia; su propósito firme y oculto era bloquear la plaza con todas las reglas del arte, hacer su corte con juicio y cautela. Tanta empleó que cuando las damas se despedían para montar en coche y trasladarse a casa se abstenía de estrechar su mano y sólo se la daba a Tristán. Con éste y otros rasgos de delicadeza logró presto volver a la gracia y a la confianza de la gentil señora de Reynoso.

Llegó por fin el día señalado, uno de los últimos de julio que amaneció como los antecedentes claro, sofocante, abrasador. La familia de Escudero había ido la noche anterior a dormir en casa de Reynoso. Tristán se trasladó por la mañana acompañado de Gustavo Núñez y el paisano Barragán.

Gran parte de la colonia veraniega y mucha también del vecindario quiso presenciar la ceremonia nupcial. Con este motivo rodaron los coches y hubo no poca confusión a las puertas del templo, que estaba adornado suntuosamente para el acto. La novia se presentó pálida y sonriente con su traje blanco y su corona de azahar, debajo de la cual saltaban juguetones los rizos de sus cabellos negros. Hubo mucha admiración para ella, pero también quedó algo para Tristán, cuya figura elegante despertó en los corazones femeninos una ola de incondicional aprobación. ¡Hermosa pareja! ¡Gentil pareja! Bendijo la unión un personaje eclesiástico de Madrid auditor del Tribunal de la Rota; hubo misa, órgano y orquesta.

Terminada la ceremonia y la misa Tristán se acercó a su amigo Núñez en la misma iglesia y le dijo:

—¿Sabes, Gustavo, que esa epístola de San Pablo que nos acaban de leer me parece un poco grosera?

Núñez soltó una carcajada discreta y exclamó poniéndole la mano sobre el hombro:

—Pero hombre, ¿hasta con San Pablo te has de meter? ¡Eres delicioso, Tristán!

Los novios regresaron con los padrinos en un coche. La comitiva se fue acomodando en otros, y a Núñez y Barragán les tocó venir juntos en una berlina. No era empresa llana y de gusto meterse solo en un coche con hombre de tan endiablado rostro como el paisano. Alguno había en la comitiva que hubiera preferido viajar con un lobo. Pero Núñez no sentía aprensión alguna: al contrario, había simpatizado mucho con él y le estudiaba atentamente, lo mismo en lo físico que en lo moral. Pero ahora hablaron poco en los comienzos. Barragán estaba preocupado y él también, aunque por muy diferente causa. La del primero era divina: la del segundo demasiado humana.

En efecto, el paisano Barragán se sintió acometido en el templo por un tropel de ideas metafísicas. Desde niño, en que se fuera a América, no había entrado en una iglesia más que el día en que se casó con la viuda, hacía ya bastantes años. En aquella sazón los afanes matrimoniales no permitieron el paso a los pensamientos ultramundanos que ahora soplaban lúgubremente por su cerebro vacío. Sumergido toda su vida en el golfo de los intereses materiales, trabajando, comerciando, lucrándose y no tratando más que con hombres que hacían lo mismo, no se le presentó nunca a la imaginación la idea de Dios, del alma y de la otra vida. Ahora, viejo ya, sereno, desocupado, se filtraron de rondón cuando menos podía esperarse en su espíritu financiero. Las luces, las vestiduras de los sacerdotes y sobre todo el órgano tuvieron de ello la culpa.

Al cabo de unos minutos de silencio dijo el paisano con voz sorda:

—Estaba pensando en la iglesia, señor Núñez, estaba pensando en que este asunto de la religión es cosa curiosa.

—¿Le parece a usted?—respondió Núñez completamente distraído.

—Mucho. Sería interesante saber si después de esta vida hay otra, como dicen... Pero, en realidad, debo confesarle a usted que aquellos vestidos dorados de los curas, aquel doblarse y levantarse, aquellas vueltas en redondo y aquel ir y venir de una punta a otra del altar estará muy bien, pero no me parece serio.

—Pues yo no lo encuentro nada risueño—afirmó el pintor con el mismo ensimismamiento.

—Pero vamos a ver, señor Núñez, ¿piensa usted que haya infierno?

—Realmente no he podido hasta ahora formar clara idea de él, porque si los condenados cuecen allí a fuego lento, como aseguran, no comprendo cómo al poco tiempo no se convierten en papilla y si se asan no se transforman en carbón... Pero, en cuanto al cielo, lo concibo admirablemente. Es un sitio encantado, con buenos restauranes, donde se almuerza siempre con ostras y champagne y donde los ángeles camareros no le presentan a uno la cuenta ni quieren recibir propina.

El paisano sonrió, pero poniéndose pronto serio exclamó como si se hablase a sí mismo:

—Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

—Acaso se haya hecho por sí mismo como el anís escarchado—replicó Núñez asomando la cabeza por la ventanilla para ver si divisaba el coche que conducía a Elena.

Hubo algunos minutos de silencio durante los cuales el cerebro de Barragán daba terribles vueltas en el piélago de lo insondable. Al cabo murmuró sordamente:

—De todos modos es curioso, ¡muy curioso! Yo daría cinco mil duros por saber si hay Dios o no hay Dios.

—Por mucho menos dinero se lo dirían a usted en Alemania, donde hay personas dedicadas a averiguar esas cosas. Y hasta me figuro que si llevase una carta del embajador le harían a usted una rebaja de un veinticinco por ciento.

El carruaje se detuvo al fin delante del hotel cerca de otros que habían descargado. Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciando la llegada de la comitiva.

—¿Con quién ha venido usted, Núñez?—le preguntó desde arriba.

—¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme!

—Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré—replicó ella un poco intrigada.

—No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo—dijo—Barragán.

Elena sacudió la cabeza riendo a carcajadas.

En el amplio comedor se habían colocado dos mesas a las cuales se sentaron más de cincuenta invitados. A los postres se desbordó un río de champagne y otro río aún más caudaloso de brindis en prosa y verso. Los desdichados novios quedaron por más de una hora sumergidos entre ellos. No faltó al cabo una mano caritativa que los sacó de aquel abismo. Los comensales se levantaron y se distribuyeron por los salones.

Reynoso se acercó a su cuñado, le pasó un brazo por la cintura y le llevó al hueco de un balcón.

—Dentro de un rato—le dijo—, cuando yo te haga seña, podéis bajar. El coche estará a la puerta enganchado. Montáis en él y os vais sin que nadie se entere... Y ahora, Tristán—añadió poniéndole una mano sobre el hombro—, sólo me resta que decirte una cosa. Te entrego a mi hermana, mejor dicho, te entrego a una hija adorada, pues eso ha sido para mi siempre la que hoy es tu esposa. Mi cariño y mi vigilancia han protegido sin descansar jamás su inocencia. No llevas una dama elegante, distinguida, espiritual para brillar en los salones, pero sí una esposa noble y tierna que te acompañará fielmente en la carrera de la vida, que compartirá tus penas y tus alegrías. La elevación de tu espíritu suplirá lo que haya de limitado en el suyo. Y si alguna vez te impacienta esta limitación, si una sombra de malestar se interpone entre vosotros, considera que es una pobre huérfana que ya no tiene a nadie más que a ti en el mundo: ten compasión de ella, sé generoso como un padre y Dios te lo pagará.

Tristán se sintió enternecido por aquellas palabras y dijo con efusión:

—Responderé a esa confianza con todo el amor de que es susceptible mi corazón. Velaré sobre Clara como si fuese un tesoro que me fuese encomendado, un tesoro de inocencia, de ternura y de nobleza que estoy muy lejos de merecer.

—Gracias, Tristán, gracias—repuso don Germán a su vez conmovido y apretándole la mano fuertemente—. Ya somos hermanos, y puesto que el parentesco ha borrado la diferencia de edad llamémonos de tú en adelante.

—Como tú quieras—dijo Tristán devolviéndole con creces su apretón—. No olvidaré jamás tu generoso proceder y que te debo la felicidad.

Se separaron. Aquella breve escena dejó en el corazón de Tristán una alegría suave, íntima que se advertía en su mirada. Mas era el sino de este joven que jamás pudiera perdurar en él la calma. En cuanto se mezcló a los invitados advirtió un grupo de señoritas que rodeaban al marquesito del Lago y con él parecían divertirse. Este muchacho, de excelente natural, dócil, modesto y respetuoso siempre, tenía el defecto de beber más de lo conveniente en todos los banquetes y festejos a que asistía. Se le había metido sin duda en la cabeza que era de rigor en tales casos. Y en cuanto tenía en el cuerpo algún vino de más perdía aquél su natural reservado y se transformaba en un charlatán insufrible. Unas cuantas jóvenes se complacían en burlarse de él haciéndole soltar un chorro de simplezas.

En cuanto el marquesito divisó a Tristán desde el centro del grupo en que se hallaba apartó a las damas bruscamente y se vino hacia él diciendo en voz alta:

—¡Aquí llega el novio! ¡Aquí está el hombre feliz...! Déjeme usted darle un abrazo (y le abrazó en efecto)... Me parece, amigo Aldama, que en este momento no le abrazo a usted solamente sino al matrimonio completo.

Aquella salida hizo reír a las damas. A Tristán le causó malísimo efecto.

—Usted es un sabio, amigo Aldama, y si yo hubiera adivinado que estudiando bien el latín y las matemáticas llegaría a casarme con una mujer tan guapa como la suya no hubiera sido tan zángano, me hubiera aplicado más.

—Aún está usted a tiempo—manifestó Tristán.

—¿Para casarme con su mujer?

Las damas rieron a carcajadas.

—¡Hombre, no!—replicó Tristán haciendo esfuerzos por reír también—. Eso ya no puede ser mientras yo esté vivo, pero aplicándose, y aun sin aplicarse, hallará usted una mujer más guapa.

—Usted me permitirá que le diga una cosa, amigo Aldama... ¿Verdad que me lo permitirá...? Pues bien, su novia es muy guapa, es guapísima..., yo no he encontrado nunca otra más guapa. ¿He dicho algo? ¿Eh, eh? ¿He dicho algo...?

El marquesito con la faz congestionada y los ojos un poco extraviados hacía guiños maliciosos y metía su cara por la de Tristán.

—Usted me permitirá que le diga otra cosa, ¿verdad que me lo permitirá...? Sí, sí, me lo permite usted... Pues bien, amigo Aldama, usted es muy sabio, tiene mucho talento, pero ¿qué falta le hace a ella el talento? ¿No le parece a usted?

—Yo no tengo talento, es usted demasiado amable—profirió Tristán visiblemente molesto ya.

—Sí, sí; lo tiene usted..., pero don Tristán, es usted demasiado tristón para ella... Esa niña merecía un marido más alegre..., así como yo, por ejemplo...

Tristán se puso pálido repentinamente. Las señoras, aunque no podían adivinar todo el efecto que tales palabras debían producir en el novio, comprendieron que aquel chico se estaba volviendo asaz insolente. Se apresuraron, pues, a cortar la conversación llevándolo consigo a otra parte. Tristán los miró alejarse inmóvil con la frente fruncida y los ojos cargados de cólera.

Mientras tanto Clara, vestida con un sencillo traje de viaje, hacía ya para él los últimos preparativos. Una de las doncellas se acercó a ella y le dijo:

—Ahí abajo está el tío Leandro con los pastores y los guardas que piden por favor que les permitan despedirse de la señorita.

—¡Ya lo creo que iré!—respondió Clara apresurándose a bajar a la gran cocina del sótano.

Allí estaban en efecto los pastores y dos guardas jurados con sus sombrerotes de fieltro en la mano. El tío Leandro, el hombre más grave y sentencioso de toda la comarca, estaba al frente de ellos y habló de esta manera:

—Perdone nuestra ama a estos probes que la hayan incomodao. Hacíasenos muy cuesta arriba no verla antes que se nos fuese para siempre a los Madriles y más entovía no decirle nuestros sentires. La señorita se va y nos deja... Pues hati cuenta que pa nosotros cayó la noche encima y que no amanece más. ¿Verdad, amigos...? Vosotros bien sabéis que cuando allá por detrás de los chaparros y las matas sonaban los tiros que disparaba la señorita, cuando oíamos su voz llamando a los perros, al que más y al que menos de nosotros le bailaba el corazón dentro del pecho como si quisiera salir a su encuentro. Y cuando la veíamos aparecer entre los árboles más galana y más fresca que una azucena de mayo, no hubo nunca un lucero en el cielo que nos pareciese más hermoso. No la veremos ya con su carabina maja corriendo por el monte y por las eras, pero dende aquí en adelante las piedras que ella haya pisao, las fuentes en que haya bebió, las sombras en que hacía alto para descansar serán para nosotros sagradas como si allí hubiese puesto sus pies benditos la mesma Virgen del Carmen.

Clara escucha ruborizada estas nobles palabras y murmura:

—Gracias, gracias, tío Leandro... Gracias todos. Jamás les olvidaré y espero que pronto nos hemos de ver.

Y volviéndose a un criado añadió:

—Ve al comedor y bájame champagne y cigarros. Quiero que ustedes beban una copa y fumen un cigarro a mi salud y a la de mi marido.

Estas últimas palabras las pronunció con un acento de orgullo y ternura a la vez que mostraban bien clara la alegría que rebosaba de su inocente corazón.

Vino el champagne y los cigarros, se destapó una botella y luego otra, y la misma desposada lo escanció y lo sirvió a sus servidores. El tío Leandro, con una copa del vino chispeante en la mano, tomó de nuevo la palabra.

—No se hizo este regalo, nuestra ama, pa la boca de los probes. Ni sabemos gustarlo, ni sabemos estimarlo. Pero ya no nos moriremos sin probar cómo sabe el vino de los ricos. Y cuando alguna vez oigamos esos tiros tan alegres que suenan en el café y dentro de las casas, podremos decir: «Gracias a nuestra ama hemos sentido también dentro del cuerpo esa descarga.» Bendita sea la mano que sabe dar cosas tan buenas y que no arrepara a quién las da. Amigos, bebamos a la salud de nuestra señorita; pidamos a Dios que el esposo nuestro amo la haga tan feliz como merece, que si lo hace, tan estimado será entre nosotros como el arcángel San Rafael.

Estas graves palabras determinaron una explosión en la cocina, donde se habían congregado también criados y criadas y mozos de labranza. Con las mejillas encendidas y los ojos brillantes de entusiasmo todos la colman de bendiciones, todos piden al cielo dicha interminable para la caritativa señorita. Las mujeres más atrevidas se abalanzan a ella y le besan las manos, los hombres agitan sus sombreros y de sus gargantas salen hurras y vivas que estremecen gozosamente el recinto.

Clara, conmovida hasta saltársele las lágrimas, de todos se despide, sube por la escalerilla y todavía desde lo alto les envía con su hermosa mano un beso de despedida.

Sin embargo, arriba ya estaban buscándola su hermano y Tristán. El coche enganchado esperaba a la puerta. Don Germán les dice al oído algunas palabras y les ordena que cada uno por su lado se dirijan a la puerta sin llamar la atención de los convidados. Así lo hacen, pero cuando ya han subido al carruaje, alguien les hace traición; los invitados se enteran, se lanzan a los balcones y les hacen una delirante ovación.

El coche era un faetón tirado por seis mulas rojas que habían sido adquiridas por don Germán en diversas ferias de España. No poco trabajo y dinero le había costado juntarlas tan iguales. Pero ahora este soberbio tiro causaba la admiración de los transeúntes, cuando enjaezado a la calesera con madroños verdes entraba por las calles de Madrid. Los novios habían resuelto ir en coche para evitarse la curiosidad de la gente en la estación: además, la hora de los trenes no les pareció conveniente.

Las seis mulas de tostado lomo corrían arrastrando a la pareja feliz hacia su nido. Los gritos de júbilo de los invitados y la rapidez de la marcha los embriagó por unos instantes: permanecían mudos sin saber qué decirse. Pero Tristán volvió los ojos hacia su esposa y le clavó una larga mirada de amor apasionado y tierno. Ella bajó la suya. El joven le tomó una de sus manos, la llevó a los labios y en voz queda comenzó a cantarle al oído el himno del amor acompañado de los chasquidos del látigo y del tintineo de los cascabeles. Era Tristán elocuente, poseía una imaginación viva. Clara con los ojos cerrados y una leve sonrisa divina esparcida por su rostro no se hartaba de oírle.

Cuando llegaron a Madrid anochecía. Las calles rebosaban de gente: las luces de los faroles comenzaban a encenderse y despedían una claridad blanca azulada al chocar con la del crepúsculo. La gran ciudad abrasada por el calor del día se preparaba con gozo a refrescarse. La muchedumbre discurría por las aceras. Ya no se veían aquellos rostros rojos y fruncidos que pasan rápidos en el centro del día buscando sombra. Ahora se dilataban gozosos, sonrientes, contemplando los escaparates bajo la luz blanca y fantástica de los arcos voltaicos. El coche de los novios hacía volverse a todos y le seguían con la vista curiosos y admirados hasta que se perdía a lo lejos.

A los balcones de su piso de la calle del Arenal estaban ya asomados desde hacía más de dos horas los criados, la cocinera, las dos doncellas y el criado. En cuanto divisaron el coche se apresuraron a bajar al portal y los recibieron humildes, agasajadores.

Tristán y Clara, tímidos y embarazados, recorrieron las habitaciones de la casa, pequeñas comparadas con las del suntuoso hotel que acababan de dejar, pero amuebladas con refinado gusto y coquetería. Clara lo hallaría todo precioso aunque fuese mucho peor. Pero la cocinera ardía en deseos de mostrarles hasta dónde llegaban los primores de su arte. Antes que se hubiesen reposado convenientemente fueron invitados a comer y los jóvenes aceptaron no como señores de la casa, sino como huéspedes, dejándose dirigir por los criados. La comida fue alegrísima. Tristán esperaba que el criado volviese la espalda llevándose los platos para robar algunos besos a su mujercita. Cuando terminaron y hubieron tomado el café con algún espacio, Tristán propuso salir a tomar el fresco y dar una vuelta por casa de sus tíos y ver a los niños, pues aquéllos con Araceli no vendrían del Sotillo hasta la mañana siguiente. La primera doncella se opuso: los señoritos habían madrugado; luego el viaje no tenía más remedio que haberles fatigado; debían acostarse temprano. ¿Qué iban a hacer sino someterse? Pero en aquel instante sonó el timbre de la puerta. Un joven que traía un bulto debajo del brazo quería verles. Era García, el peludo García, que dejando su bulto sobre una silla corrió a abrazar a Tristán y a dar la mano a Clara. No pudo conseguir aquél que fuese a su boda y no insistió mucho en la invitación por delicadeza, comprendiendo que el motivo de rehusar era el no poseer traje adecuado. No había podido venir antes porque tenía una lección en aquella misma hora y tuvo luego que ir a casa por aquel encarguito. El encarguito, que se apresuró a destapar, era nada menos que un barómetro con caja de madera barnizada, que ofrecía a su amigo como regalo de boda. Lo había comprado en un bazar, le había costado seis duros y había estado dos meses privándose de café para ello. Tristán no pudo reprimir una sonrisa de lástima y le preguntó que por qué se había molestado. Pero Clara con la intuición de las esposas amantes que adivinan a primera vista cuáles son los amigos verdaderos y los falsos de sus maridos encontró el regalo precioso y no se hartaba de alabarlo. Mostrose con García amable y cordial, de tal modo que el pobre opositor a cátedras al poco rato hubiera andado de cabeza por ella.

Arrimaron las butacas al balcón abierto y fumaron un cigarro. García, que estaba haciendo oposiciones a una cátedra de Retórica en Pontevedra, les enteró del curso de ellas a conciencia, con toda exactitud. No le quedó en el cuerpo un solo pormenor. «—Alvarez, que es muy largo, muy sutil me dice:—¿Cree el señor García que Cervantes escribió con pureza el idioma castellano?—Yo que le vi venir en seguida le respondo: Distingamos: ¿Qué entiende el señor Alvarez por escribir con pureza un idioma? ¿Es acaso aceptar en absoluto como un esclavo todos sus giros y locuciones? Pues en ese caso Cervantes no fue un escritor castizo de su tiempo porque pululan en su obra inmortal los italianismos...»

Y el pobre chico sin dar paz a la lengua les encajaba las objeciones de sus contrarios y sus respuestas victoriosas y el efecto que ellas habían producido en el tribunal. Valera se había rascado la cabeza con señales de alegría y Cañete le había dirigido una sonrisa de aprobación.

Del aspecto teórico pasó después al práctico y narró con prolijidad todas las intrigas, todas las arterías de que se valían sus contrarios para arrancarle la cátedra. Particularmente Alvarez, el infecto Alvarez no reparaba en valerse de los medios más reprobados, más odiosos. A un miembro del tribunal carlista muy exaltado le había dicho que era republicano y que no oía misa los domingos. A Cañete le fue con la embajada de que se reía de sus críticas en el café. En fin una serie de canalladas que levantan el estómago.

Y en efecto, García al narrarlas se ponía pálido y parecía estar atacado de náuseas. Tristán le escuchaba distraído, pensando en sus cosas; Clara con toda atención, aprobando con el gesto, dejando escapar frases de conmiseración y sacudiendo la cabeza indignada contra sus enemigos, sobre todo contra Alvarez, el infecto Alvarez. Últimamente García ya no hablaba más que para ella y no se dirigía a Tristán. Entre aquellos dos seres buenos se había establecido una corriente de tierna simpatía.

Pero la noche avanzaba. Tristán empezó a dar muestras de impaciencia, bostezando, levantándose y poniéndose de bruces sobre el balcón. García entendió al fin y se dispuso a marcharse. Tomó el sombrero, volvió a abrazar efusivamente a Tristán, apretó con el mismo cariño la mano de Clara y salió. Tristán le acompañó hasta la puerta. Al llegar a ella García le dijo misteriosamente:

—Espero que marchará bien, ¿sabes? Pero si se descompone no tienes más que avisarme, que yo lo llevaré para que lo arreglen.

—Bien, hombre, gracias—respondió Tristán sin poder reprimir una sonrisa.

Luego, cuando tornó al comedor, entró diciendo:

—¡Pero qué pesadísimo es este pobre García!

—¿Por qué?—preguntó Clara—. Yo le encuentro un chico muy bueno.

—Bueno sí; pero no tiene las piernas ligeras.

Estuvieron algunos momentos aún asomados al balcón. Al cabo se retiraron a su dormitorio. Habían sonado las doce. Tristán estaba jovial, cariñoso, prodigando a su esposa mil respetuosas atenciones. Pero de pronto, mirando un primoroso vaso de agua que había sobre la mesa de noche, se quedó serio. Aquel servicio de cristal era regalo de la marquesa viuda del Lago. Una arruga se dibujó en su frente pálida que fue poco a poco haciéndose más honda. Al volver los ojos hacia él Clara quedó sorprendida.

—¿Qué tienes?—le preguntó con afectuoso interés.

—Nada—respondió secamente.

Transcurrieron algunos instantes de silencio. Tristán habló al fin con voz sorda:

—Un destino fatal parece descender de lo alto para interponerse constantemente entre la felicidad y yo. Su mano fría me sacude con rudeza para despertarme de todo sueño dichoso, de toda dulce ilusión. Ese vaso me recuerda que hace pocas horas también se hallaba mi espíritu nadando en una atmósfera de paz y de dicha como hace un instante, y que una voz para mi antipática, odiosa, la voz del marquesito...

—¡Todavía el marquesito!—interrumpió Clara vivamente.

—Sí, todavía. Y si él no hubiera sido, la fatalidad se encargaría de buscar otro instrumento animado o inanimado para recordarme que este mundo es dolor, siempre dolor... Unos ojos que me miran agresivos, impudentes, una faz congestionada por el alcohol, una lengua estropajosa que me suelta algunas insolencias rayanas en la injuria. Y eso he tenido que sufrirlo en el momento mismo en que todas las potencias del cielo y de la tierra parecían haberse reunido para hacerme dichoso.

—Pero si ese niño estaba ebrio como dices, ¿qué podían importarte sus tonterías?

—En la embriaguez como en los sueños manifestamos lo que somos, lo que guarda el fondo de nuestra alma y que no confesamos a los demás ni a nosotros mismos. Ese niño está enamorado de ti y a mí me odia; es lógico. Ignoro si ha dado algún paso para obtener tu amor y desbaratar nuestra unión, aunque lo presumo. Pero eso no es lo principal. Lo capital en este asunto, lo verdaderamente importante para mí es el saber si tú has alentado directa o indirectamente ese amor.

—¿Acaso no te lo he repetido infinitas veces? Estoy persuadida de que ese amor del marquesito no existe más que en tu imaginación: nadie lo ha echado de ver en la casa más que tú. Pero aunque así fuese, ni yo he escuchado de su boca jamás sino frases insignificantes, ni le he tratado más que como un amigo.

Tristán guardó silencio. Se había sentado sobre el borde de la cama y con la mirada fija en el suelo permaneció algunos minutos inmóvil, abstraído. Clara le contemplaba con expresión ansiosa que por momentos se iba haciendo más dolorida.

—¡Es raro! ¡es raro!—murmuró al cabo como si se hablase a sí mismo.

—¿El qué es raro, Tristán?—profirió ella con voz angustiada que parecía haber pasado entre sollozos.

—Es raro que no habiéndole dado tú ningún aliento haya osado ese chico soltar palabras tan atrevidas.

—¿Es que dudas de lo que acabo de decirte? Esas dudas cuando éramos novios tenían poco valor, no engendraban más que riñas pasajeras que según me aseguraban eran la salsa de las relaciones amorosas, aunque yo jamás quise creerlo. Pero ahora no somos libres y la sombra de cualquier sospecha que se interponga entre nosotros puede ocasionar nuestra desgracia. Considéralo, Tristán, medita que ya no puedes hablarme de ciertas cosas sin ofenderme gravemente.

—Quisiera creerte, Clara. Tú no sabes lo que me hace sufrir la duda de que no seas toda mía en cuerpo y alma, de que permanezca escondida en el fondo de tu corazón una pequeña inclinación, una leve simpatía germen de amor hacia otro hombre. ¡Pero no puedo! La duda se me ofrece siempre como un fantasma delante de los ojos. No puedo apartarla de mi presencia. Me agarra cuando menos lo pienso y se introduce dentro de mi ser, se filtra en mis venas como un veneno sutil y me inflama...

Clara le miró fijamente con ojos donde además de la tristeza se pintaba la cólera y murmuró sacudiendo la cabeza:

—¡Está bien! ¡está bien!

—¿Qué quieres decir?—profirió él mirándola a su vez a la cara—. ¿Te está pesando de haberte casado conmigo, verdad...? ¡Sí, sí... no lo niegues...! Lo estoy leyendo en tus ojos.

—No, no me pesa el haberme casado contigo, pero sí el que me des a entender que no puedo hacerte feliz.

Hubo algunos instantes de silencio. Al cabo Tristán comenzó a decir lentamente mirando al suelo:

—Una tarde estábamos tu hermano y yo hablando en su despacho. Tú te fuiste al balcón y apoyaste tus codos en el antepecho. Poco después entró ese chico y apenas nos hubo saludado fue a reunirse contigo. Y comenzasteis a hablar en voz baja y a reíros mientras yo tenía la vista clavada sobre vosotros. Y como si mis ojos os penetrasen por la espalda uno y otro volvisteis la cabeza para mirarme y un poco de rubor subió a tus mejillas. ¿Por qué te ruborizabas?

—Tristán, ¿qué estás diciendo?—gritó ella con voz desesperada.

—Otra noche—prosiguió el joven sin hacer caso de aquel grito doloroso—estábamos en el teatro de la Comedia en un palco contiguo al de proscenio. Yo charlaba contigo y nunca había estado más alegre y más enamorado que aquella noche. Frente a nosotros había un espejo. Cuando una vez se me ocurre levantar los ojos hacia él, veo allí pintada la imagen del marquesito, que detrás de nosotros, en otro palco, te estaba contemplando a su sabor. Tú lo habías visto y no me decías nada...

—¡Tristán!—tornó a exclamar la joven con acento aún más desesperado.

Y llevándose las manos al rostro profirió estallando en sollozos:

—¿Dios mío, qué me está pasando? ¡Esto no es verdad, esto es una horrible pesadilla!

Tristán la miró un instante confuso y arrepentido. Pero alzándose bruscamente comenzó a pasear con agitación por la estancia mientras decía gesticulando nerviosamente:

—¿Y yo qué culpa tengo...? Quisiera, aun a costa de mi sangre, arrancarme de la imaginación estas escenas, pero ellas no quieren huir. Si por algunos momentos se eclipsan es para aparecer nuevamente más vivas, más crueles.

Clara se había dejado caer sobre la almohada y sollozaba con el rostro metido en ella. Él también se sentó al cabo y acometido de una tristeza profunda, infinita, contagiado por las lágrimas de su esposa, comenzó igualmente a llorar. Pronto se alzó otra vez; volvió a su paseo agitado, volvió a su monólogo amargo y exaltado; pero de nuevo vino a sentarse al lado de su esposa abatido y sollozante.

Las primeras claridades de la aurora les sorprendieron todavía llorando sentados sobre el borde de la cama.

XI - EL ESTRENO DE UNA OBRA DE CARÁCTER

Algunos días después salieron de Madrid. Viajaron por Suiza y por Alemania; en el mes de octubre visitaron a Inglaterra. A Madrid regresaron bien entrado ya noviembre. El viaje ejerció influencia saludable en el temperamento de Tristán, serenando sus ideas y amortiguando sus celos. Mostrose en el transcurso de aquellos meses con su joven esposa lo que era realmente, galante, sensible, extremadamente afectuoso. Hasta pudo pagarle en Suiza aquel auxilio solícito que le prestara cuando cayó del caballo. También la intrépida Clara resbaló en una de sus excursiones alpestres, desapareciendo de la vista de Tristán, quien se lanzó por la escarpada pendiente en su auxilio y rodó por ella sin lograr prestárselo. Felizmente ambos quedaron detenidos en una mata de arbustos y se salvaron de una muerte cierta. Clara fue quien primero se alzó. Rojos de emoción, con lágrimas en los ojos se abrazaron estrechamente y se besaron en medio de la soledad de aquellas montañas que una vez al menos se mostraron piadosas. Clara era dichosa. Sin embargo, el recuerdo fatal de su primera noche de novia le asaltaba alguna vez estremeciéndola; fue una visión siniestra que la persiguió toda la vida.

Cuando llegaron a Madrid, sus hermanos aún no se habían instalado en el nuevo hotel de la Castellana: los últimos retoques habían llevado más tiempo de lo que pensaban. Fuéronse a pasar unos días con ellos al Escorial para dar satisfacción al cariño fraternal de Clara y algo también a su afición a la caza. Era el tiempo propicio: días claros y frescos: la gentil cazadora los empleaba corriendo por el monte a tiros con las perdices y conejos.

—Corre, corre, hija mía—le decía don Germán viéndola llegar sudorosa y jadeante a casa—. Aprovéchate de que el pobrecito aún pesa poco.

Clara sonreía ruborizada. Su estado interesante ya era conocido en la casa y empezaba a ser visible para los de fuera.

Tristán también corría los montes, si no con la carabina al hombro, al menos con un libro en la mano. Placíase en tenderse en el fondo de las cañadas a la sombra de los sauces y pasar allí largas horas saboreando a ratos las páginas de algún escritor admirado, a ratos escuchando los gorjeos de los pájaros, el manso ruido del viento en los árboles y el rumor cristalino de las aguas corrientes. Se hallaba en un período de gran actividad intelectual: la placidez y amenidad del sitio, la paz del hogar, la tranquilidad de sus nervios invitábanle al trabajo. Hasta tuvo la dicha de no tropezar a su vuelta con el marquesito del Lago que inconscientemente tan malos ratos le había hecho pasar: la marquesa viuda había decidido al fin trasladar su residencia a sus posesiones de Extremadura huyendo de los escándalos de su hija y de los peligros que amenazaban a su hijo. Muchos y vastos proyectos de libros y dramas germinaban en la mente del joven autor de Engaños y Desengaños. Escribía poco, sin embargo, aunque meditaba mucho. Alguna vez se acordaba de su drama entregado al teatro Español hacía más de un año y entonces se ponía de mal humor. Estévanez, el famoso dramaturgo, el que empuñaba a la sazón el cetro del teatro, lo había tomado bajo su protección, le había prometido hacerlo representar, pero hasta la hora presente ninguna noticia tenía del éxito de sus gestiones. Era demasiado orgulloso nuestro joven para pedir estas noticias ni menos convertirse en pretendiente. Don Germán le había hablado más de una vez del asunto desde que llegaron, pero no daba su brazo a torcer y esquivaba la conversación por temor de que se le fuera la lengua.

Al fin se le fue cierto día estando de sobremesa. Habían comido con ellos Cirilo y Visita y el farmacéutico Vilches con su esposa, primos de Elena. Visita inocentemente le preguntó cuándo se representaba su drama. Tristán secamente respondió:

—Nunca.

Estupefacción en todos los comensales. Viendo el efecto que había causado añadió al cabo de un momento:

—Nunca mientras Estévanez ejerza en el Español el supremo mangoneo, sea el cancerbero que la Empresa tiene a la puerta.

—¿Pero no fue Estévanez quien lo ha presentado y el que prometió hacerlo poner en escena?—preguntó el primo Vilches.

—Precisamente por eso—replicó con displicente laconismo.

Hubo unos instantes de silencio. Tristán comenzó a hablar en voz baja y afectando mucha calma. En realidad, había padecido una equivocación lamentable depositando su confianza en Estévanez, porque éste jamás había dejado pasar ninguna obra apreciable. No quería decir que la suya lo fuese, mas si algún amigo se lo había dado a entender o si él mismo había encontrado en ella algo que le hiciera dudar de su fracaso, tenía por seguro que estorbaría su representación. Todos se asombraron de tal ruindad y la deploraron: algunos le propusieron que retirase su manuscrito del Español y lo llevase a otro teatro. Sólo don Germán se atrevió a protestar aunque tímidamente de aquel juicio precipitado.

—Tú estás mejor enterado que yo de las miserias de la vida literaria, Tristán, pero se me hace muy duro pensar que una persona que se halla en el pináculo de la gloria y que espontáneamente te ha brindado protección te traicione tan pronto y con tal vileza.

—Pues las cosas duras son las que se deben pensar en este mundo—respondió Tristán alzando los hombros con desdén.

No se habló más del asunto. Al cabo de un rato se levantaron de la mesa y fueron al parque. Algunas horas después, hallándose reunidos en el gran cenador de vuelta del paseo, llegó un criado con un telegrama para Reynoso. Leyólo éste y una sonrisa mitad maliciosa, mitad placentera, se esparció por su rostro.

—Toma, Tristán; el contenido es para ti—dijo alargando el papel a su cuñado.

El telegrama decía textualmente:

«Ignoro si Aldama regresó de su viaje. Hágale saber que ensayos de su drama comenzarán semana próxima.—Estévanez.»

Las mejillas de Tristán se tiñeron levemente de rojo. Don Germán soltó una carcajada. Los demás, cuando se enteraron del asunto, también rieron. Elena se aprovechó lindamente para embromar a su concuñado y ponerle de veras amoscado.

Comenzaron en efecto los ensayos del drama o más bien alta comedia según el tecnicismo teatral. Tristán se trasladó a Madrid con su esposa y comenzó a asistir a ellos. No los dirigió porque la Empresa tenía contratado para ello un viejo académico irascible que llamaba a los autores badulaques cuando osaban hacer sobre la representación de su obra la más tímida advertencia. ¿Qué sabían los autores del arte? ¿Qué sabían los cómicos del arte? ¿Qué sabía el público ni los periodistas del arte? Del arte nadie sabía nada más que él: pronunciaba la palabra ahuecando la voz y paseando su mirada fulgurante por los circunstantes como si temiese cualquier profanación y estuviese apercibido a reprimirla de un modo sangriento.

El amigo García gozó el privilegio de asistir a estos ensayos y hacer sobre ellos profundas y sabias disquisiciones, aunque siempre confidenciales, esto es, cuando se ponía al habla con Tristán. De otra suerte, sentía por el anciano académico un medroso respeto. Desde que comenzaron los ensayos todas las facultades psíquicas de García se concentraron en este magno acontecimiento. No vivió ni respiró más que para la obra de Tristán. Hasta puede decirse que no se alimentó siquiera. Su madre se hallaba profundamente contristada viéndole engullir los garbanzos del cocido como un perro de caza y renunciar generosamente a los cuatro higos pasos que indefectiblemente le ponía para postre.

—¡Pero, hijo, no masticas!

—¿Cómo he de masticar, mamá, si a la una y media comienza el ensayo de la obra?

García pronunciaba esta palabra con el mismo aliento sonoro y la unción con que el director del Español decía el arte. Y al teatro se iba y vagaba como una sombra espectral del escenario a las butacas y desde aquí a las galerías meditando el efecto que harían tales versos oídos desde lo alto y desde lo bajo, cómo resultarían los apóstrofes y los apartes. Pero hay que decir que aquellos malditos cómicos le llenaban de indignación y excitaban su bilis de un modo alarmante. No tomaban en serio el ensayo de la obra. El primer actor declamaba con las manos en los bolsillos y dando paseos de un cabo a otro del escenario. La primera dama se estaba arrellanada en una butaca y no cesaba de chupar bombones. El barba no se desembozaba de su capa bajo el especioso pretexto de que se hallaba acatarrado, y el galán joven se pasaba la mayor parte del tiempo diciendo recaditos al oído a la dama joven, riendo después de lo que había dicho y volviendo a reír de lo que la joven le respondía. Era cosa para hacer perder la paciencia a un santo. Por fortuna estos excesos se fueron corrigiendo según avanzaron los ensayos; el primer actor sacó al fin las manos de los bolsillos; la primera dama cesó de engullir bombones y se alzó de la butaca; el barba deshizo el embozo de la capa. Sólo el galán joven persistió cínicamente en hablar al oído a la dama joven y en provocar su risa y en reír él mismo de haberla provocado. Este galán joven era un ser perfectamente ligero y superficial, indigno de desempeñar un papel en la obra. No sabía pronunciar, ni distinguía los sonidos, ni separaba las palabras, ni sostenía los finales. Además su tono era siempre familiar cuando en algunos casos precisaba emplear el sostenido, por ejemplo en la bella hipotiposis del segundo acto, cuando narraba un interesante incidente de caza. No sabía accionar. Sus movimientos eran desproporcionados. No mantenía el cuerpo recto, ni las rodillas derechas, ni el pie izquierdo un poco trecho delante del otro, ni los hombros quietos, ni los brazos algo separados del cuerpo. Además (y esto era lo más grave) cuando bajaba el brazo, en vez de dejar caer primero la mano y que las demás partes siguiesen por su orden, en vez de presentar los dedos doblados con suavidad y conservar entre ellos la gradación natural, extendía siempre el brazo precipitadamente y con rigidez y mantenía los dedos de la mano tiesos y abiertos. Naturalmente estas y otras infamias iban nutriendo en el corazón de García un odio feroz. Al principio este odio se exteriorizó por una serie de fruncimientos de cejas, de sonrisas sarcásticas y de bufidos desdeñosos en cuanto aquel impostor entraba en parlamento. Después comenzó García a hacer círculos en tomo de él como un ave de presa alrededor de su víctima y a expresar en voz bien perceptible su descontento, haciendo ademán de dirigir la palabra a Tristán. Por último en uno de los últimos días le abordó resueltamente y con sonrisa contraída y voz alterada le dijo:

—Me parece, señor mío, que está usted equivocado respecto al modo de representar esta obra. La está usted representando como si fuese una obra de enredo y esta es una obra de carácter.

El galán joven le miró estupefacto. Aquel ser menudo, velloso, de ojillos vivos y hundidos, con su sombrero grasiento y su capa raída había excitado ya la curiosidad de los actores. Le contempló unos instantes en silencio, y después sin dignarse responder le volvió la espalda. Pero no dejó de comunicar al momento el lance con la dama joven. García pudo cerciorarse de ello por la risa y la algazara que armaron y por las miradas insolentes y burlonas con que desde entonces le regalaron.

Llegó por fin el día del estreno. Desde veinticuatro horas antes el estado de agitación de García superaba a todo lo imaginable. Atacado de una especie de epilepsia ambulatoria corría de su casa a la de Tristán, de aquí al teatro, después al colegio Platónico a prevenir al mayordomo, al inspector y a uno de los pasantes, hombres de toda su confianza, que estuviesen preparados para todo, en seguida al Greco-Latino a hacer lo mismo, más tarde a buscar al marido de su lavandera para entregarle una entrada de paraíso, luego al café de Madrid para ver a Fariñas, su camarero favorito, quien le había prometido tres o cuatro hombres de buenas manos callosas que sonaban como tablas, luego a visitar a un dependiente de la Dalia Azul que había conocido una tarde de merienda en los Viveros. Entre todos estos amigos y conocidos había repartido treinta o cuarenta entradas de galería y paraíso que Tristán le había entregado para el caso. Pero García no se había limitado a repartirlas, sino que como un general experto recorría a menudo las líneas, daba instrucciones, infundía alientos y exaltaba la imaginación de aquellos honrados alabarderos, haciéndoles pensar que del choque adecuado de sus manos una contra otra dependía el porvenir de la literatura española.

Pero he aquí que cuando venía rendido y jadeante de una de estas revistas se le acerca en la Carrera de San Jerónimo un amigo y le dice al oído:

—García, te prevengo que la obra de tu amigo será estrepitosamente silbada. Yo sé de una casa de la calle de Toledo donde se han reunido esta tarde hasta veinticuatro reventadores y esa ha sido la consigna. Además, en la calle de la Escalinata creo que ha habido ayer otra reunión por el estilo.

Oír esto García y perder la razón fue todo uno. Y en su locura furiosa comenzó a desbarrar de un modo lamentable. Lo mejor que se le ocurrió para contrarrestar la obra tenebrosa de aquella vil canalla fue ir a visitar al inspector de policía del distrito y prevenirle de tales focos de conspiración. El inspector escuchó su denuncia con indiferencia y sólo respondió con un «bien, bien; ya veremos: no hay que preocuparse de eso» que dejó descorazonado a nuestro profesor.

—Es que, señor inspector, si esa canalla se obstina en armar bronca no respondo de lo que pueda suceder en el teatro.

—Pierda usted cuidado; yo respondo de ellos... y de usted también—replicó el inspector con sorna.

Media hora antes de abrirse el teatro la noche del estreno ya estaba García rondándolo provisto de un enorme garrote.

—¡Vaya un código que lleva usted, amigo!—le dijo un revendedor de los que estaban a la puerta.

—Todo puede hacer falta—murmuró García con feroz expresión.

Poco a poco fueron llegando los del zaguanete, los leales, el mayordomo y el pasante del colegio Platónico, dos alumnos espigados del Greco-Latino y el lavandero, la guardia negra del camarero Fariñas, etc., etc., todos provistos asimismo de iguales razones contundentes que su digno jefe.

Tristán no quiso ir al teatro a primera hora: se reservaba conocer el éxito del primer acto para salir de casa. Clara le acompañaba, resuelta a no participar de las emociones del estreno. Si la obra tenía buen éxito ya la vería al día siguiente. En cambio Elena y la condesa de Peñarrubia, que eran ya íntimas amigas, se acomodaron en dos butacas a primera hora. Aquélla no quiso asistir desde un palco por no hacerse demasiado visible, cosa harto enojosa, si la obra no lograba buen éxito. Reynoso se quedó también con Tristán en casa, dispuesto a trasladarse al teatro en cuanto se viese el cariz que presentaba el asunto.

El primer acto produjo agradable efecto en el público, aunque no se le tributaron aplausos muy ruidosos. Apenas se bajó el telón García corrió como un cohete a participar a su amigo la fausta nueva. Este la recibió con aparente frialdad, aunque vivamente satisfecho en el fondo. García se volvió inmediatamente al teatro, acompañado solamente de don Germán, pues Tristán, haciéndose un poco el displicente, manifestó que no iría hasta que se supiese el éxito del segundo, clave de la obra.

El éxito del segundo fue brillante. El público complacido, tanto por la feliz disposición de las escenas como por aquella espléndida versificación donde se advertía al discípulo predilecto del gran Rojas, llamó al autor repetidas veces. García desde el paraíso también le llamaba con voz estentórea a sabiendas de que no podía presentarse. Esta vez no quiso salir del teatro: era imposible abandonar la batalla. Envió un emisario a su amigo con estas palabras trazadas con lápiz: «Éxito indescriptible. Ven inmediatamente.» Una vez cumplido su deber, se creyó en el caso de recorrer el teatro de arriba abajo para felicitar a sus valerosas huestes y recibir de ellas la misma enhorabuena. La faz de García brillaba pura y radiante como una aurora de primavera. Cuando subía al paraíso, cuando entraba en las galerías, cuando bajaba al vestíbulo creía sentir todas las miradas posarse sobre él, creía escuchar a su paso rumores lisonjeros: «Ese es García, el amigo íntimo del autor, ¡son como hermanos!» Y el glorioso opositor a cátedras se balanceaba lleno de importancia aunque haciendo esfuerzos por aparecer modesto y sereno en medio del triunfo.

Pero he aquí que al entrar una de las veces en el vestíbulo escucha voces acaloradas de dos personas que disputaban con sobrada viveza. Eran dos caballeros, uno de edad madura, el otro joven. En torno de ellos había un grupo numeroso que escuchaba la discusión. Versaba ésta sobre los méritos de la obra. El viejo la atacaba: el joven la defendía. García sintió el estremecimiento del soldado que va a entrar en fuego. El caballero maduro no comprendía por qué se aplaudía aquella obra. Ningún efecto teatral que tuviese novedad, ningún carácter con verdadero relieve; nada más que versos sonoros, es decir, hojarasca.

García creyó escuchar una voz misteriosa en sus oídos que le gritaba: «¡Arráncale la vida! ¡Bebe toda su sangre!» Se abrió paso al través de la muralla de carne que le separaba de aquel ser abyecto y encarándose con él le dijo temblando de cólera:

—Sólo por un desconocimiento absoluto de los principios que informan el arte dramático se puede hacer una crítica tan ligera, tan superficial y tan injusta como la que usted está haciendo de la obra que se representa.

El caballero, poseído de viva indignación ante aquel grosero exabrupto le miró de los pies a la cabeza en silencio y al cabo dijo dando a su voz una increíble inflexión de desprecio:

—¿Y usted quién es?

—Yo soy quien soy—respondió García plagiando al Supremo Hacedor—. Por supuesto—añadió con énfasis—el autor de la obra se halla a demasiada altura para que puedan alcanzarle las críticas de los pasillos y las habladurías de los ignorantes.

El caballero refractario se puso pálido y mirando a García fijamente a los ojos le preguntó:

—¿Es usted el autor de la obra?

—No, señor, soy su amigo.

—Pues lo mismo usted que el autor son dos solemnísimos mamarrachos.

García soltó el garrote, cuya arma no podía jugar en aquella ocasión a causa de la estrechez del recinto, y se arrojó al cuello del crítico no diremos como un tigre, pero sí como el animal que más se le parece. Gran confusión en el vestíbulo. Intervinieron los circunstantes, intervino después un agente de orden público, pero no fue posible que García soltara su presa y salió colgando de ella a la calle empujados por el agente y otros guardias que acudieron a secundarle. Poco después era conducido ignominiosamente a la Prevención. En vano suplicó que se le dejase en el teatro hasta el final de la representación prometiendo constituirse inmediatamente preso. Los guardias fueron insensibles. García hubo de pasar por el trance fiero de no ver el estreno de la obra.

Mientras tanto Reynoso y Elena, Escudero, doña Eugenia y Araceli, todos los parientes en suma del afortunado autor recibían alegrísimos las enhorabuenas de los amigos y conocidos. Elena había tenido en el entreacto la visita de algunos, entre ellos de Gustavo Núñez, quien sólo permaneció a su lado algunos instantes grave y ceremonioso. Se despidió para ir al escenario a ver a Tristán y si no estaba para ir a buscarle a su casa. Mientras Elena hablaba con uno de sus amigos acercose por detrás a saludar a su compañera la condesa un caballero de mediana edad y elegante porte, se estuvo un rato departiendo con ella y se despidió al cabo amable, sonriente, reteniendo algún tiempo en su mano la de Marcela.

—¿Quién es ese caballero?—le preguntó Elena.

—No te lo he presentado porque estabas muy distraída... Es el conde de Peñarrubia.

—¿Tu marido?—exclamó Elena dando un salto en la butaca.

—Él mismo... ¿Te sorprende?—añadió sonriendo—. Siempre se ha manifestado muy fino conmigo. En cualquier parte adonde voy, sea al teatro o a las carreras, nunca deja de hacerme su visita y de enviarme flores o bombones. Es un perfecto caballero aunque no tiene pizca de vergüenza.

Elena se hallaba aturdida. Hacía lo posible por encontrar aquello natural, pero en sus ojos se pintaba tal sorpresa que la condesa reía a carcajadas.

—Y si nos encontramos en cualquier reunión o baile me hace su mijita de corte y baila conmigo un rigodón... Esto no impide que nos aborrezcamos cordialmente, ¿sabes? Pero la corrección ante todo, hija... ¿Lo ves?—añadió volviendo la cabeza—. El consabido ramito.

En efecto, la florista se estaba abriendo paso por la fila posterior de butacas para entregar un ramo de flores a cada una.

Escudero rebosaba de contento y su digna esposa igualmente. Pero Araceli se mostraba en absoluto indiferente al triunfo de su primo. Su corazón virginal no latía ya sino con los recuerdos feudales, y Gonzalito Ruiz Díaz era el encargado de refrescárselos. Allí lo tenía a su lado en todos los entreactos. No podía bajar la vista a sus gemelos ornados de una corona ducal sin sentirse agitada por un estremecimiento de placer, de anhelo y de veneración al mismo tiempo. Acaso el feudalismo se hallara mejor representado si Gonzalito estuviese más provisto de carnes, pero Araceli no parecía echarlas de menos y se decía a sí misma con razón que en esta época sólo los plebeyos engordan. La interesante joven tenía, sin embargo, una espina en el corazón. El duque del Real-Saludo no la quería por nuera. Era un caballero tan almidonado y tan tieso que a serlo de igual modo el noble fundador de su estirpe fuera imposible que hiciese al rey aquel saludo que le valió el ducado. Naturalmente mientras este señor no se ablandase un poco con la humedad no había que pensar en boda, porque Gonzalito tenía más miedo a su padre que al mar embravecido. La hija de Escudero sufría mucho con esta repulsa, pero la encontraba justificada y aun por ella profesaba hacia el duque un respeto sin límites. La duquesa, en cambio, se le había mostrado propicia. La saludaba desde su coche en el Retiro con extrema amabilidad, la convidó a su palco del Real dos o tres veces y le envió un precioso regalo el día de su cumpleaños. No era extraño, pues, que tuviese esperanzas de que a la postre lograse reducir a su marido. Gonzalito procuraba alimentárselas, pero en el fondo dudaba mucho de ello, porque su claro papá era más tozudo que un caballero de la Tabla Redonda.

Vencida la indiferencia del público, o por mejor decir enardecido ya por el aplauso, el tercer acto fue un gran triunfo para el autor. Llamadas a escena, palmoteo ruidoso, bravos y otras señales de complacencia. Tristán, rojo de emoción, avanzaba por la escena entre los actores recibiendo los aplausos y haciendo profundas cortesías... Después en el saloncillo una nube de amigos que brotan siempre al calor de los aplausos como se cuenta que nacen los sapos con la lluvia de verano. El autor se sintió abrazado y tuteado por una porción de sujetos con quienes jamás en la vida había cambiado un saludo. El gran dramaturgo Estévanez recibía casi tantos plácemes como Tristán por haber descubierto a aquel muchacho y ponerle en el camino de la celebridad. Realmente el viejo se sentía contento y se mostraba orgulloso de haberle adivinado.

Cuando ya se había sosegado un poco el entusiasmo y Aldama departía entre un círculo de amigos distribuidos por los divanes, apareció en el saloncillo la figura prolongada del ilustre Pareja, el sabio ateneísta, con su levitón flotante y el deslucido sombrero de copa en el cogote. Avanzó majestuosamente hasta el autor y estrechando su mano con fuerza exclamó:

—¡Bravo, joven, bravo! Le doy a usted mi cordial enhorabuena. Ha demostrado usted mucho talento. Creo que no es posible hacer más sin la ayuda de la cultura científica que entre ustedes los literatos (me perdonará usted que se lo diga) es por lo general bien deficiente.

A Tristán no le supo bien aquella enhorabuena, pero la aceptó disimulando.

Pareja se volvió hacia los circunstantes sonriente, benévolo, dichoso de sentirse tan sabio.

—No es posible hacer más, lo repito. Mi amigo Aldama es uno de los literatos que pudiéramos llamar simplistas; pero en la estrecha esfera en que se mueve, pocos, poquísimos le aventajarán. Yo apetezco, sin embargo, un arte más alto. ¿No es verdad, señores, que es una tristeza el observar cuán pobre es la cultura de nuestras escuelas en elementos científicos? Los literatos ignorantes, los que juzgan que basta escribir una novela agradable o un drama interesante sin preocuparse de los grandes intereses sociales y de los problemas científicos, son los que aún dominan. De ahí procede ese arte frívolo, inconsistente, sin enjundia que durante tantos siglos nos ha inmovilizado y con el cual es preciso acabar. Un arte en el cual el concepto no tiene valor ¿qué significa? Una obra literaria sin análisis científico ¿qué es? Hace falta una nueva dirección. Si mis ocupaciones me lo permiten, señores, no será difícil que me entretenga algún día en escribir una novela y un drama. Y entonces les diré a los literatos: «Ahí tenéis la nueva fórmula; ahí tenéis la fórmula de la novela y del drama modernos. Recogedla si queréis: sacad de ella el partido que os fuere posible. Yo os la dejo y me retiro a mis queridos trabajos científicos sin intentar por más tiempo invadir vuestros dominios.»

Este discurso, pronunciado de un solo aliento, produjo efecto gratísimo en la reunión a juzgar por la disposición a la alegría que se manifestó inmediatamente en todos los rostros. Uno de aquellos jóvenes se levantó del asiento y estrechó la mano del sabio con veneración diciéndole:

—Señor Pareja, me haría usted el más desgraciado de los hombres si no influyese para que me reservaran una butaca el día del estreno de su drama.

Otro le fue acompañando hasta la puerta haciéndole presente que pensaba dedicarse a la poesía lírica y consultándole al propio tiempo si debía comenzar por el estudio de la Biología o el de la Patología interna.

Cuando ya había terminado el sainete y se disponía el autor a retirarse con sus amigos, el inspector de policía vino a decirle que había hecho detener por sospechoso a un hombre de mal aspecto que se hallaba en el paraíso y que decía conocerle.

—¿Mal aspecto?—preguntó Tristán.

—Malísimo.

—¿Unas barbas muy largas? ¿Cara de asesino?

—Sí, señor, sí—se apresuró a decir el inspector.

—Suéltenlo ustedes: es un santo.

El funcionario quedó estupefacto, y aunque nunca quiso convenir en la santidad del paisano Barragán (pues no era otro el detenido) al fin se decidió a soltarlo.

En aquel instante entraba en el saloncillo Reynoso con García. Este, para no turbar a su amigo Aldama, había escrito desde la delegación una esquelita a aquél haciéndole saber lo que le ocurría. Don Germán se apresuró a ir allá y afianzarle. Llegaba el buen García feliz, resplandeciente. En cuanto divisó a Tristán se precipitó hacia él y cayó en sus brazos llorando de alegría:

—¡Hemos triunfado! Ya sé que has salido siete veces a escena... Si yo hubiera estado en el teatro me dejo cortar las manos si no sales catorce.

—¿Pero es de veras que has estado preso?

—Ya lo creo, por haber querido explicar el argumento a un tío que no comprendía por qué gustaba tu obra. Me parece que a estas horas ya lo ha visto claro.

Tristán le abrazó riendo.

Una porción de amigos de última hora acompañaron al autor hasta su casa en unión de Reynoso y de García. Este hubiera querido organizar una procesión nocturna con hachas de viento como las que solía improvisar la empresa en los triunfos de Estévanez, pero el percance de la detención había hecho abortar su idea.

Tristán durmió mal aquella noche. La embriaguez de la gloria como la del vino enciende la sangre y agita los nervios. Por la mañana se hizo traer los periódicos y se regaló con su lectura. En general se mostraban no sólo benévolos, sino lisonjeros con la producción del poeta novel. A Tristán no le parecía, sin embargo, bastante todo aquello: recordaba las revistas dedicadas a los estrenos de Estévanez, las comparaba con las de su obra y éstas se le antojaban bien frías. Pero al tomar en manos El Universal y leer la revista del famoso crítico Leporello la ira le hizo empalidecer. Era un artículo desdeñoso, irónico, todo él traspirando amargura y malevolencia. Un furor ciego le acometió. Borráronse de repente de su imaginación los aplausos de la noche anterior, los elogios del resto de la prensa; borráronse también todas las prosperidades que disfrutaba en este mundo, y en un instante se juzgó el hombre más desgraciado de la tierra. Cuando don Germán y su amigo Gustavo Núñez entraron en su cuarto por la mañana le hallaron paseando de un lado a otro con el periódico en la mano y rechinando los dientes.

—¡Claro, esto ya me lo presumía yo! ¿Cómo es posible que Estévanez viera con buenos ojos mi triunfo? ¡Y abrazándome ayer el hipócrita! ¡el canalla!

—Pero ¿qué tiene que ver Estévanez con ese artículo de El Universal?—preguntó con asombro Reynoso.

—Pero, ¿no sabes, inocente—profirió Tristán sonriendo sarcásticamente—, que Leporello está casado con una parienta de Estévanez y que no ve más que por sus ojos ni piensa más que por su cerebro?

A don Germán no le pareció aquello una prueba irrefutable de que el gran dramaturgo fuese el inspirador del artículo, pero no quiso llevarle la contraria abiertamente observando el estado de agitación en que se hallaba.

—Pero en ese caso ¿por qué ha tomado tal interés por tu obra y por qué la ha hecho representar?

—¿Sabes por qué?—respondió Tristán apretándole la mano y con una expresión de infinita perspicacia—. Porque estaba persuadido de que mi obra haría fiasco. Así lo creían los cómicos todos y éstos no se atreven a respirar si Estévanez no se lo permite.

Reynoso guardó silencio.

Gustavo Núñez se sentó en una butaca, encendió un cigarro y cruzando las piernas dijo con su habitual displicencia:

—Cuando era niño mi madre acostumbraba a leerme el Año cristiano antes de dormirme. Pues bien, recuerdo la historia de un santo que por espacio de muchos años se hizo pasar por idiota, sufriendo con admirable paciencia para ganar el cielo toda clase de burlas y de escarnios tanto de los hombres como de los niños. Después de haber vivido un poco encuentro igualmente admirable el procedimiento para ganar la tierra. Si quieres, amigo, lograr algún resultado en las letras es menester que comiences por fingirte tonto y que lleves el convencimiento a todos de que lo eres. La empresa no es fácil porque los literatos son suspicaces y bien despiertos, y no se les engaña de buenas a primeras. Toda clase de obstáculos se te enredarán en las piernas y no podrás dar un paso. Pero si persistes y logras convencerles y te ponen el marchamo de medianía incurable, entonces verás cuán desembarazado caminas; las selvas enmarañadas se abrirán para dejarte paso, las montañas se abatirán, los ríos quedarán en seco y entre nubes de incienso proseguirás tu marcha gloriosa arrullado por los ¡hosanna! de la crítica.

Tristán, sin hacer caso de estas palabras, siguió paseando agitado y colérico. Don Germán sonrió y replicó suavemente:

—Todo eso, amigo Núñez, me parece más gracioso que exacto. Jamás ha existido unanimidad de pareceres en este mundo. Mucho menos puede haberla en las obras literarias en que se trata de lo feo y lo bonito. Pero eso no impide que aquí como en todas partes prevalezca al cabo lo que debe prevalecer y perezca lo que debe perecer. Yo he vivido siempre bien alejado del mundo de las artes y las letras, pero tengo el presentimiento de que en la literatura los enemigos contribuyen más a formar las reputaciones que los amigos. Unas veces con un silencio injustificado y receloso, otras con un ataque intempestivo como el que ahora ha experimentado Tristán, señalan al público el sitio donde está lo bueno. En las aldeas de Francia he visto que para descubrir las trufas sueltan los cerdos al campo. En el sitio donde las hay se detienen y comienzan a hozar estos animales. Entonces acuden a separarlos, se cava la tierra y se recoge el fruto. Así los envidiosos delatan el paraje donde existen las trufas literarias; allí acude el público, los separa y se las come. Perdone usted lo feo de la comparación en gracia de su exactitud...

Núñez no quiso conceder la exactitud del símil y se desbordó inmediatamente en un torrente de paradojas e ingeniosidades, todas bien amargas y resquemantes. Don Germán le respondió con su habitual sencillez y se entabló una discusión prolongada. Tristán se puso en seguida de la parte del pintor y le superó si no en gracia en amargura y exaltación. Al fin Reynoso la cortó jocosamente advirtiendo que les esperaba el almuerzo. Núñez se despidió.

Durante el almuerzo Tristán se mostró tan taciturno que Clara, sorprendida y dolorosamente impresionada, no apartaba de él los ojos. Reynoso y Elena se dirigían miradas furtivas, sonriendo unas veces, otras sacudiendo la cabeza con señales de enfado. Particularmente Elena se iba poniendo nerviosa con el silencio descortés y embarazoso de su cuñado. En poco estuvo que no le interpelase bruscamente y sólo atendiendo a las señas de su marido logró contenerse. Pero no pudo menos de murmurar una de las veces:

—¡Parece mentira que un hombre tan majadero haya escrito una obra tan bonita!

Tristán alzó la cabeza y preguntó distraído:

—¿Qué decías?

—Que está admirable esta salsa.

Don Germán sonrió y Tristán bajó de nuevo la cabeza persistiendo en su silencio desconsiderado.

En cuanto terminó el almuerzo se encerró en su despacho. Allí vino a llamar no mucho tiempo después García, que traía igualmente un número de El Universal en la mano. En cuanto entró apretó la de Tristán fuertemente y dejó escapar estas fatídicas palabras:

—¡Hay que aplastar a la víbora!

Tristán se estremeció. García se dejó caer en una butaca y paseando sus ojos relampagueantes por la estancia como si esperase descubrir oculto en algún rincón al odioso reptil se echó mano al bolsillo interior del chaquette, sacó un manojo de cuartillas, dejó caer hacia atrás la capa y se puso a leer con voz hueca. Era una respuesta aplastante, en efecto, a la crítica de Leporello nutrida de sana doctrina retórica y adornada con todos los recursos que proporciona al discurso la ortografía española; signos de admiración, interrogantes, puntos suspensivos, paréntesis, etc., etc. Tristán, muy caviloso, apenas le escuchaba.

«¡Pero váyase a Leporello con las diferencias entre el estilo adornado y el vehemente y patético! ¿Qué sabe el crítico zorrocloco de humanidades? De éstas no sabe más que lo que a la suya se refiere, y como ésta no ve mucho más allá de sus narices... de ahí que... ¡tente pluma! ¿Cómo es posible que un hombre de tan corta vista logre entender que el fin moral de la tragedia es purgar nuestras pasiones por medio de la compasión y del terror, mientras que el de la comedia es corregir nuestros vicios por medio del ridículo? Pero no hablemos de ridículo, no mentemos la soga en casa del ahorcado. Si el escritor insigne a quien Leporello moteja...»

—¡Por Dios, García!—exclamó Tristán avergonzado.

—¡Déjame! Yo sé lo que escribo—exclamó García con la misma voz vibrante, campanuda, con que leía su artículo.

«Si el escritor insigne a quien...»

—¡Pero García, eso es demasiado! ¿No comprendes?...

El retórico extendió su mano para atajarle y sin hacerle caso volvió a repetir con más énfasis:

«Si el escritor insigne a quien Leporello moteja pudiera descender a responderle; si la pluma brillante que ha trazado los prodigiosos versos de Magdalena pudiera mancharse una sola vez, etc.»

García, trémulo y gritando como un energúmeno, concluyó al cabo la lectura del artículo. Una mirada feliz, triunfante brilló en sus ojillos negros, debajo de sus pobladas pestañas, como una linterna dentro de un bosque. Envolvió las cuartillas lentamente, las metió en el bolsillo y acercando la boca al oído de Tristán y haciendo una serie prodigiosa de muecas pronunció estas palabras memorables:

—Este artículo saldrá en el correo de esta noche, y pasado mañana o a todo más el sábado se publicará en El Clamor de Alicante. El sábado, pues, ya podrás caminar por la calle con la cabeza bien levantada.

XII - LA NOVENA SINFONÍA

En un billetito perfumado, muy perfumado, y las armas de la noble casa de Peñarrubia estampadas en lacre de color rosa, invitaba la condesa a comer a su entrañable amiga Elena.

«Cherie: Ya que tu señor marido te ha dejado hoy por aquellos bichos tan feos que guarda en el Sotillo, ven a alegrar unos instantes esta humilde casita comiendo conmigo esta noche. A las ocho. Tú puedes venir cuando se te antoje que para eso eres el ama. Adieu, ma petitte poupée de biscuit. Muchos besos, muchos, muchos...

Marcela.»

El matrimonio Reynoso se hallaba instalado desde el 1.º de enero en su magnífico hotel de la Castellana. Corrían los últimos días de febrero. Don Germán, que había aceptado con semblante risueño por no disgustar a Elena el traslado de domicilio, se aburría mortalmente en la corte. Sólo la ópera y algunos conciertos le indemnizaban de aquellas horribles horas de paseo con los coches en fila viendo cruzar a su lado una ristra de rostros contraídos y de cuellos almidonados. Luego otra vez a verlos en el teatro, en las soirées, después de haberlos visto por la mañana en la acera de la calle de Alcalá y por la tarde en algún five o'clock, en la exposición de pinturas, en las carreras, en dondequiera que repicasen. Cualquiera diría, pensaba Reynoso, al observarlos tan presurosos, tan sedientos de verse a todas horas, que estos señores se aman entrañablemente. Y, sin embargo, el día que uno de ellos se presenta con un nuevo tren tirado por un tronco de raza sería asesinado gozosamente por sus más íntimos amigos.

Casi todas las semanas se escapaba el indiano algunas horas o un día entero a su finca. Hasta entonces no había dormido nunca allá, pero como necesitase hacer una larga excursión al monte, determinó quedarse aquella noche y regresar al día siguiente.

A las ocho en punto se detenía la berlina de Elena delante de una casa de la calle de Serrano donde vivía la de Peñarrubia. Ocupaba esta dama un modesto entresuelo sin lujo ni ostentación; la escalera estrecha, los muebles pocos y sencillos, la servidumbre reducida a una cocinera y una doncella. El único lujo que se autorizaba era un exceso de luz y de perfumes. Los vecinos de los otros cuartos al subir la escalera y cruzar por delante de su puerta advertían por el montante una viva, esplendorosa iluminación y sentían en la nariz un penetrante aroma de violeta. No necesitaban más para penetrarse de la clara estirpe de la inquilina.

Cuando Elena llegó no estaba Marcela y aún se pasó un buen rato sin que apareciese. Al cabo hizo su entrada en compañía de Narciso Luna, de Gustavo Núñez y de otra dama que llamaba Enriqueta. Venían de una matinée en casa de la de Somorrostro, donde decía que se habían encontrado casualmente. Marcela había invitado a comer a Gustavo. Todo parecía muy claro. Sin embargo, Elena sintió un leve estremecimiento olfateando la trampa. Aquella dama a quien no conocía se llamaba Enriqueta Atienza, hermana del marqués de Raigoso, de treinta y ocho a cuarenta años de edad, casada con un banquero, rubia y separada de su marido.

Pasaron inmediatamente al comedor. El criado de Narciso Luna servía la comida. Este vivía en un cuartito de la calle de Recoletos, haciendo sus comidas en el Club. Un criado arreglaba su habitación, limpiaba su ropa y le ayudaba a vestirse. Muchas veces se vestía en el mismo Club, haciéndose traer el frac y la camisa. La de Peñarrubia utilizaba al muchacho para sus recados y aun para servir la mesa cuando tenía invitados.

—No; ahí no, Elena... Siéntate aquí.

Y después que la tuvo acomodada la condesa sentó a su lado a Gustavo Núñez.

Elena no pudo menos de sentir un poco de malestar mezclado de miedo. Esta mala impresión se disipó al cabo en el curso de la comida. La alegre conversación y el vino hicieron efecto en su cerebro volátil. Todos la colmaban de atenciones y de mimos. Elena que era propensa a ellos, como una niña de pocos años, pronto se halló en su centro dejando pasar al través de sus ojos y su boca aquella infantil, inagotable alegría que formaba su principal encanto.

Antes que hubiesen terminado de comer llegó el vizconde de las Llanas, el cual, por ciertos signos indubitables, pronto hizo comprender a Elena que era el amante de Enriqueta Atienza. Un noble de traza innoble, joven aún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la nariz amoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. A Elena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo el aspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismo repugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

La conversación era animada aunque reducida casi toda a la narración y comentario de las intrigas amorosas que se anudaban y se desanudaban en el círculo de sus conocimientos. Pepita Z*** había entrado al fin en relaciones con el marqués de G***. ¡Cuánto tiempo le había estado despreciando! Como que esperaba que el duque de A*** se rindiese a sus encantos. Convencida al fin de que el duque no se hallaba dispuesto a morder aquella manzana pasada, cayó arrepentida en los brazos del marqués. Blanquita H*** estaba pasando las grandes ducas por Manolo L*** y éste sin hacerle caso.

—¿Y por qué no la quiere Manolo?—preguntó Núñez—. Blanquita es una preciosa criatura.

—Porque está enamorado de su mujer según dicen—respondió Enriqueta Atienza.

—¡Qué mal gusto!—exclamó la condesa—. Gorda como una barrica de aceite y bizca por añadidura... ¿Pero Manolo no se había casado con ella por el dinero?

—Todo el mundo pensaba eso y él mismo no se ocultaba para decirlo. Ahora al cabo de seis años resulta que se pone loco perdido por ella y tiene unos celos atroces de Marquina.

—¡Válgate Dios! ¡Después de tanto tiempo como llevan de relaciones! Me parece que Marquina entró en amores con ella antes de ser ministro, ¿verdad?

—Ya lo creo; ni soñaba con serlo. Pues a pesar de eso Manolo está furioso, persigue a su mujer y la vigila. El día menos pensado va a dar un escándalo provocando a Marquina.

—Muy mal hecho—profirió la condesa.

—Muy mal hecho—repitió Gustavo Núñez.

—Muy mal hecho—corroboraron el vizconde de las Llanas y Narciso Luna.

—Unos amores tan largos es cosa que debe respetarse—manifestó Enriqueta con profunda convicción.

Los demás expresaron también su aprobación poniéndose muy serios. Parecía que aquel adulterio era cosa sagrada e intangible.

A los postres llegó Rosita León, una mujercilla que sólo tenía de joven la figura grácil, elegante y vivaracha. El rostro bastante ajado y con pronunciadas ojeras. Rubia también y separada de su marido.

—Es una observación que vengo haciendo desde largo tiempo—dijo Gustavo Núñez echándose atrás en la silla y limpiándose la boca para beber—. Todas las señoras que no están de acuerdo con sus maridos se pintan el pelo de rubio. Parece así como la primera señal ostensible de su independencia, una declaración enérgica y valerosa de que están hartas del yugo matrimonial y que no se hallan dispuestas a soportarlo por más tiempo.

—Eso no es exacto—repuso la condesa un poco picada—. Aquí tiene usted a Elena que es rubia y sin embargo se halla bien conforme con su marido.

Núñez no dio su brazo a torcer y replicó inclinándose correctamente:

—Cuando se tiene un marido tan amable y tan simpático como Elena, no sorprende esa conformidad.

El vizconde de las Llanas y Enriqueta levantaron hacia él los ojos con curiosidad no exenta de malicia.

—Eso de la conformidad—manifestó Rosita León aceptando una copa de champagne que le tendía la condesa—es cosa complicada. Se puede estar de acuerdo desde ciertos puntos de vista y sin embargo no estarlo desde otros.

El vizconde soltó una estrepitosa carcajada.

—¿Y cuál es el punto de vista desde donde su marido no es aceptable, se puede saber?—preguntó groseramente.

—¿Se puede saber cuándo dejará usted de ser un sinvergüenza?—Luego añadió bajando la voz:—Yo estimo mucho, muchísimo a mi marido, pero... francamente no le quiero, ¿por qué no he de decirlo?

—Él en cambio la quiere a usted muchísimo, pero no la estima—dijo sonriendo Núñez.

—¿Por dónde le ha venido a usted esa noticia?—replicó la de León vivamente y con señales de cólera. Era sino del pintor despertarla fácilmente; pero como hombre bien educado y cauto sabía restañar prontamente las heridas.

—Por lo que a mí me sucede. Yo cuando quiero mucho a una mujer desearía estrujarla.

Rosa no pudo menos de reír.

—Está visto, Marcela, que te complaces en recibir en tu casa a los hombres más desvergonzados de Madrid.

Mas el pintor tenía la atención puesta en otro punto y temía que aquel libre chisporroteo ahuyentase la caza que perseguía. Poniéndose serio y con ademanes de hombre sensato y convencido principió a decir lentamente:

—En este asunto de la fidelidad conyugal pienso que casi todos nos equivocamos. Así que vemos a una mujer casada corriendo una aventura, lo primero que decimos es: «Esa mujer no está conforme con su marido», si es que no aseguramos: «Esa mujer aborrece a su marido». Si meditásemos con calma y observásemos con cuidado comprenderíamos que es injusta la sospecha. Estoy absolutamente persuadido de que la mayoría de las mujeres que faltan a sus maridos no lo hacen porque dejen de hallarse conformes con ellos ni menos porque los aborrezcan...

—¿Entonces por qué les faltan?—preguntó Narciso Luna riendo.

—Por la tendencia invencible que todos los seres sentimos hacia la variedad, a lo menos como seres corporales. Sería muy bello que fuésemos espíritus puros. Entonces acaso existiera en los matrimonios fidelidad, aunque lo dudo, porque la inclinación al cambio reside igualmente en el fondo de nuestra naturaleza espiritual. Pero ¿cómo ni por qué contrarrestar los impulsos vitales con que la naturaleza nos advierte que por encima de nuestros mezquinos intereses están los suyos, que esas convenciones que llamamos sagradas son cosas para ella absolutamente despreciables? Toda mujer percibe instintivamente que la promiscuidad no es un crimen natural como el robo o el asesinato, sino artificial inventado por el egoísmo de los hombres. Si no falta a su marido será porque teme a las consecuencias, no porque le aterre el pecado.

—¡Choque usted, Núñez: eso mismo he pensado yo siempre!—exclamó Enriqueta Atienza alargando su copa que Gustavo se apresuró a tocar con la suya.

—Una mujer puede amar mucho a su marido—prosiguió el pintor—, pero llega un momento en que sin darse ella misma cuenta, por un impulso vivo pero fugaz de su naturaleza se entrega a otro hombre. ¿Quién no tiene en el mundo caprichos? ¿Quién no siente estos impulsos inconscientes de su naturaleza? ¿Qué tiene que partir con ellos nuestra alma ni nuestras verdaderas y profundas afecciones? El mundo injusto y cruel como siempre condena a aquella pobre mujer, la persigue y la maldice.

—Sin embargo—apuntó la condesa que presumía de dialéctica sutil—, la responsabilidad que el mundo exige a la mujer no se funda precisamente en la conciencia o inconsciencia de su capricho, sino en las consecuencias que consigo arrastra. Hay maridos tranquilos, que tienen la piel dura... que no son muy aprensivos...

—Vamos, maridos sin vergüenza—exclamó Rosa León.

Los comensales rieron y la condesa también.

—A esta clase de maridos no se les hace ningún daño. Pero hay otros susceptibles, de una sensibilidad exquisita y a éstos una falta que en sí misma tiene tan poco valor puede herirles de muerte.

—Si les hiere de muerte es porque padecen una aberración—replicó el pintor—. No son espíritus sanos, bien equilibrados. Pero en fin, no se trata de eso. A la mujer corresponde evitar disgustos a su marido por medio de una gran prudencia, del más profundo secreto. Basta con eso, porque repito y sostengo que no hay tal crimen. Si lo hubiese sería igual para los dos cónyuges, y bien saben ustedes que las faltas del marido, cuando no son excesivamente escandalosas, ni atentan al matrimonio ni extinguen por lo general el amor de la esposa.

Elena escuchaba con intensa atención. Las palabras del pintor le sorprendían y aunque no les diese completo asentimiento, no pudo menos de hallarlas razonables.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieron permiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesa aceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció.

—¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo?—preguntó con sonrisa insolente el vizconde de las Llanas.

Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena. Luego se puso serio y murmuró de mal humor:

—No lo sé.

—¿Viaja lejos de Esparta?

El pintor visiblemente molesto se contentó con alzar los hombros, dirigiendo en seguida la palabra a la condesa. El vizconde hizo un guiño a Narciso Luna y dejó escapar una risita maligna.

Se levantaron de la mesa. El café se les sirvió en el gabinete de la condesa. Esta se fue a la sala antes de terminar, abrió el piano y comenzó a teclear suavemente: luego llamó a Elena, la hizo sentar a su lado en un diván y comenzó a charlar perdiéndose en un mar de graciosas y menudas confidencias que aún alegraron más a Elena con estarlo ya mucho a causa del champagne. Cuando se hallaban más distraídas vino a interrumpirlas Gustavo Núñez.

—¡Usted siempre tan importuno!—exclamó la condesa.

—¡Perdón! Me daba el corazón que se estaban ustedes contando secretos... y los secretos de las señoras me fascinan. Dios no ha hecho ni puede hacer otra cosa más interesante. Me retiro—añadió dando un paso hacia la puerta—, pero conste que lo hago con todo el dolor de mi alma.

—Acérquese usted, granuja, arrime usted una silla y venga usted a pedir perdón a Elena de haberla escandalizado hace un momento.

Elena nada había hablado a la condesa de las opiniones de Núñez.

—Siento mucho que no le parezcan bien y si hubiera sabido su disconformidad me guardaría de emitirlas.

—Debiera usted suponerlo, malvado, porque Elena adora a su marido.

—Volvemos a lo mismo, condesa. Las mujeres que adoran a sus maridos me encantan. Y si cometen alguna falta (de lo cual nadie está libre en el mundo) yo las perdono de buen grado porque tienen corazón.

Elena soltó una carcajada.

—Sabe usted decir las cosas de un modo, Núñez, que cualquiera pensaría que habla usted en serio.

—¿Tan absurdas encuentra usted mis ideas?

Efectivamente Elena las hallaba completamente disparatadas y así lo manifestó sin rodeos. Se inició una discusión viva pero amical entre el pintor y la dama. La condesa les dejó enfrascados en ella y fue a reunirse con sus amigos en el gabinete. Núñez se mostró paradójico y chispeante como siempre, pero más delicado, más insinuante que nunca. Elena no pudo menos de reír muchas veces admirando su gracia y habilidad. Gustavo tuvo espacio y ocasión para decir todo, todo lo que bullía en su mente desde hacía algunos meses sin que la dama encontrase motivo para enojarse. El tiempo transcurría, la charla fue haciéndose cada vez más íntima. Elena, un poco aturdida, se iba dejando arrastrar a las confidencias. Como se veía aplaudida y mimada por aquel hombre, le mostraba su interior inocente, pero voluble y caprichoso. Núñez comprendió que el vicio no arraigaría jamás en su temperamento infantil pero podía caer por la ligereza increíble de su espíritu.

Al cabo se alzó sofocada del diván. Cuando entró en el gabinete debía de tener el rostro encendido. Todos la miraron con insistencia y creyó notar en sus ojos cierta curiosidad burlona. Vio que a hurtadillas el vizconde de las Llanas apretaba la mano del pintor como si le diese la enhorabuena. Bruscamente se despidió.

—¡Tan pronto!—exclamó la condesa.

En vano la suplicaron que se quedara otro ratito. Resueltamente se iba. Se sentía sofocada, con un deseo irresistible de salir de aquella casa. Bajó la escalera precipitadamente, montó en el coche y se dejó caer en un rincón. Pero allí su agitación fue en aumento, tenía toda la sangre acumulada en las mejillas; latían sus sienes, temblaban sus manos, sonaban en sus oídos aquellos requiebros delicados en la superficie, en el fondo desvergonzados. Lentamente se despojó del guante de la mano izquierda que acababa de ponerse. En aquella mano habían estampado un beso hacía un instante y ella, en vez de castigar la insolencia, se había limitado a levantarse del asiento roja como una amapola. ¿Cómo había perdido la fuerza para rebelarse? Esta idea dolorosa trazaba una arruga profunda en su frente. Su imaginación volaba, volaba hacia el Escorial. ¡Qué feliz había sido allí siempre! ¿Por qué había tomado tanto empeño en venir a Madrid? Esta ciudad empezaba a causarle miedo. Jamás en su vida se había hallado tan humillada y tan inquieta. Cuando llegaron a la puerta del hotel y el lacayo vino a abrir la portezuela, sin hacer movimiento alguno para salir le preguntó:

—¿El tiro de mulas está aquí o en el Sotillo?

—Está aquí, señora.

—Quitad éste y enganchadlo.

—Está bien, señora—replicó el lacayo sorprendido.

Y como permaneciese de pie con la portezuela abierta esperando que la señora bajase, ésta le dijo con alguna impaciencia:

—Cierra, yo no salgo del coche.

La sorpresa del lacayo fue mucho mayor. Habló en voz baja con el cochero, bajó éste del pescante, tomó otra vez la orden de la señora y se dispuso a cumplimentarla. Un buen cuarto de hora se tardó en cambiar los tiros de la berlina, porque el de mulas no estaba enjaezado. El cochero propuso cambiar el coche por una carretela de camino, pero Elena se negó a ello. Era poco más de las once.

—Al Sotillo—dijo con firmeza al lacayo cuando todo estuvo a punto. Ni éste ni el cochero sintieron esta vez sorpresa porque ya se lo habían tragado—. ¡Vivo! ¡vivo!—Apenas salieron por la puerta de San Vicente emprendieron el galope. La noche era obscura; el cielo estaba aborrascado; grandes nubes negras, informes, monstruosas corrían por él dejando por intervalos descubierto algún rincón de azul obscuro. La tierra se extendía negra, amenazadora como el cielo. En poco más de tres horas alcanzaron el Sotillo, que dormía el sueño profundo y tranquilo del labriego. Ladraron los perros furiosos, pero al oír la voz del cochero se amansaron repentinamente. Elena subió a las habitaciones de su marido. Este al sentir el ruido del coche y los ladridos de los perros se había vestido apresuradamente. Cuando la vio aparecer quedó estupefacto. ¿Qué ocurría? ¿Cómo a tales horas...?

—Nada—replicó ella turbada—. He sentido mucho miedo y no pude resistir.

Don Germán tuvo una sonrisa cariñosa para aquel capricho infantil. Ya estaba acostumbrado a ellos.

—¡Vendrás muerta de frío, hija mía!—dijo acariciándole el rostro, palpando su espalda.

—No, he venido muy bien abrigada.

Reynoso mandó encender las chimeneas del dormitorio y del saloncito contiguo que ya estaban apagadas; luego despidió a los criados y se encerró con su esposa.

—¿Pero qué es eso? ¿qué es eso?—dijo paternalmente tomándole una mano y arrastrándola suavemente hacia un diván. Elena le echó los brazos al cuello y rompió a llorar. Don Germán asustado, confuso la instó para que se explicase. ¿Qué había pasado? ¿Había tenido algún disgusto con los criados? ¿Le habían dado algún susto? Elena callaba, llorando cada vez con más sentimiento. Al cabo profirió entre sollozos:

—No sé lo que tengo... nada me ha pasado... pero he sentido miedo de pronto... ¡un miedo tan horrible...! Pensé que no te volvería a ver más...

Reynoso sonrió aplicando sobre sus mejillas algunos besos prolongados.

—Es que estás nerviosa, hija mía.

—Sí, muy nerviosa.

—Voy a llamar para que te traigan una taza de tila con azahar.

Elena se opuso resueltamente. Se encontraba bien; no necesitaba otra cosa que tranquilidad y sentirle cerca de sí. Y se estrechaba contra él y le apretaba la mano y de vez en cuando la llevaba a sus labios. Reynoso a su vez la apretaba tiernamente contra su pecho y le acariciaba la cabeza rozando con los labios sus cabellos dorados.

Al cabo de un largo silencio, Elena levantó sus ojos mojados de lágrimas y sonriente y confusa balbució con mimo:

—¡Si me hicieses un favor, Germán!

—¡Cuanto tú quieras, alma mía!

—Es que acaso te moleste...

—Si me molesta, mejor: así tendrá algún mérito.

—Quisiera que tocases la novena sinfonía de Beethoven, esa obra que tanto me gusta... Yo pienso que me tranquilizaría más que la tila y el azahar.

—¡Pero eso no es molestia, hija mía! Es un placer—replicó riendo el caballero.

Y abrazándola de nuevo y estampando un beso en su frente se alzó del asiento, se acercó al piano y lo abrió.

Elena comenzó a escuchar con tal inmovilidad y silencio que parecía la estatua simbólica de la atención. Aquel ser pueril, de natural tan ligero y aturdido hallaba repentinamente en el fondo de su alma una seriedad increíble. Las frases graves, solemnes de la inmortal sinfonía le revelaban el acuerdo misterioso de las cosas entre sí y el de su propio corazón con el universo. Su espíritu se bañaba en lo infinito y percibía como uno de los más escogidos de la tierra la eterna, profunda armonía que reside en el centro de la vida inmortal. No lloraba: sus grandes ojos abiertos parecían absorber oleadas de luz. De vez en cuando los cerraba con un gesto aprobador. ¡Así es; así es el mundo; así es la vida! Reynoso que había advertido vagamente el efecto que aquella obra producía siempre en su esposa la tocaba ahora con singular maestría, con un sentimiento arrobado y una unción que hasta entonces jamás había sentido.

Cuando terminó y se alzó del asiento, Elena vino hacia él, se colgó de su cuello y dejó caer la cabeza sobre su pecho sin decir palabra. Así estuvieron unos instantes. Suavemente Reynoso la condujo al diván y la sentó sobre sus rodillas. ¿Y ahora estaba contenta? Sí, sí, Elena estaba muy contenta; todo se le había pasado. Y volviendo repentinamente a su acostumbrada alegría comenzó a charlar con animada volubilidad. ¡Qué susto le había dado! ¿verdad? ¡Vaya una cara chistosa que había puesto cuando la vio aparecer! ¡Ni que fuera la estatua del Comendador! Él se defendía; se había asustado, es cierto, pero inmediatamente había sentido una extraordinaria alegría.

—¡Mentira! Tú te dijiste: «Vaya unas horas oportunas que tiene mi mujercita para visitarme.» Y echaste de menos en seguida tu hermoso sueño interrumpido.

—¡Qué idea! Al contrario; por ver estos ojos divinos, por acariciar estos cabellos de oro, por besar estas manos de nieve y de rosa velaría yo toda la vida.

—No seas embustero. Confiesa que dormías a pierna suelta y muy a gusto lejos de tu pobrecita Elena.

—Que dormía, sí, lo confieso; pero niego que durmiera a gusto. Mientras el sueño no me rindió tu imagen no se apartó de mi pensamiento.

Elena alegre con estas palabras como un pajarito en el árbol aparentaba no creerle, le tiraba del bigote, le daba suaves bofetadas en las mejillas, le tapaba la boca, «el frasco de las mentiras» como ella decía. Pero él, aunque enajenado por aquella lluvia de caricias, concluyó por mostrarse inquieto. Tal vez su ruidosa alegría dependiera del mal estado de sus nervios, fuese una continuación de la crisis. Así que con timidez le insinuó la idea de acostarse. Elena protestó inmediatamente. Se hallaba admirablemente: no sentía ningún sueño.

—Pero, hija mía, es imposible que después del sacudimiento nervioso que has tenido, después del viaje tan molesto en carruaje, no te sientas fatigada. ¿No sería mejor que fueses a la cama?

Hizo nuevas protestas de que no estaba fatigada, de que no tenía sueño. Quien lo tenía era él, el grandísimo cazurro, que con el achaque de que ella se reposase sentía unas ganas atroces de meterse otra vez entre sábanas y roncar como un gañán. Don Germán reía asegurando que sólo temía por la salud de ella.

—¡Pero cuántas mentiras me has dicho hoy, Virgen del Carmen! ¿No te remuerde la conciencia de engañar de ese modo a una infeliz mujer?

Y de nuevo volvió a su charla voluble, incoherente, hablando del adorno de la casa, que era su tema favorito, saltando por intervalos al teatro, a las tertulias que había asistido, a las amigas, para volver de nuevo a la casa, a sus eternos proyectos de reforma, echar abajo el tabique del comedor, levantar en el jardín sobre columnas una serre que comunicase con él, cambiar la decoración del despacho de su marido que era muy vulgar por un mobiliario estilo americano que había visto en la calle de Alcalá. Porque Elena se metía a reformar hasta las habitaciones particulares de su marido y éste la dejaba hacer, feliz de verla tan divertida.

Poco a poco, no obstante, aquel chorro de palabras se fue haciendo menos copioso. Su marido se lo hizo notar. ¿Tendría sueño por ventura? Elena se mostró indignadísima ante aquella superchería y para castigarla le dio unos cuantos pellizcos y le tiró del bigote con refinada crueldad. Pero entonces, ¿por qué comenzaba a apoyar la cabeza en su pecho? ¿Por qué no se mantenía derecha?

—Porque hablo mejor así, antipático. ¿No comprendes que tengo la boca más cerca de tu oído?

Sin embargo cada vez hablaba menos. Últimamente se quejó de que su marido no decía nada. ¿Por qué no hablaba? ¿Todo lo había de decir ella? Reynoso por complacerla se puso a contarle lo que había hecho durante el día, su excursión a la sierra. Elena escuchaba cediendo cada vez más al letargo que la invadía. Su marido sonrió. Ella advirtió su sonrisa.

—¿De qué te ríes socarrón? ¿Te figuras que tengo sueño?

No, no tenía sueño: y para demostrarlo abría desmesuradamente sus hermosos ojos negros.—¡Habla, habla que te escucho!

Don Germán siguió hablando maquinalmente, sin preocuparse de lo que decía. Al cabo aquellos ojos brillantes quedaron inmóviles unos instantes y de pronto se cerraron. Elena se durmió como un niño en los brazos de su marido.

XIII - VIDA LITERARIA

El estreno feliz de su drama fue una verdadera desgracia para Tristán. Los reparos que algunos críticos pusieron a la obra, particularmente los del famoso Leporello, le hirieron como graves injurias. Además, esperando fundadamente que permaneciese mucho tiempo en el cartel, la empresa, atendidas ciertas circunstancias de renovación de abono, la retiró después de la quince representación. Fue un golpe mortal para su amor propio. Desde luego sospechó que la mano de Estévanez, del traidor Estévanez había intervenido en este asunto. Así que vio que comenzaban los ensayos de un drama de éste ya no le cupo duda alguna. Un odio frenético prendió en su corazón. Para desahogarlo un poco comenzó a asistir a las tertulias literarias de los cafés y cervecerías, con predilección a una que se reunía por las noches en un rincón del café de Fornos. Allí, sobre aquellas dos mesas de mármol pegadas, se hacía diariamente la disección en vivo de los escritores de más nota. Naturalmente Estévanez, en su calidad de astro de primera magnitud, era quien más a menudo ofrecía sus carnes palpitantes al estudio de aquellos jóvenes anatómicos. Tristán gozaba voluptuosidades desconocidas metiendo en ellas el bisturí de su lengua. Sus aptitudes quirúrgicas se desenvolvieron prodigiosamente con el ejercicio. Él, que había sido hasta entonces hombre de estudio, en pocos meses se hizo un maldiciente de café. Pasaba aquí horas y horas no sólo sin preocuparse de sus libros sino, lo que era peor, sin preocuparse mucho de su joven esposa. Esta, que cada vez se encontraba más pesada a causa de su embarazo, salía poco de casa. La acompañaban Elena y Visita; recibía también las frecuentes visitas de doña Eugenia y Araceli, pero su señor marido no hacía mucho polvo en casa.

El caso es que Tristán, pasando la vida en el café y en los saloncillos de los teatros, juzgaba de buena fe por una increíble aberración de su espíritu que llevaba la existencia más adecuada para un literato. Ocupado incesantemente en triturar las obras de los demás, aguzaba, es cierto, su sentido crítico, pero se le iba embotando la inspiración creadora. Así que cuando se ponía delante de la mesa de trabajo le costaba insuperable emborronar algunas cuartillas. Y cuando al día siguiente las leía parecíanle tan desabridas que solía dar casi siempre con ellas en el cesto de los papeles rotos. Hervía no obstante su cerebro en proyectos, sentía cada día más vivo el deseo de la gloria, pero cada día se hallaba también más incapaz de cualquier esfuerzo tenaz y serio para conquistarla. Por otra parte, una vez alcanzada preveía los sinsabores que consigo arrastra, sentíase débil para sufrir las objeciones de la crítica como ya lo había experimentado, comprendía que en cuanto se levantase un poco tendría contra sí a todos sus camaradas de café y de saloncillo y se sentía intimidado. Veíase yacente y desnudo sobre aquellas dos mesas pegadas del café de Fornos. ¡Cuán torvas brillaban las cuchillas y los bisturíes! Ya los creía sentir en sus entrañas. Y de hecho estaba bien seguro de que la amistad con los jóvenes anatómicos no aplacaría, sino que exacerbaría su fiereza. Indudablemente era más dulce buscar las articulaciones de los otros. Ya no frecuentaba tanto a Gustavo Núñez porque a éste le agradaban más los apartes con las damas que las reuniones con los hombres aunque fuesen literatos. Sin embargo, alguna vez paseaban o comían juntos. El pintor no había dejado de visitar la casa de los recién casados aunque estaba seguro de que no era santo de la devoción de la señora. Y en estas conversaciones solía embromar lindamente a Tristán con sus nuevos amigos reprochándole el tiempo que perdía. Tristán se defendía alegando que el trato con la gente de la misma profesión era de absoluta necesidad para sostenerse y confortarse.

—No lo pienses, querido Páramo, no lo pienses. La unión hace la fuerza en todas partes menos en el arte. En el arte el aislamiento es el que hace la fuerza.

Nuestro joven se daba alguna vez cuenta de ésta y otras verdades que Núñez le soltaba a quema ropa. En ciertos momentos veía lo estéril de aquellas críticas y lo triste de estar acechando y comentando el trabajo de los otros descuidando el suyo. Por otra parte, tanto en el café como en los saloncillos de los teatros, había tenido ya más de un rozamiento, alguna disputa agria que no había terminado en el campo del honor por milagro. Acaso no fuera milagro, sino el temor que inspiraba la misma violencia de Tristán y su extraordinaria habilidad en la pistola, ya conocida de algunos. Pero por más que despreciase en el fondo del alma aquellas resquemantes tertulias y se propusiera más de una vez huirlas, no le era posible. Después de almorzar, los pies le arrastraban quieras que no al café de Fornos y después de comer hacia el saloncillo del Español o de la Comedia. Para ello a menudo necesitaba despertar a su joven esposa, que después de las comidas gozaba en sentarse sobre sus rodillas y quedar un momento traspuesta con la cabeza apoyada en su hombro. Crueldad estúpida de la cual no se daba bien cuenta. La pobre Clara sentía el corazón apretado cuando su marido por ir a gozar la compañía de sus amigos la obligaba a levantarse de aquel asiento donde el amor la clavaba. ¡Si supiera que aquellos amigos por quienes la abandonaba le aborrecían cordialmente como se aborrecían entre sí y estaban siempre aparejados para inferirle todo el mal que pudieran!

Una de las pocas, casi la única admiración que ya le quedaba a Tristán en literatura era la de Rojas, su maestro y protector. No asistía con puntualidad a sus tertulias nocturnas de los viernes, pero iba de vez en cuando. Y cuando tropezaba en la calle al célebre poeta, nunca dejaba de departir con él algunos instantes y solía acompañarle hasta el paraje adonde se dirigía. Además se complacía en defenderle en todas partes y a boca llena le apellidaba el primer poeta español de su siglo. Un día fue invitado para la velada que en honor suyo debía celebrarse al día siguiente en el salón paraninfo de la Universidad. Como admirador, como discípulo y amigo íntimo, ocupó un puesto en primera fila, «entre los alabarderos» como él mismo decía riendo a su maestro. Leyó éste con su reconocida maestría, admirada en toda España, lo mejor de su repertorio, La oda a Gravina, La barca a pique, La cita, El cóndor y sobre todo las leyendas, las incomparables leyendas. El público electrizado no se hartaba de aplaudir y pedir más. Mas he aquí que a Tristán le acomete repentinamente un grande, un inmenso tedio. Toda aquella poesía ¿qué era en el fondo? Palabritas sonoras enlazadas unas a otras para halagar el oído. ¿Qué pensamiento, qué emoción se agitaba debajo de esa brillante cascada? Cierto que las descripciones eran felices, ¿pero el don de la poesía consiste solamente en describir los objetos exteriores? El espíritu humano no se alimenta de descripciones, sino de ideas y sentimientos. Todo le pareció pueril, primitivo en aquella poesía. En una época de duda, de tristes desengaños como la nuestra se le debe exigir al poeta que remueva nuestra alma con las ideas más caras y tentadoras, que eche alguna vez la sonda en los grandes misterios que a todos nos fascinan...

Acometiole tedio y tristeza. Miraba a aquel hombrecillo ya caduco con sus largas melenas grises que había pasado cincuenta años describiendo los ojos de las odaliscas y el galope de los caballos, los rugidos de la mar, el vuelo de las mariposas. ¿Y esto es un gran poeta?—se preguntaba con un bufido desdeñoso. En un punto pasó de la admiración al desprecio. Le pareció que caía la venda de sus ojos y se rió de sí mismo que por mucho tiempo había adorado a aquel idolillo de marfil. Cuando instado por el público Rojas se puso de nuevo a leer La danza de las ondinas no pudo resistir más; se alzó del asiento y salió a la calle.

Aburrido y encolerizado bajó hasta la Puerta del Sol y entró en un café a tomar chocolate. Poco después entró Gustavo Núñez con otros amigos, pero los dejó unos instantes y vino a sentarse a su mesa. Bajo la impresión del cambio brusco de ideas, cuando se habían cruzado algunas palabras indiferentes, Tristán desahogó con el pintor aquel nuevo desprecio que sentía. Pocas cosas en este mundo le quedaban ya por despreciar. Núñez hacía tiempo que las despreciaba todas. Escuchole sorprendido y risueño. En sus ojos verdosos chispeaba una alegría burlona observando con qué furor Tristán acometía toda la obra literaria de Rojas. En verdad que no le dejó hueso sano. Como si se hallase bajo el resquemor de un agravio personal se mostró tan excesivo en sus críticas, tan descompuesto y exasperado que producía un efecto cómico. Núñez soltó la carcajada.

—¡Anda con él, hijo! ¡Chúpale la sangre! ¡Arrástrale por las melenas!

Tristán se sintió un poco avergonzado.

—No te imagines que éstos son solamente desahogos de café. Antes de muchos días pienso publicar un estudio sobre Rojas y se sabrá lo que ahora pienso de su poesía anodina.

—No harás bien—dijo fríamente Núñez.

—¿Por qué?

—Porque siendo hasta ahora su amigo y admirador se supondrá, como es natural, que habéis reñido.

—No diré una palabra en desdoro de su persona; al contrario, le trataré con el mayor miramiento. ¡Pero en cuanto a su obra...!

—Eso es peor, porque entonces se achacará tu ataque a los celos del oficio.

Tristán levantó la cabeza con orgullo.

—Jamás he sentido la envidia.

Núñez alzó los hombros con indiferencia, se quedó unos instantes silencioso y pensativo, y al cabo poniéndose en pie para irse repuso en voz baja:

—¡La envidia...! La envidia, querido Tristán, es un sentimiento tan constante en el corazón del hombre que aun los juicios más exactos, más imparciales acerca de nuestros contemporáneos cuando no les son absolutamente favorables se atribuyen a envidia.

Le dio la mano y se despidió.

No hizo caso de la juiciosa advertencia. Pocos días después aparecía en El Independiente el primer artículo de la serie de tres que dedicaba al estudio de la obra poética de Rojas. Aunque hizo lo posible por moderarse y de buena fe pensó haberlo logrado, el estudio resultó un ataque violento que dejó estupefacto al mundo literario. Como lo había previsto Núñez, levantó polvareda y produjo indignación. Aun los mismos enemigos de Rojas censuraron con acritud la conducta de Tristán. Al cabo se trataba de un anciano cubierto de laureles. Nadie menos que él, su protegido y discípulo, tenía derecho a escribir semejantes artículos. Tales censuras que llegaron pronto a sus oídos y que no tardó tampoco en ver estampadas en la prensa le mortificaron enormemente, le pusieron de un humor endiablado.

No necesitaba de este pequeño tropiezo para vivir malhumorado. La vida para él era un continuo tropiezo. Donde los demás veían el camino raso y cómodo, él encontraba una carrera de obstáculos. El descuido de un criado, la informalidad de un amigo, la pérdida de cualquier objeto, una visita pesada, el frío, la lluvia, el sol, todo servía para obscurecerle y era pretexto para un torrente de amargas reflexiones sobre el universo, la vida, el destino del hombre, etc., que dejaban atónita a Clara. Esta padecía bastante del humor tétrico de su marido. Sin embargo, el misterio adorable que en su ser se efectuaba y el fausto acontecimiento que esperaba con impaciencia manteníanla en un estado de embelesamiento y de éxtasis del cual no era fácil sacarla.

Un disgusto producido por el temperamento receloso y suspicaz de su marido vino no obstante a arrancarla de él y desazonarla por algunas horas. Había encargado Tristán a un agente privado llamado Samper la venta de ciertos efectos y la compra de otros. Este agente había sido en otro tiempo dependiente de su tío y entonces había hecho amistad con él. Era hombre afectuoso, trabajador y exacto en el cumplimiento de sus deberes. Por esto y por la buena amistad que con él mantenía solía encargarle de sus pequeños negocios, cobro de intereses, permutas de efectos, etc., con preferencia a otros demás posición y categoría. El asunto de que ahora se trataba era de alguna entidad, ventilándose una cantidad de treinta mil pesetas aproximadamente. Por la mañana le había entregado Tristán los títulos con el objeto de negociarlos en la Bolsa por la tarde, y quedaron en verse aquella misma noche en el café a primera hora para que le diese cuenta de la operación. Tristán acudió puntual, pero Samper no pareció por allí. Aguardole media hora, una hora, hora y media. Nada. Entonces acometiole de pronto la sospecha de que se hubiese fugado con el dinero. Apenas nacida esta sospecha se fue enseñoreando rápidamente de su espíritu. Samper no era rico y treinta mil pesetas pudieran haberle seducido. Aguardó todavía algún tiempo y al cabo se lanzó a la calle dirigiéndose a paso largo hacia la casa de huéspedes en que aquél habitaba. En efecto, Samper había salido aquella misma noche de Madrid para Santander. Había llegado turbado a casa diciendo que tenía a su padre muriendo, metió apresuradamente alguna ropa en la maleta y había partido. Tristán quedó sofocado de indignación. Comprendió que todo aquello no era más que una comedia. Sin pérdida de tiempo se dirigió al Gobierno civil, habló con el secretario que era su amigo y logró que se pusieran telegramas para que se le detuviese en el camino.

Al día siguiente supo que se le había detenido en Palencia y que regresaba aquella noche conducido por la guardia civil. Pero antes que llegase recibió el paquete de los nuevos títulos comprados que le enviaba un banquero amigo de Samper a quien éste los había dejado con tal objeto. Tristán quedó estupefacto y aterrado de su precipitación. No se atrevió a ir a la estación a esperarle, pero envió a García para que le diese toda clase de excusas y escribió al mismo tiempo al secretario del Gobierno haciéndole saber lo que había pasado y lamentándose mucho de ello. García llegó de la estación pálido y tembloroso. La escena que allí se había desarrollado fue violenta en extremo. Samper, más desesperado aún por el retraso del viaje que por la vergüenza sufrida, se había desbordado en palabras de indignación. Los presentes compartíanla con él y censuraban acremente a Tristán, a quien García no osaba apenas defender. El desgraciado agente, sin ir a su casa, tomó otra vez el tren.

Pocos días después un hombre enlutado se presentó en casa de Tristán. Era Samper. Había salido aquél y el agente iba a retirarse cuando vio en el corredor la figura de Clara que se asomaba para ver quién era la visita.

—Sólo venía, señora—le gritó desde la puerta—, a dar las gracias a su marido por el buen concepto que le merezco...

—Ha sido una equivocación según creo—respondió Clara toda turbada.

—Yo también me he equivocado, señora, porque pensé que los sabios como su marido serían los hombres más prudentes y los más delicados.

—Perdone usted... Él ha tenido un disgusto bien grande...

—Siento muchísimo habérselo proporcionado—replicó Samper con sonrisa sarcástica—. No deje usted de decírselo de mi parte y de darle las gracias igualmente por haber impedido que abrazase por última vez a mi padre y le cerrase los ojos...

Aquí la voz se le anudó en la garganta al pobre hombre y rompió a sollozar. Clara, llorando también, acudió a consolarle y después que partió se sintió indispuesta.

XIV - UN DESCUBRIMIENTO DEL PAISANO BARRAGÁN

Elena había logrado tener sus martes. Desde las cuatro recibía en su lindo boudoir a los amigos y amigas de más intimidad. Se charlaba, se reía, se tomaba te, se comían bastantes emparedados y se decían no pocas tonterías. Hecho lo cual entre siete y ocho de la tarde marchaba dignamente la elegante sociedad a prepararse con recogimiento para los emparedados y las tonterías de los miércoles de otra no menos amable señora. La institución de estos martes, por venerable que fuese, no había encontrado eco simpático en el corazón de Reynoso. No se opuso a su erección porque jamás contrariaba los gustos de su esposa, pero se reservaba el derecho de no contribuir a su esplendor. Pocas veces se le veía en aquel círculo, y cuando se dejaba ver sólo era por cortos momentos. Formábanlo, en su mayoría, las familias de la colonia veraniega del Escorial que Elena había tenido ocasión de tratar, pero también acudían otros elegantísimos miembros de la alta sociedad madrileña que no reparaban en sacrificar para ello algunas horas de su precioso tiempo.

Aquel día rebosaba de distinción y de elegancia el gabinete y el saloncito contiguo de la bella esposa de Reynoso. Una duquesa, tres condesas, una marquesa y dos vizcondesas; además las de Domínguez y las de Mínguez, emparentadas con lo más elevado e inaccesible de la aristocracia española. Araceli estaba en sus glorias. Empezaba a perdonar a Elena su obscura estirpe en gracia de los muchos títulos que ya acudían a sus martes. Además allí celebraba largas e interesantes conferencias con el primogénito del duque del Real-Saludo y Elena protegía sus amores y la duquesa los toleraba. La razón de esto último consistía en que sus principios impedían a la duquesa el estar de acuerdo con su marido en ningún asunto de este mundo. Erigido en sistema tan saludable precepto, es preciso confesar que desde su juventud fue un modelo de consecuencia. El duque por su parte lo fue igualmente toda la vida de noble terquedad. El matrimonio de Araceli no adelantaba pues un paso, pero sus amores iban a galope. Por la mañana en el balcón, por la tarde en la Castellana o el Retiro, por la noche en el teatro o en los saraos los enamorados no se perdían apenas de vista y aun puede decirse de oído. Pero donde más se placían por la libertad y confianza que gozaban era en casa de Reynoso.

Hablaba pues animadamente Araceli con Gonzalito en un rincón; hablaba en otro con no menor animación el chico de Domínguez con una de las chicas de Mínguez; y distribuidas por la estancia en butaquitas y sillas volantes charlaban las señoras con zumbido de cigarras a la hora de la siesta. Clara, por instinto, se había acercado a otra joven señora también encinta y comunicaba con ella sabias y profundas observaciones acerca del arte de fajar los infantes. Elena, la condesa de Peñarrubia y otra señora se decían ardorosamente los últimos secretos de la moda. Tristán bostezaba con la mayor elegancia hojeando un álbum de retratos. Pero había allí una mamá, la señora de Goyeneche, cuya hija alta, huesuda, era una notabilidad en el piano. Como es natural se la instó, se la suplicó con vehemencia para que hiciese feliz por algunos cortos instantes a la reunión. La joven se resistía con palabras humildes como todas las notabilidades: «¡Oh, felices! ¡Si yo no hago más que cencerrear un poquito...! Tendrán ustedes que taparse los oídos.» Y otras frases por el estilo acompañadas de un poquito de rubor que impresionaba gratamente a los tertulios y les obligaba a redoblar sus esfuerzos. No obstante, la mamá ni aun en broma podía oír que su hija cencerreaba y decía en voz baja que Mr. Lamotte, su profesor, había declarado más de una vez que jamás había tenido una discípula tan aprovechada.

Al fin se logró que la niña se acercase haciendo contorsiones hasta el piano.

—¿Qué toco, mamá?—preguntó dulcemente encarándose con la autora de sus días.

—Toca Les premieres feuilles du printemps—respondió la mamá con una pronunciación que hubiera hecho dar un salto a cualquier parisién.

—No sé si me acordaré... ¡Hace tanto tiempo que no toco esa pieza!

¡Mentira! Aquella misma mañana la había tocado dos veces con el profesor. La mamá guardó el secreto.

Se puso al cabo a teclear. Los tertulios escucharon dos o tres minutos con atención: luego cada cual anudó la conversación interrumpida con su vecino. De tal suerte que a los cinco minutos nadie escuchaba a la notable joven más que su entusiasta mamá. Esta, con los ojos fijos en el suelo, las mejillas encendidas, el espíritu recogido, estaba pendiente de los dedos de su niña como si entre ellos se estuviese ventilando la salvación del género humano. De vez en cuando Elena suspendía la conversación un instante y exclamaba en voz alta:

—¡Qué hermoso! ¡Qué delicadeza de ejecución! ¡Es una preciosidad!

Los demás volvían también la cabeza y murmuraban: «—¡Precioso! ¡precioso!»

Inmediatamente todos anudaban su cuchicheo interesante, empezando por la señora de la casa: «—El sombrero malva, el vestido malva, la sombrilla malva, el forro del coche malva...»

La pianista animada por los elogios ponía el alma y la vida en la interpretación de Les premieres feuilles du printemps. Pero las nuevas hojitas primaverales brotaban en medio de una espantosa soledad. Sólo la señora de Goyeneche apreciaba sus matices delicados y su frescura virginal.

La pieza terminó. Transcurrieron unos momentos sin que la reunión distraída se diese cuenta de ello. En cuanto se comprendió estallaron los bravos; todo el mundo felicitaba con elogios hiperbólicos a la artista que confusa y ruborizada se agitaba en contorsiones humildes, mientras su mamá embargada por la emoción estaba a punto de romper a llorar.

Algunos minutos después, abrumada quizá por el peso de su gloria y sintiendo generosamente el deseo de compartirla, la pianista preguntó por qué el señor Aldama no leía alguna de sus hermosas poesías que tanto renombre le habían dado. Como se trataba de un hermano de los amos de la casa los demás también lo preguntaron. Tristán, que no era aficionado a esta clase de lecturas domésticas, rehusó bruscamente la invitación. Sin embargo, la condesa de Peñarrubia con un gesto melodramático le pidió permiso para recitar ella misma una de sus mejores composiciones, El golpe de viento, que sabía de memoria. Tristán se lo otorgó con galantería. La condesa obtuvo un triunfo ruidosísimo. Hubo necesidad de repetir. Entonces el poeta animado por el tufillo de gloria que le entraba por la nariz se aventuró a sacar de la cartera una poesía que había terminado el día anterior, aunque adivinase que no era muy a propósito para ser leída en una reunión mundana.

En efecto, la poesía se titulaba Mi cadáver. Era una visión fúnebre de lo que sería su cuerpo después de la muerte. El poeta describía prolijamente todas las fases de su descomposición cadavérica con verdad y relieve admirables. ¿Cómo estarán mis ojos?—se preguntaba. Sus ojos quedarían opacos, vidriosos y poco a poco se irían poblando de gusanos que concluirían presto con ellos dejando negras, vacías las órbitas. ¿Cómo quedaría su cabeza? La masa de sus cabellos se iría desprendiendo de ella cayendo al cabo en el fondo del ataúd como un montón de barreduras, la piel se huiría dejando al descubierto blanca como la porcelana la tapa del cerebro. ¿Cómo quedarían sus manos? ¡Ah! sus pobres dedos, aquellos dedos que tantas veces habían acariciado las sortijas de tus cabellos de ébano, que oprimieron las rosas de tus mejillas y humildes y temblorosos buscaban los tuyos en la obscuridad, servirían durante algunos días de festín a una legión de gusanos y serían pronto objeto de horror aun para ti misma, hermosa, si los vieses...

La tertulia de Elena quedó estupefacta y aterrada. La composición estaba escrita con talento y esto mismo la hacía aún más aterradora. Muchos se despidieron inmediatamente; otros quedaron haciendo comentarios en voz baja, poco halagüeños para el poeta. Elena, cuyo miedo infantil a la muerte era proverbial en la familia, se sintió indispuesta a los pocos momentos. Fue necesario que le diesen algunas cucharadas de azahar y le hicieran oler el frasco de sales. Al cabo con gesto de indignación dijo a su cuñada:

—Me alegro, hija, de no hallarme en tu caso, porque si lo estuviera abortaría seguramente.

Cuál sería el asombro y el susto que recibió cuando a las dos de la madrugada vinieron a decirle que Clara estaba con los dolores de parto. Vistiose apresuradamente diciendo para sus adentros: «¡Estaba previsto! ¡Cómo no había de suceder esto después de haber escuchado aquella poesía de los gusanos!»

Reynoso y ella se trasladaron lo más pronto que les fue posible a la calle del Arenal, pero ya llegaron tarde. Clara acababa de dar a luz un hermoso niño. Elena apenas podía creerlo; tan persuadida estaba de que su cuñada tendría un aborto. Inmediatamente se apoderó del infante, y después de arreglado convenientemente se lo llevó a su padre que arrellanado en una butaca del despacho estaba comiendo melancólicamente unas rajas de jamón en dulce. La emoción le había producido hambre.

—¡Aquí está el botón de rosa...! ¡Aquí está el tesoro...! ¡Este es el rey Salomón! ¡Este es el emperador de la China!

Detrás de Elena venían doña Eugenia y Visita, a quienes se había enviado aviso, y algunas criadas. Tristán tomó a su hijo en las manos y clavándole una larga mirada de infinita compasión exclamó:

—¡Desdichada criatura condenada a la vida! El Destino me ha elegido a mí como instrumento para dártela. Si así no fuese te pediría perdón por ello. ¡Qué preferible sería para ti que permanecieras eternamente en los limbos de la nada! Dentro de pocos días abrirás los ojos, el telón se alzará y la escena del mundo quedará al descubierto. Sorprendido y ansioso esperarás con impaciencia las bellas, las dulces, las alegres aventuras como yo las he esperado, como las espera todo el mundo. Pronto sabrás a tu costa que en este planeta alumbrado por el sol no hay más que dolor, trabajo, pesares y miseria.

—¡Quita allá, majadero!—exclamó Elena furiosa arrancándole el niño—. ¡Vaya un modo gracioso que tienes de saludar a tu hijo! ¡No hacía falta ya sino que le leyeses la Oda de los gusanos de esta tarde!

Los demás mostraron también en su rostro el mal efecto que les causaba aquel exabrupto.

—Tienes razón, Elena—repuso el joven engullendo un pedazo de jamón y aplicando a sus labios la copa de Jerez—. Hay cosas que deben reservarse. Al enamorado no se le puede decir que la novia es fea aunque lo sea. Después de todo tampoco hace falta. La miseria de este mundo es tan visible que ni aun el que voluntariamente cierra los ojos deja de percibirla, porque si no la ve la siente.

—Y si hubiera muchos antipáticos como tú este mundo sería sin duda más desgraciado—replicó Elena saliendo bruscamente de la estancia con el niño.

Contra lo que podía presumirse, supuesto el recibimiento que le había hecho, Tristán se mostró desde el principio como padre atento y vigilante hasta caer en lo ridículo. Así que su hijo tuvo a bien presentarse en este mundo de horror y tristeza, se creyó en el deber de hacérselo más llevadero. El medio más adecuado para ello pensó que sería comprar los libros recientes que trataban de la higiene y educación de los niños. Día y noche se entregó a su lectura con verdadero furor. En pocos días adquirió una suma increíble de conocimientos que puso en conmoción a todos los criados de la casa. El modo de lactarlo, el modo de vestirlo, el modo de bañarlo, todos los agentes internos y externos a los cuales pudiera estar expuesto el infante cayeron inmediatamente bajo la crítica inflexible de su enorme sabiduría. Clara, que como buena y robusta madre criaba a su hijo, estaba sorprendida, pero acataba los fallos de su marido porque los creía fundados en las prescripciones de los sabios. Lo peor del caso era que ¡cosa rara! éstos no solían estar conformes en sus métodos. Un libro afirmaba que a los niños no se les debe poner más que vestidos holgados; otro decía que esto es expuestísimo a las desviaciones de la columna vertebral. Un sabio aconsejaba que desde los primeros meses se les calzara con zapatos de suela; otro tronaba contra esta horrible costumbre y vaticinaba resultados tristísimos si se les aprisionaba los pies. El uno preconizaba el uso del agua fría en los baños; el otro se revolvía contra este procedimiento y afirmaba con datos estadísticos que el agua fría aumentaba la mortalidad un treinta y cuatro por ciento, mientras el uso del agua caliente la rebajaba hasta un veintitrés.

El resultado de esto era que nadie sabía a qué atenerse en la casa y todo el mundo andaba de cabeza. Se le estaba bañando unos días en agua fría; de pronto venía la orden de que se usase el agua caliente. Se le estaba fajando con una docena de vueltas; cuando menos podía pensarse quedaba proscrita la faja. Mamaba el infante cada dos horas; pues bien, un día cambiaba radicalmente el sistema y se le dejaba mamar en cuanto llorase. Todo a merced del último libro o revista que cayese en las manos del amo de la casa.

Todavía no era esto lo que causaba más desazón en la familia. Tristán leyó un artículo en que se descubrían los abusos infames que las criadas cometían algunas veces con los niños más tiernos, unas veces atormentándoles, otras acariciándoles demasiado. Inmediatamente se puso a sospechar de cuantos tomaban al niño en las manos, a ejercer una vigilancia incesante sobre la servidumbre. En cuanto una muchacha cogía el niño, ya estaba su papá con los ojos clavados en ella; la seguía a todas partes, le prohibía tocarle si no fuese por encima de la ropa. Procuraba también ocultarse y hacerles pensar que estaban solas, espiándolas por el quicio de las puertas o presentándose de golpe cuando menos lo esperaban. Al principio las domésticas no podían comprender qué significaban aquellos desusados pasos y lo tomaban como una de sus muchas extravagancias; pero así que lo supieron se mostraron tan ofendidas que resolvieron marcharse. Sólo por los ruegos de Clara, a quien adoraban, consintieron en quedarse.

Hacía ya dos meses que había nacido el niño y corrían los últimos días del mes de junio. Una noche, antes de ponerse a comer, cuando aún estaba Tristán en su despacho, entró una doncella a anunciarle que preguntaba por él aquel caballero que los señoritos llamaban paisano...

—¡Ah! sí, Barragán... Pase usted, Barragán, pase usted—añadió en voz alta y dando algunos pasos hacia la puerta.

—No; si no ha entrado aún, señorito—respondió la criada confusa.

—¿Cómo que no ha entrado? ¿Le ha dejado usted en la escalera?

Efectivamente le había dejado en la escalera y con la puerta cerrada. Cuantas seguridades se habían dado a la servidumbre de que Barragán era una buena persona y no un malhechor fueron insuficientes a disipar sus recelos. En el fondo las criadas estaban convencidas de que un día u otro aquel sujeto jugaría una mala partida a sus señoritos.

—Pásele inmediatamente y no vuelva usted a hacer eso.

Un instante después aparecía en el despacho el rostro espantable del paisano Barragán. Lo primero que hizo antes de saludar fue cerrar cuidadosamente la puerta. Luego, dirigiendo miradas torvas en derredor y entregándose a una serie de muecas a cual más odiosa y espeluznante, avanzó cautelosamente hacia Tristán y le puso una mano sobre el hombro. A pesar de la absoluta convicción que éste tenía de su honradez no pudo menos de retroceder un paso, dando señales de susto.

—Usted me perdonará, Tristanito, que le moleste un momento. Tengo que hablarle de algunas cosillas serias.

Barragán era el hombre de los diminutivos.

—Estoy a sus órdenes, amigo Barragán—respondió Tristán completamente asegurado...—Pero siéntese usted.

Barragán se sentó y a su lado Tristán. Aquél volvió a pasear una mirada salvaje por la estancia y sonriendo ferozmente preguntó con la mayor finura:

—¿Cómo está usted, Tristanito? Bien, ¿eh? ¿Y Clarita? ¿y el niño? Me alegro, me alegro muchísimo.

Una vez enterado de la salud de todos pensó Tristán que el paisano pasaría a explicarle el asunto serio que allí le traía. Pero no fue así. Lo único que hizo fue mirarle durante largo rato fijamente como si tratase de inquirir si efectivamente se hallaba bien de salud o es que le ocultaba alguna secreta dolencia.

—¿Conque bien, Tristanito? ¿bien de verdad, eh?

Tristán un poco impaciente le aseguró que nada le dolía. Pero disipadas estas dudas parece que renacieron más vivas las referentes a la salud de Clara. Hubo necesidad de asegurarle igualmente que la joven madre jamás se había sentido más vigorosa. ¿Y el niño? ¿Cómo seguía el pobrecito? Inmediatamente el paisano se puso a disertar sobre el tiempo y a hacer comparaciones geográficas entre España y Guatemala, y dando un salto después llegó hasta Méjico y habló de los gauchos y de las vacas salvajes y de las diligencias donde los viajeros iban pertrechados de todas armas y de los asaltos de los bandidos, etc. En fin, después de un largo rato de vagar por aquellos lejanos países se levantó de la silla y se dispuso a marcharse. No quería estorbar; sin duda irían a comer... Tristán asombrado también se levantó del asiento y le acompañó hasta la puerta del despacho, pero una vez allí no pudo menos de decirle:

—¿Se ha olvidado usted de que tenía que hablarme de cierto asunto?

Barragán se puso un poco pálido, y como si le hubiesen aplicado en los riñones una fuerte corriente eléctrica, agitado y convulso comenzó a dar vueltas por la estancia mientras Tristán le contemplaba presa de la mayor estupefacción. Al cabo parándose delante de él le dijo:

—Siéntese usted, Tristanito, siéntese usted... Voy a hablarle... pero me permitirá que no me siente... No puedo; me encuentro alterado, completamente alterado.

—¿Quiere usted una taza de tila?—preguntó Tristán sonriendo interiormente de ofrecer tila a aquel monstruo.

—No, señor, muchas gracias; sólo le pido que me permita estar de pie y dar algunos paseos...

—Pasee usted cuanto quiera, amigo Barragán—repuso Tristán mirándole con curiosidad.

Pero con gran sorpresa suya en vez de hacer uso de esta facultad el paisano se dejó caer como un plomo sobre el diván, sacó el pañuelo y se lo llevó a la frente empapada de sudor.

—¡Es tan triste! ¡Es tan triste!—murmuró con abatimiento.

—Ha tenido usted algún disgusto, ¿verdad? ¡Oh! la vida es una cadena que no se compone de otros eslabones—dijo Tristán con filosófica conmiseración que ocultaba una positiva indiferencia.

—Sí; un disgusto bien grande... Pero aún siento más el que va usted a tener.

Tristán dio un salto en la butaca a pesar de su metafísica resignación.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué es ello? ¿Qué disgusto voy a tener?

—¡Es una desgracia, es una verdadera desgracia!—murmuró con más abatimiento aún Barragán.

—¿Qué desgracia es esa? ¿Qué ha pasado?—profirió el joven en el colmo de la impaciencia.

Barragán, que parecía más inclinado a las vagas lamentaciones que a las confidencias, repitió cada vez con acento más desolado:

—¡Qué tristeza! ¡Qué tristeza!

—Pero vamos a ver... ¡hable usted!—profirió el joven exasperado sacudiéndole por el hombro.

—¡Cálmese usted, Tristanito! Le aconsejo a usted que tenga calma en estas circunstancias.

No hay consejo menos calmante que el de la calma. Tristán, ya fuera de sí, comenzó a patear con furor, soltando al mismo tiempo una serie de interjecciones bien enérgicas.

—¿Quiere usted hablar o no? ¡Maldita sea mi suerte!

—Allá voy... Ya sabe usted, Tristanito, que a mí no me gusta pasearme por las calles y que muchos días monto a caballo y me salgo por las afueras.

—Sí, sí, ya lo sé. ¡Adelante!

—Y que suelo comer donde me pilla... a lo mejor en cualquier taberna... Creo que con eso no ofendo a nadie y que usted no me despreciará, ¿verdad, señor Aldama?

—Ni más ni menos. ¡Adelante!

—Pues había ido esta tarde hasta Vallecas y a la vuelta entré en una taberna del camino, y como tenía hambre, mandé que me frieran unos huevitos y me guisasen un pisto. Es admirable cómo guisa los pistos la tía Bibiana del Puente de Vallecas. No deje usted de probarlo si algún día llega hasta allá...

—¡Lo probaré...! ¡Adelante!

—Pues como le digo, estaba comiendo, no en la taberna precisamente, sino en una piececita contigua donde suelen servir a los parroquianos que quieren estar solos. Esta habitación tiene una ventanilla al camino, y por ella vi que se detenía un coche de punto frente a la taberna y que bajaba de él ese pintor amiguito de usted...

—¿Núñez?

—Sí, señor. Entró en la taberna y le vi que pedía un vaso de agua para una señora que quedaba en el coche. La chica de la tía Bibiana quiso salir para servírselo, pero no lo consintió y él mismo fue a llevárselo. Yo había notado al través de los visillos que la señora procuraba ocultarse retirándose hacia el fondo del carruaje y esto despertó un poquito mi curiosidad. Así que con disimulo alcé un si es no es el visillo, apliqué el ojo, y cuando la señora se inclinó para tomar el vaso de agua quedé asustado viendo que era Elenita.

—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Mi cuñada Elena?

—La misma, Tristanito, la misma.

—¡No puede ser!

—Le digo que la he visto tan bien como le estoy viendo a usted ahora.

—¿Y no pudo usted haberse equivocado? ¿Que fuese una mujer parecida?

—Le repito que estoy bien seguro de ello. Ya se hará usted cargo del disgustillo que habré tenido. Con decirle que no pude probar otro bocado está dicho todo. Allí se quedó el pisto de la tía Bibiana sin que lo tocase. Yo quiero a Germán como si fuese mi hermano y le digo a usted en conciencia, Tristanito, que hubiera preferido perder cuatro mil pesetas a saber lo que he sabido. Me vine a casa y no pude parar en ella. Hace dos horas que ando dando vueltas por las calles y tantas cosas he pensado que tengo la cabeza como un volcán...

No había más que mirarle para cerciorarse de la verdad. Sus ojos sanguinolentos semejaban lava encendida: la boca un negro, espantoso cráter.

Tristán quedó unos momentos pensativo y luego poniéndole una mano sobre el hombro le preguntó:

—¿Ha dicho usted una palabra de esto a alguien?

—La primera persona con quien hablo desde el suceso es usted.

—Pues bien, le invito, le exijo por el interés de toda la familia que guarde usted absoluto silencio sobre lo que ha visto... o cree haber visto.

—Lo guardaré, Tristanito, lo guardaré.

—Ya pensaremos lo que se ha de hacer. Pero entre tanto, le repito, ¡silencio, mucho silencio!

Luego se puso a dar paseos por la estancia sin decir palabra, como si Barragán no estuviese allí. Este comprendió que estorbaba y se despidió, anunciando otra vez, más que con palabras por medio de signos desesperados, que si había hombre en el mundo que semejase un sepulcro ese hombre era él, el paisano Barragán.

Cuando quedó solo Tristán siguió paseando absorto en profunda meditación. Y pensando, pensando, resultó que a los pocos minutos adquirió el convencimiento de que Barragán había visto visiones. No tenía nada de extraño. Como era hombre tan poco acostumbrado a vivir entre damas ni aun entre personas civilizadas, bastaba cualquier semejanza de rostro o de toilette para que el infeliz se confundiese. Ni en el carácter de Elena ni menos en el de Núñez entraba semejante ruindad. Además, caso de que fuesen amantes no era verosímil que cometiesen la imprudencia de exhibirse paseando en coche por las cercanías de Madrid. ¡El pobre Barragán...!

Y bien tranquilo, con la sonrisa en los labios se dirigió al comedor, donde ya le esperaba Clara. No pudo resistir a la tentación y dio cuenta a ésta de la conversación que acababa de tener con el paisano en tono de broma y haciendo comentarios humorísticos como quien está bien seguro de lo disparatado del asunto. Clara se puso pálida, luego roja como una brasa, y renunció a comer por el momento dando señales de profundo abatimiento. Tristán se manifestó sorprendido de aquella emoción y se esforzó en calmarla adoptando cada vez un continente más tranquilo. Llovieron sobre la atribulada joven multitud de reflexiones, unas serias, otras jocosas. ¿No sabía que Barragán era un hombre primitivo y selvático para quien todas las señoras eran una misma señora como para los niños su papá todos los caballeros que encuentran en la calle? Esto en cuanto a la explicación material del suceso. En cuanto a la moral no había motivo alguno para dudar de la fidelidad de Elena, cuyo carácter inocente y afectuoso ella podía conocer mejor que nadie. Y por parte de Núñez bien podía estar segura de que era incapaz de faltar a las leyes de la caballerosidad. Gustavo tenía un temperamento burlón, le gustaba pasar por escéptico y original, pero en el fondo era el honor y la rectitud personificados.

Clara levantó hacia él una mirada donde se leía el asombro. Y realmente era asombroso que aquel hombre que de todo el mundo recelaba sólo en Núñez tenía completa confianza.

Por lo demás él era ya hermano de Germán y le interesaba tanto su honor como a ella misma. Era ofenderle el suponer que si aquella especie de Barragán tuviera asomo de fundamento no le ofendería gravemente y no se arrojaría inmediatamente a poner remedio. Esta última observación impresionó un poco a Clara, si no la tranquilizó por completo.

Tristán se levantó de la mesa, encendió un cigarro puro, jugó un momento con el niño y salió a la calle en la misma actitud que todas las noches. Sin embargo, en el fondo de su alma aunque no quisiera confesarlo había una leve preocupación, algo que le escocía. Este escozor fue el que le obligó a encaminar sus pasos al Ateneo en vez del café de Fornos. Un célebre crítico de arte estaba dando en aquel centro unas conferencias acerca del pintor Velázquez. Le tocaba la segunda aquella noche, y aunque él no había asistido a la primera porque desde hacía algún tiempo le interesaban más los donaires y murmuraciones del café que las disquisiciones estéticas, sabía perfectamente que Núñez no dejaría de estar allí y a todo trance quería verle. En efecto, a los pocos pasos que dio por el espacioso corredor donde se amontonaban los socios en espera del aviso de la conferencia vio a su amigo en el centro de un grupo de artistas, sorprendiéndoles y haciéndoles reír como siempre con sus paradojas. Tristán se dirigió a este grupo, terció en la conversación y en cuanto le fue posible se arregló para sacar a Gustavo de allí y llevarle hacia un rincón donde había dos mecedoras. Ambos se sentaron uno frente a otro. Hablaron unos instantes de asuntos indiferentes. De pronto Tristán afectando una risita irónica:

—¿A que no sabes, Gustavo, dónde te han visto hoy?

—Seguramente en ningún sitio donde no haya estado—repuso el pintor con su habitual displicencia.

—¿Has estado en una taberna del Puente de Vallecas?—replicó Tristán sin abandonar la sonrisa, pero mirándole con atención intensa a la cara.

Ni un pliegue de ésta se descompuso, ni el más ligero cambio en su color, ni una ráfaga de sorpresa por los ojos. Sólo en las manos hubo un leve temblor que no llegó a percibir Tristán.

—¿Has estado tú?

-No; Barragán es el que ha estado y pretende haberte visto nada menos que servir un vaso de agua a mi cuñada Elena que habías dejado en el coche.

Nada, ni un imperceptible signo de confusión o de sorpresa. La más completa, la más absoluta tranquilidad. Hubo una pausa. Núñez dio un prolongado chupetón al cigarro, sacudió la ceniza con el dedo meñique.

—¿Barragán ha visto o ha olido a tu cuñada?—preguntó al cabo con afectada indiferencia.

—Dice haberla visto cuando se inclinó para tomar el vaso—replicó Tristán sin perderle de vista.

—¡Oh! entonces no hay cuidado. El sentido infalible en los hombres como Barragán es el olfato... Al menos eso dicen todos los viajeros y naturalistas.

—Desde luego he pensado que ha sido una equivocación muy explicable en quien no ha frecuentado toda su vida más sociedad que la de los gauchos...

Después de estas palabras Tristán pensó que su amigo iba a manifestar de una vez si había estado o no en la taberna y en caso afirmativo dar una explicación. Pero no fue así. Núñez adoptó un continente más glacial aún que de costumbre y empezó a columpiarse suavemente chupando el cigarro por intervalos y mirando al techo. Aunque no creyese ni más ni menos en la aventura, a Tristán le irritó un poco tanta displicencia. Fingiendo, sin embargo, alegre desembarazo le dijo al cabo poniéndole una mano sobre la rodilla:

—Vamos a ver, ¿quién era la incógnita, Gustavo?

—¿Qué te importa?

—¿Una duquesa?

—Lo es a ratos solamente—repuso el pintor sin poder reprimir la risa.

—¡No necesito más! ¡La Trini!—exclamó Tristán riendo también; luego añadió bajando la voz—: Efectivamente... rubia con ojos negros... no es extraña la equivocación.

—¡No digas sandeces, Tristán! Si tu cuñada te oyese te arrancaría los ojos. ¡Confundir una madonna de Rafael, una estatua de Praxíteles con esa moza de cántaro! Y a propósito, ¿te pega mucho Clara?

—¡Todavía no!—exclamó el poeta riendo.

—Efectivamente aún no te he visto con la cara hinchada... ¡Pero no te descuides!

Todavía charlaron unos momentos embromándose mutuamente cuando se oyó el grito del conserje—: Conferencia del señor Jiménez... Conferencia del señor Jiménez.

—Vamos a oír a Jiménez—dijo Núñez alzándose de la mecedora.

Sin embargo, Tristán todavía sentía un vago malestar en su espíritu. Al tiempo de avanzar hacia la cátedra cogidos del brazo dijo a su amigo, mitad en serio mitad en broma:

—Conste, querido, que la equivocación de ese bruto me ha dejado completamente frío. Te he considerado siempre como una buena persona y tengo absoluta confianza en tu fidelidad.

—Haces mal—repuso Núñez gravemente—. Yo soy un hombre lleno de virtudes como todo el mundo sabe, pero el día en que tu cuñada me haga una seña estoy dispuesto a arrojarlas todas por la ventana.

Tristán rió de buen grado y las últimas sombras de duda se disiparon.

Cuando terminó la conferencia y salieron a los corredores el pintor se juntó a sus amigos dejando a Tristán sin ceremonia. Este vagó todavía un rato de grupo en grupo escuchando comentarios. Tenía ganas de irse, pero había visto en un corro cerca de la puerta a su antiguo maestro y ex amigo Rojas. Desde la publicación de los artículos había evitado cuidadosamente el tropezar con él y por no pasar cerca se estuvo quieto. En el amplio corredor iluminado resonaban cada vez más altas las voces de los socios. Había risas, violentas discusiones, ensayos vergonzantes de discursos. En un grupo se discutía el panteísmo, en otro la necesidad de rebajar el presupuesto de marina; más allá se narraba una aventura escandalosa, mientras cerca comentaban unos señores la última encíclica de Su Santidad.

—¡Curioso! ¡curioso! ¡curio-sí-si-mo!

En el centro de un grupo tronaba y relampagueaba el ilustre Pareja.

—Porque yo en mis modestísimos estudios he aprendido... Reconozco en usted, amigo Valleumbroso, la psicosis epileptoides del genio...

—Muchas gracias—decía el mosquito lírico ruborizándose—. Me favorece usted demasiado...

—Nada, nada: es justicia seca. Esa instabilidad en sus estudios, esa originalidad excesiva en el absurdo, ese agotamiento de que usted se queja a menudo son los estigmas reconocidos del genio...

—Muchas gracias, muchas gracias—balbuceaba el mosquito.

—Pero el señor Valleumbroso no padece convulsiones, y según me han dicho, los genios...—apuntó tímidamente uno de los admiradores que rodeaban a Pareja.

Este sonrió de un modo tan suficiente que tal sonrisa bastaría por si sola para reducir a ceniza cualquier argumento por poderoso que fuese. Hay que imaginar cómo quedaría cuando el ilustre Pareja manifestó agitando su brazo derecho y haciendo imprimir a las faldas de su levita un principio de movimiento rotativo:

—Porque la forma clínica aplicable al señor Valleumbroso no es la de los caracteres bien conocidos de convulsibilidad, pérdida de conciencia, etc. Pero, amigo Rodríguez, hay otra—¡hay otra!—. Esta forma, más o menos larvada, más o menos esfumada, escapa a la investigación de los espíritus superficiales, pero no a los temperamentos reflexivos. ¿Estamos, amigo Rodríguez? ¿Estamos?

El pobre Rodríguez se encogió, se encogió hasta quedar convertido en un trapo.

—Hay en Valleumbroso—prosiguió el sabio con voz resonante—una preocupación de la personalidad propia, que es uno de los caracteres típicos de la forma clínica genial. ¿No es verdad, amigo Valleumbroso?—añadió poniéndole con protección una mano sobre el hombro—¿no es verdad que vive usted excesivamente preocupado de sí mismo?

El autor de los Pétalos al aire comenzó a tragar saliva como si algo le estorbase en la garganta. Era duro afirmar su vanidad; pero como de no hacerlo se le escapaba uno de los caracteres típicos del genio concluyó por estar conforme con que jamás pensaba en otra cosa más que en sí mismo. Y ruborizándose aún más de lo que estaba añadió en voz baja dirigiéndose a Rodríguez:

—Cuando niño me ha dicho mi mamá que he padecido convulsiones.

—¡Lo ven ustedes!—exclamó Pareja en alta voz.

Y henchido de entusiasmo dio una vuelta en redondo y su levita flotó como las alas de una mariposa.

—Sería acaso por la alferecía—murmuró el recalcitrante Rodríguez.

—¡Qué alferecía, señor mío, ni qué calabazas!—gritó el ilustre Pareja—. Eso no es más que un efecto de la ley binomial, según la cual ningún fenómeno se produce aislado. Esas convulsiones infantiles eran la voz de la naturaleza que anunciaba ya la aparición de un genio. Yo tengo la seguridad de que cuando Valleumbroso compone sus poesías el acceso creador se manifiesta siempre en él instantáneo, inconsciente y con intermitencias. ¿Verdad, amigo Valleumbroso? ¿verdad que padece usted intermitencias?

—¡Oh, muchísimas!

—No era posible otra cosa. La ciencia sólo consiste en descubrir las leyes eternas de la naturaleza. Cesaron las convulsiones, pero vino como compensación fatal, como equivalente psíquico la creación genial. O lo que es igual, Valleumbroso ya no es un convulsivo, pero sigue siendo un epiléptico en el momento que siente el estro creador. Si usted me lo permitiese, querido Valleumbroso, yo quisiera una vez estar a su lado en el instante de componer para hacer sobre usted algunas experiencias científicas.

—Cuando usted guste—replicó el mosquito, rojo de placer.

—Tengo la seguridad de encontrar la insensibilidad dolorífica en mayor o menor grado y la irregularidad del pulso engendrada por el impulso convulsivo de las arterias...

Tristán que se había parado un instante a escuchar, sintió un estremecimiento de ira. Y rechinando los dientes murmuró: ¡Imbéciles!

Se alejó de aquel interesante grupo dispuesto a salir a la calle aunque tuviese que pasar por delante de Rojas. Felizmente éste ya no estaba allí. Salió, pues, confiado del corredor, pero al pasar por el vestíbulo salía el anciano poeta del guardarropa donde acababa de ponerse el abrigo. Se encontraron de frente. Tristán tuvo un instante de vacilación. Al cabo bajó los ojos y trató de ganar la puerta sin saludar. Rojas no le dejó:

—Buenas noches, Aldama. ¿Por qué no quiere usted saludarme? ¿Teme usted los reproches de su víctima?

—¡Mi víctima!—exclamó el joven visiblemente confuso—. ¡Oh no, don Luis! ¡Yo no hago víctimas de tal categoría!

—Déjeme sorprenderme, amigo mío, al saber que conservo aún alguna categoría. Yo pensaba que después de sus artículos ya no quedaban del poeta Rojas ni los huesos, que estaba no sólo enterrado, sino putrefacto.

La sonrisa con que el anciano vate acompañó estas palabras hirió a Tristán como un latigazo.

—Carezco del poder de enterrar a nadie porque no soy sepulturero—repuso en tono algo desabrido—. Me he limitado siempre a expresar con toda franqueza mi opinión sin cuidarme de saber a quién exaltó o a quién deprimió esa opinión, ya que no versa jamás sobre asuntos que atañen a la honra.

—¿Está usted seguro de que siempre ha expresado con franqueza su opinión?

—El dudarlo es una ofensa.

—¿También cuando afirmaba usted que yo era el primer poeta español no sólo de los tiempos modernos, sino también de los antiguos?

—Entonces lo creía.

—Usted lo creía: yo no. En cambio yo pensaba que era posible ganar el corazón de un joven dedicándole un cariño apasionado, alentando y protegiendo sus esperanzas; creía que el afecto desinteresado de los viejos debía engendrar el respeto y consideración de los jóvenes. Eso no lo creía usted.

—La cualidad que más he estimado siempre en los hombres y por tanto en mí mismo es la sinceridad. Si usted imagina que pudiera enajenar tesoro de tal valía a cambio de favores literarios, vive usted en un error. Me considero no sólo con el derecho, sino también con el deber de decir claramente lo que siento acerca del arte y de los artistas.

Rojas sonrió, guardó silencio unos instantes y al cabo dijo:

—A un general se le confía la dirección de una campaña. Este general combina su plan estratégico y el enemigo le derrota. Una casa de comercio entrega poderes a un empleado para la gerencia de sus negocios y la casa experimenta graves pérdidas. El general y el gerente son hombres muy sinceros, no hay que dudarlo, pero ni la nación ni la sociedad depositarán ya en ellos jamás su confianza. ¿No teme usted, amigo Aldama, que el público haga con usted lo mismo?

—Eso no es cuenta de usted, don Luis, ni debe preocuparle—replicó Tristán con mal disimulada irritación—. Si el público no acepta mis juicios, yo sufriré las consecuencias de su desvío.

—Está usted bien pagado, hijo mío, de sus juicios.

—Cada uno lo está de sus propias obras por poco que valgan.

—Las hay que lo merecen y las hay también que merecen ser despreciadas por su mismo autor.

—Comprendo, don Luis, que usted se halle bien ufano de las suyas, pero ¿por qué no quiere usted dejar a los demás la ilusión de que no escriben cosas despreciables?

—He sido el primero en apreciar y elogiar las suyas, pero no puedo hacer el mismo caso de una obra realmente literaria escrita con la frescura de una imaginación juvenil que de un ataque injustificado y violento inspirado por la musa del tedio y fraguado por la de la hipocondría.

—¿Ese juicio tan severo no estará inspirado ahora por la del despecho?

El anciano vate le miró fijamente a los ojos durante unos momentos; luego alzando los hombros replicó suavemente:

—Me encuentro en una edad, señor Aldama, en que las rosas y los laureles que la benevolencia del público acumuló sobre mis sienes quieren escaparse de ellas temiendo la obscuridad de la tumba. El barquero fatal me hace ya señas: las potencias celestes me invitan a desprenderme de todo humano cuidado. He llegado al fin de mi carrera y puede usted creerme que los aplausos de los hombres no me embriagan, porque apetezco ya los de los ángeles. Si aquéllos me alegrasen podría morir tranquilo, porque no está en el poder de usted ni en el de ningún critico el arrebatármelos. El pueblo olvida fácilmente a los ricos, a los guerreros, a los hombres de Estado, pero recuerda siempre con amor al artista que una vez le proporcionó algunos instantes de alegría espiritual. Aunque todos los críticos de España se armasen hoy para arrancarme de la cabeza la corona y de los hombros la púrpura, mañana al salir a la calle las miradas de los hombres me saludarían como a un rey. Perdóneme usted este rasgo de orgullo póstumo. Hoy ya no lo siento, y porque no lo siento puedo decirle, amigo Aldama, que por encima de la gloria literaria, por encima de toda gloria humana, hay algo que los hombres deben respetar, y cuando no lo respetan dejan de ser hombres. Quede usted con Dios.

XV - EL PAISANO BARRAGÁN COMERCIA CON LOS ESPÍRITUS Y LUEGO CON LOS CUERPOS

¿Hay Dios o no hay Dios? Si lo hay ¿dónde está? Si no lo hay ¿quién hizo este mundo? ¿Morimos para siempre o resucitamos después en otra vida? ¿Por qué nacemos? ¿por qué morimos? ¿Qué es el cielo? ¿qué es el infierno? Tales eran las graves cuestiones metafísicas que se agitaban incesantemente en el cerebro tenebroso del paisano Barragán. La misa nupcial de Clara y Tristán habíalas despertado y desde entonces nuestro indiano ni había podido darles solución (¡cosa rara!), ni había logrado sosegar. Se puede decir que apenas vivía ya para otra cosa que para pensar en ellas, salvo el cortar puntualmente el cupón de sus títulos y comer algún guisado en el Puente de Vallecas o en los Cuatro Caminos. Doña Mónica, la patrona que le tenía alojado por la módica cantidad de tres pesetas cincuenta céntimos diarios en un cuarto de la calle de las Hileras, le aconsejaba prudentemente «que no hiciese caso y comiese», pero él no podía seguir este consejo prosaico al menos en su primera parte. En lo que a la nutrición se refería acaso lo siguiera más decididamente si doña Mónica al cabo de sus años hubiera adquirido la costumbre de poner los garbanzos más blandos.

—Es terrible, es terrible pensar—decía Barragán engulléndolos con la dificultad que debe suponerse—, es terrible pensar, doña Mónica, que cuando nos muramos quede tanto de nosotros como de las mulas del tranvía, aunque sea mala comparación.

—Y si usted se entristece ¿por qué piensa en ello? Lo mejor es pensar siempre en cosas alegres, en los teatros, en los toros, en las sesiones del Congreso... ¡Ay!, yo me muero por las sesiones del Congreso. Es cosa que enamora ver a aquellos señores que hablan tan bien y sin equivocarse. Unas veces se enfadan y echan fuego por los ojos como si les hubiesen quitado la cartera, otras lo toman a broma y hacen desternillarse de risa a todo el mundo. Sobre todo cuando se llevan la mano al corazón y mueven la cabeza a un lado y a otro y les tiembla la voz, le digo a usted señor de Barragán que es cosa de comérselos. En vida de mi difunto no perdía una sesión, porque era primo hermano del portero mayor; pero ahora ya ve usted... las cosas han cambiado, y los parientes gracias que le saluden a uno en la calle. Vaya usted, vaya usted, señor de Barragán, porque le digo a usted que si allí no se cura la ictericia en ninguna parte se la curará usted.

—Señora, yo no padezco de ictericia ni me duele nada—repuso gravemente Barragán—. Lo único que tengo es que quisiera saber... vamos, quisiera saber si hay algo o no hay nada...

—Para usted hay bastante. ¿No es usted un hombre rico? ¿Pues para qué quiere lo que tiene? Coma, beba, triunfe y ríase de la muerte.

El semblante de Barragán se obscureció. Cualquier alusión a su dinero le crispaba como si temiese que inmediatamente le pidiesen algo.

—¿Por dónde sabe usted que yo soy rico?

La fealdad de su rostro era tal cuando formuló esta pregunta, que doña Mónica no pudo menos de apartar los ojos con horror. Sin embargo, sabía a qué atenerse sobre su carácter y le apreciaba tanto que tenía confianza bastante para no barrerle el cuarto hasta las cuatro de la tarde y llevarle el chocolate quemado dos o tres veces por semana. ¡Buena diferencia con Freire el huésped de la sala! Este que era un hombrecillo, flaco, rasurado, de aspecto tímido e inofensivo, empleado en el Tribunal de Cuentas, guardaba bajo capa de cordero un corazón de lobo. Jamás se vio un nombre más exigente para las patatas fritas y el chocolate. Doña Mónica temblaba en su presencia como la hoja de un árbol. Como ocupaba la mejor habitación de la casa y pagaba cinco pesetas, se creía con derecho a mantenerse constantemente en una actitud rígida. No sólo doña Mónica y la doméstica, sino también los otros huéspedes sentían el peso de su autoridad inflexible. ¿Será aventurado el suponer que Freire en el fondo del alma despreciaba a sus compañeros? Por el momento no tenía otro que Barragán, porque don Matías, el capellán castrense que ocupaba el gabinete, se había marchado con el regimiento a Valladolid. Sobre Barragán, pues, solamente caían los desdenes y vejámenes del empleado del Tribunal de Cuentas. En la mesa le llevaba la contraria constantemente. No podía nuestro indiano emitir un concepto cualquiera, por sensato que fuese, sin que Freire dejase escapar una risita maligna o se llevase el dedo a la frente como si quisiera indicar que el paisano Barragán carecía de sustancia gris en la masa encefálica. Le hablaba siempre en tono protector o despreciativo, apenas contestaba a su saludo cuando le daba los buenos días por la mañana y se reía en presencia de doña Mónica y la criada de sus luengas barbas. Aquí estaba el toque probablemente de su furiosa antipatía. Las barbas de Barragán crispaban al tirano y más de una vez había amenazado con ir a cortárselas por la noche mientras durmiese. Además tenía la fea costumbre de servirse primero siempre y servirse lo mejor. No pocas veces le quedó sólo al paisano la salsa y algunas patatas del escaso guisado de carne que doña Mónica les ofrecía. Barragán era hombre sobrio y no se enfadaba demasiado por estas impertinencias. Solía vengarse de ellas en el queso, con harto sentimiento de aquella señora.

Pero cuanto más comedido se mostraba el indiano, tanto más insolente se iba haciendo el empleado del Tribunal de Cuentas. Sobre todo desde que Barragán se autorizó de sobremesa el dudar de la capacidad financiera de Juan Bautista Trúpita que había sido el protector del empleado en su juventud la rabia de éste ya no tuvo límites. Y cierto día en uno de sus accesos coléricos motivado porque Barragán se había atrevido a leer El Imparcial antes que la criada se lo llevase a él planteó repentinamente la cuestión de confianza.

—Está visto, doña Mónica, está visto: Barragán y yo no podemos vivir bajo un mismo techo. Uno de los dos tiene que salir de esta casa. Elija usted.

Doña Mónica, sorprendida y confusa, no supo qué responder.

—Vamos, decídase usted, señora. ¡O uno u otro!

La patrona vaciló unos instantes, dirigió una mirada compasiva a Barragán que inmóvil, con el tenedor suspendido sobre el plato miraba estupefacto al empleado, y profirió con trabajo:

—Pues bien, señor de Freire, si he de decirle la verdad... prefiero que se quede el señor de Barragán.

Lo mismo éste que doña Mónica esperaban una terrible explosión de cólera. Nada de eso acaeció. Freire, con la mayor alegría pintada en el rostro, miró unos instantes al indiano en silencio y luego echándose hacia atrás en la silla exclamó:

—¿Qué le ha hecho usted, amigo Barragán, qué le ha hecho usted a doña Mónica para que así le quiera?

Naturalmente, la digna señora sintiose herida por esta pregunta grosera y así lo hizo entender inmediatamente dirigiendo a Freire las miradas más furiosas y despreciativas de su repertorio. En cuanto a Barragán parecía no comprender nada de todo aquello. Desde entonces la alegría de Freire fue en aumento cada vez que se sentaba a la mesa con Barragán. En cuanto aparecía por allí doña Mónica se ponía a hacer guiños a aquél con tan poco disimulo, acompañándolos de una tosecilla tan falsa y burlona, que la buena señora enrojecía de indignación, y tanto llegó a irritarse que, aun perdiendo las cinco pesetas cada día, pensó en arrojar a aquel insolente de su casa.

Los pensamientos de Barragán eran más altos, como ya sabemos. Estas minucias domésticas no lograban detener el torrente de sus meditaciones ultramundanas. En el recinto doméstico no daba cuenta de ellas a nadie, porque doña Mónica no parecía interesarse, y en cuanto a Freire, una vez que le comunicó tímidamente algunas de sus lucubraciones filosóficas hizo indigna chacota de ellas y le preguntó si pensaba solicitar la cátedra de metafísica de la Universidad Central que estaba vacante. Pero en cuanto ponía el pie en la calle se placía extremadamente en comunicarlas y consultarlas con cuantas personas se le acercasen. No sólo con sus amigos, sino también con sus conocimientos eventuales, con los comerciantes a quienes compraba algo, con los acomodadores de los teatros, con el camarero que le servía en el café, en todas partes dejaba escapar el flujo de sus dudas crueles, esperando siempre que alguno le pusiese en camino de descifrar el terrible misterio. Había un zapatero en la calle de Carretas atormentado también de la necesidad metafísica con quien echaba largos párrafos. Este honrado industrial había leído la Biblia y el tratado de la Razón de don Pedro Mata, un tomo de la historia de España de Lafuente y varios folletos de Buckner, ¿Qué somos? ¿Adónde vamos? etc. Era hombre ingenioso, afluente, profundo. Barragán le admiraba. Sin embargo, la mayor parte de las veces no lograba penetrar el recóndito sentido de sus razonamientos, quizá porque como neófito no estaba al tanto del tecnicismo filosófico usado en las escuelas.

Por esta razón su confidente más asiduo no era el zapatero, sino un guarda del Retiro. Este le instruía como un maestro de la escuela peripatética paseando bajo las amplias avenidas de olmos. Era un espíritu prudente, metódico, fértil en recursos para explicar el origen y el fin de las cosas, y procedía casi siempre en sus disquisiciones por medio de símiles que extraía del reino vegetal y alguna rara vez también del animal. Sentíase inclinado a creer en la metempsicosis y era capaz de fumarse en media hora una cajetilla de treinta y cinco si Barragán se la hubiera dado, que no se la daba. Sin embargo, cada lección podía costarle bien de tres a cuatro cigarrillos.

Por fin Barragán cayó en el espiritismo. El camarero del café le descubrió que su amo era poseedor de una mesa giratoria por medio de la cual consultaba con los espíritus cuanto quería. Bastó esto para que el paisano ardiese en deseos de conferenciar con el cafetero y asistir a alguna de aquellas sesiones maravillosas. Realizóse este deseo y desde entonces quedó absolutamente convencido de que había resuelto el gran problema de la vida futura. Buscó en el barrio de Chamberí un carpintero que por poco precio le fabricó otra mesa giratoria semejante a la del cafetero, y así que la tuvo en su poder ya no dejó en paz a ninguno de sus amigos difuntos. Generalmente era en las altas horas de la noche cuando éstos se veían obligados a venir a conferenciar con él; pero también durante el día solía molestarles, como si no tuvieran en el otro mundo otra ocupación más perentoria.

Después de tomar café y pasear un rato entre calles buscando fresco, se restituyó cierta noche el paisano a su casa resuelto a tener una conferencia importante con Fernández, un sargento que se había muerto en sus brazos hacía algunos años en Méjico. Deseaba enterarse de algunos detalles referentes a la familia que allí había dejado, y nadie mejor que él podía dárselos sí, como era de suponer, vagaba su espíritu aún por aquella república...

—Fernández... ¡Fernández...! ¿Estás aquí?

La mesa giró y señaló las dos letras de la palabra .

Una vez enterado de que el sargento se había decidido a atravesar el Atlántico, Barragán procedió con toda solemnidad a hacerle una multitud de preguntas referentes a su esposa: «¿Estaba buena? ¿Podía vivir con lo que le había dejado? ¿Cómo iban sus negocios? ¿Explotaba la finca por su cuenta o la había arrendado? ¿Le guardaba rencor por haber roto el yugo matrimonial?»

Fernández respondía a estas preguntas con muchas vacilaciones, con incongruencia también. Barragán necesitaba formularlas repetidas veces, instarle con vehemencia, amenazarle, forzar de mil maneras la interpretación de las palabras que la aguja iba componiendo. Al fin la palabra salía bien o mal construida y Barragán podía adivinar que los negocios no marchaban bien, que su esposa estaba muy triste pero que no le guardaba rencor.

Era de ver al paisano en aquel momento agitado, convulso, hablando muy quedo pero con singular vehemencia en la expresión, unas veces imperativa, otras suave, acariciadora, otras terrible y amenazante. Algunas gotas de sudor le rodaban por la frente; sus luengas barbas negras y ásperas barrían como una escoba la mesa cuando bajaba hacia ella la cabeza para invitar dulcemente a Fernández a que se explicase mejor; sus ojos encarnizados rodaban por las órbitas con inquietud y ansiedad.

Al fin se decidió a preguntar:

—¿Y mis hijastros?

—Muerte—dijo la mesa.

Barragán dio un salto en la silla y preguntó otra vez con voz temblorosa y la garganta seca:

—¿Han muerto?

—Sí—respondió la aguja.

—¿Los dos?

—Sí.

Ya sabemos que Barragán a pesar de sus ojos, de sus narices y sus barbas, todo ello excepcional y temeroso, guardaba dentro del pecho un corazón excelentísimo. Sin embargo no pudo evitar al saber la desaparición de sus enemigos que corriese por su cuerpo un estremecimiento placentero.

—¿De qué han muerto?—preguntó con el rostro inflamado y acercándolo hasta casi besar a la mesa.

—Hinchazón—respondió la aguja.

—Se le hinchó algo, ¿verdad?—insistió Barragán cada vez más dulce y más insinuante con Fernández—. ¿Sería el vientre quizá?

—El vientre—dijo Fernández.

—¿Y el otro?

—Caída—señaló la aguja.

—Caída de caballo, ¿verdad?

—Si.

—¡Ya lo creo que sería!—exclamó levantando la cabeza con expresión triunfal—. Federiquito era un temerario que montaba los caballos salvajes en pelo. ¡Cuántas veces le he dicho a su madre que a ese chico le mataría un caballo!

Arrepentido de su inevitable alegría, el paisano sacudió la cabeza a guisa de oración fúnebre, se echó hacia atrás en la silla, sacó la petaca y se dispuso a fumar un cigarro a la memoria de aquellos malogrados jóvenes.

Fumándolo estaba y envolviéndose en nubes de humo y en otras aún más espesas de cavilaciones trascendentales cuando llamaron suavemente con los nudillos y se oyó la voz de doña Mónica:

—¿Está usted visible, señor de Barragán?

Este se apresuró a encerrar la mesa giratoria en el armario.

—Adelante, doña Mónica.

Apareció la buena señora.

—Pues aquí preguntan por usted unos caballeros.

—¿Qué caballeros?—replicó vivamente Barragán, acometido de inexplicable inquietud.

—No se alborote, padre, somos nosotros—pronunció una voz juvenil y melosa con dejo americano.

Al oír esta voz fue precisamente cuando se alborotó el paisano. Dio un salto como si le hubieran pinchado y avanzó dos pasos hacia la puerta con los brazos extendidos como si fuera a cerrarla violentamente. Pero ya los visitantes se habían colado dentro pasando por delante de doña Mónica.

—Buenas noches, padre... ¿Cómo sigue, padre?—dijo uno tomándole la mano con ademán respetuoso. El otro vino a hacer lo mismo.

Eran dos jovenzuelos exiguos y morenos, de cabellos negros ensortijados que gastaban un cuello de camisa tan descotado que casi se les veía el pecho. Ambos sonreían haciendo muecas y contorsiones como monos amaestrados. Barragán se había puesto muy pálido y les miraba con ojos de extravío sin responder a sus repetidas salutaciones. Doña Mónica estupefacta les miraba a unos y a otros olfateando un misterio y no se decidía a salir de la habitación. Al cabo, como los dos extranjeros se volviesen hacia ella mostrando sorpresa de verla aún allí, no tuvo más remedio que abandonar el gabinete. Pero, ¿cómo abandonar el agujero de la cerradura? ¿Qué era aquello? ¿Por qué estos jóvenes le llamaban padre? Barragán jamás le había dicho que tuviera hijos. ¿Sería por desgracia un sacerdote renegado que se hubiera dejado crecer las barbas? El ademán de uno de los chicos le pareció a la buena señora que era de besarle la mano. De esto a darlo por hecho no tardó tres segundos. Por otra parte la manía de hablar siempre de cosas del otro mundo, ¿no era también indicio de su profesión? ¡Tendría gracia que hubiera alojado en su casa a un cura apóstata! ¿Qué diría don Matías el capellán castrense? ¿Qué diría Freire?

Los chicos volvieron a enterarse con creciente interés de la salud de Barragán.

—¿Cómo se encuentra, padre? No ha habido novedad, ya lo vemos. Está gordo, señor; está usted muy lúcido... Pero siéntese, padre, siéntese... No queremos que se moleste.

Barragán se dejó caer en la silla que ocupaba y los dos leopardos (porque eran ellos como ya se habrá supuesto) se acomodaron en otras frente a él sin perderle de vista.

—¿No ves qué gordo y qué florido está el padre?—dijo Federiquito dirigiéndose a su hermano.

—Está brillante como un espejo. Parece que le han dado barniz de muñequilla—respondió Fabricianito (que así se llamaba el otro).

—Yo creo que el sol de América le echaba a perder el cutis.

—Los mosquitos le hacían más daño todavía.

Barragán permanecía silencioso con el fiero semblante contraído, mostrando bien lo poco grata que le era aquella visita. Los chicos no parecían advertirlo y siguieron piropeándole todavía tirándose uno al otro la pelota en el tono más suave y meloso que puede imaginarse.

—Bien se conoce que se da buena vida el padre, ¿no te parece, Fabriciano?

—¿Y cómo no, compadre? Yo haría lo mismo si tuviese tanta plata como él en el bolsillo.

Al oír esto Barragán se encrespó como si le hubiesen hecho una ofensa mortal.

—Yo no tengo ni plata ni oro, ¿estamos? Y si es que habéis hecho un viaje tan largo para enteraros de ello pudisteis haberlo excusado.

—¿Se habrá gastado ya el padre toda la plata que ha traído de allá, Fabriciano?

—No lo pienses, compadre. ¡Si era un montón tan alto que tocaba en el techo! Estoy seguro de que no le ha desmochado todavía el pico.

—¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo he traído algo de allá que no fuera mío?—preguntó Barragán con dignidad.

—Las cuentas estaban muy embrolladas, padre, y sin quererlo se ha podido traer lo que no le pertenecía. ¿Verdad, Fabriciano, que sólo venimos a deshacer ese enredo?

—¡Y que lo digas! Ten confianza en que el padre no nos dejará marchar sin llenarnos bien los bolsillos.

—Si vosotros no lo sabéis, vuestra madre sabe que todo lo que había en la casa me pertenecía. Cuando me casé con ella la finca en que vivís estaba hipotecada. Yo la he desempeñado con mi dinero y al marcharme se la he dejado sin reclamar un centavo. Ya os he hecho, pues, bastante regalo.

—Pero oye, Fabriciano, ¿la finca no ha producido nada en los diez años que el padre la ha explotado?

—¿Que si ha producido, compadre? ¡Una mina de oro! ¡El oro en pepitas, niño! Lo menos le han quedado al padre después de mantener la casa cincuenta mil pesos.

—¿Pero es tanto, Fabriciano? Entonces veinticinco mil pesos son de la madre.

—¡Y que lo digas, amigo! No vayas a figurarte que nos dará menos el padre.

—¡Que yo os voy a dar veinticinco mil pesos!—exclamó Barragán trémulo—. Ya quisiera tener para mí esa cantidad. ¿Sabéis lo que os digo? Que me dejéis en paz y os vayáis por donde habéis venido, porque aquí no estamos en Méjico.

—No se ponga tan bravo, señor—respondió con calma amenazadora Federiquito—. Afloje el bolsillo un poco y ya verá qué pronto embarcamos.

—Os he dicho que estáis equivocados. No sólo no me he llevado nada de vuestra madre, sino que la he dejado los quince mil pesos de la hipoteca. Si habéis venido con intención de correr algunas huelgas a mi costa, podéis esperar sentados, porque no veréis un cuarto.

—¿Es de veras eso, señor?

—¡Y tan de veras!

—Ya lo oyes, Fabriciano. El padre no quiere entregar lo que es nuestro. ¿Qué debemos hacer nosotros?

—Pues sacarle las tripas al aire a ese pendejo—respondió Fabricianito con la misma calma y acento meloso que si ordenara servirle una limonada.

—Toma el fierrito, niño.

Fabricianito no se hizo esperar y echó mano al cuchillo. Federiquito hizo otro tanto. Barragán, dando un salto, gritó: «¡Socorro!» y se abalanzó a la puerta; pero viendo que sus enemigos le cerraban el paso retrocedió velozmente, se dejó caer sobre la puerta vidriera de la alcoba, que se abrió con rotura de algunos cristales, y pudo ganar la de escape que comunicaba con el corredor.

—¡Socorro, que me asesinan!

Los dos leopardos, viendo que su presa se les escapaba, en vez de seguirle hicieron irrupción por la puerta del gabinete para cortarle la retirada, pero allí tropezaron con doña Mónica que había estado escuchando y que ya gritaba desesperadamente también:

—¡Socorro! ¡Asesinos!

Gracias a este encuentro, que les hizo vacilar algunos instantes, Barragán pudo abrir la puerta de la escalera y precipitarse por ella. Sus hijastros le siguieron al instante con los cuchillos abiertos y gritándole:

—¡Suelta la plata, ladrón!

Pero una vez en la calle el paisano les llevaba gran ventaja porque conocía ya bien las de Madrid y pudo muy presto ocultarse a su vista, mientras ellos no tardaron en ser detenidos por los guardias de orden público.

Barragán después de esquivarse llegó a la calle del Arenal y corrió derecho a la casa de Tristán, subió en cuatro saltos la escalera y apretó el timbre de la puerta hasta que vinieron a abrirle. Aquel repique prolongado y angustioso a las once de la noche sobresaltó a Tristán que vivía siempre bajo el temor de una desgracia inmediata. Salió precipitadamente del comedor donde se hallaba con Clara y su niño. Al ver a Barragán su faz se obscureció y dirigiéndose a él con paso un poco teatral y apretándole la muñeca le dijo al oído en voz baja pero con vehemencia trágica:

—¡Los he visto ya!

—¿Los ha visto usted?—preguntó Barragán abriendo los ojos hasta querer salírsele de las órbitas.

—¡Sí, hoy mismo he visto a los traidores!

—Vengo huyendo de ellos. No faltó nada para que me asesinasen.

Tocó la vez a Tristán de abrir los ojos desmesuradamente.

—¡Asesinarle a usted! ¿Pero cómo...? ¿Qué está usted ahí diciendo?

—Sí, en mi misma casa abrieron los cuchillos para mí... Si no escapo a tiempo allí me degüellan sin remisión.

—¿Pero está usted loco, amigo Barragán? ¿De quién habla usted?

—¡De esos granujas! De mis hijastros.

—Yo me refería a Gustavo Núñez y a mi cuñada Elena—replicó Tristán friamente.

XVI - ¡CORAZÓN, ARRIBA!

Elena se mostraba reacia aquel verano para ir al Escorial. Con el pretexto de esperar la terminación de unos muebles que había encargado para su salón iba retrasando días y días el traslado definitivo, por más que solía pasar allá uno que otro. Reynoso ya no podía más. Su amor y su prudencia le retenían de tomar la iniciativa, pero empezaba a mostrar en su semblante la impaciencia que le dominaba. Elena lo comprendió y le propuso que se fuese antes que ella, aguardándola allí los pocos días que faltaban ya para que el ebanista y el tapicero dejasen terminada la reforma del salón. Aceptó gustoso contando que solamente una semana tardaría su esposa en juntarse con él. Transcurrió la semana, corrían ya los últimos días del mes de julio y Elena no daba aviso de su partida. Pensaba ya don Germán en volverse a Madrid y renunciar a sus placeres campestres cuando recibió un telegrama urgente de Tristán concebido en los siguientes términos: «Vente en el primer tren. Urge mucho tu presencia aquí.»

Justamente acababa de almorzar; eran las doce y media y el primer tren para Madrid salía a la una. Mandó enganchar a toda prisa y se trasladó a la estación. El telegrama le había trastornado. No sabía lo que pensar, pero sentía una zozobra inmensa. Lo primero que le había venido al pensamiento era que Elena estuviese enferma, le hubiese ocurrido cualquier accidente. Sin embargo, no parecía natural que le avisasen en aquella forma enigmática. Luego pensó en Clara, en el niño. Tampoco imaginaba que era forma adecuada de darle la noticia. Al fin, presa de la mayor congoja, llegó a Madrid. Cuando puso el pie en el andén y vio a Tristán acompañado de Escudero y de Barragán le dio un salto terrible el corazón. Se dirigió corriendo hacia ellos.

—¿Qué pasa? ¿Elena está enferma...? ¿Clara?

—Las dos están buenas—respondió Tristán gravemente—. Vamos a tomar el coche y allí te hablaremos del asunto que me ha obligado a telegrafiarte.

Estas palabras causaron un frío singular en el corazón de Reynoso. Vagamente adivinó una desgracia mayor que la enfermedad, mayor que la muerte misma, y quedó paralizado sin osar decir otra palabra. Siguió dócilmente a sus amigos, cuyas caras largas, contristadas, eran aún más inquietantes que las palabras de Tristán. Fuera de la estación les esperaba el landau de Escudero.

—A la Moncloa—dijo Tristán al lacayo.

La mayor estupefacción se pintó en los ojos de Reynoso, pero guardó silencio. Prontamente el coche dejó las cercanías de la estación del Norte y se internó en el largo y umbroso paseo de la Moncloa, que se hallaba en aquella hora completamente solitario. Tristán, con los ojos bajos y voz levemente enronquecida, principió al cabo a hablar.

—He vacilado mucho, muchísimo, antes de darte el susto que te he dado y hacerte pasar por una prueba bien triste... Hubiera querido, aun a costa del sacrificio más grande, ahorrártela. Conozco tu corazón confiado, noble, afectuoso y sé perfectamente la herida profunda que ha de abrir en él un desengaño... Pero... yo no puedo olvidar que eres mi hermano, que mi mujer lleva tu nombre y que tengo el sagrado deber de velar por que este nombre no sea arrastrado por el suelo... Yo no quiero—añadió exaltándose—que este nombre, que ha de llevar también mi hijo, sirva de burla y escarnio a la gente. Antes que eso suceda estoy resuelto a hacer justicia por mi propia mano...

Reynoso horriblemente pálido le contemplaba atónito, sin pestañear.

—Antes de dar este paso he consultado con tus amigos más fieles, con los que te quieren como un hermano y ellos han visto como yo que era de todo punto necesario esta operación dolorosa. Ten valor, pues... Prepárate a saber que se ha hecho befa de tus sentimientos más íntimos, que se ha olvidado infamemente tu nobleza y tu generosidad, que se ha pisoteado tu corazón y tu nombre... Elena...

Un grito áspero y extraño, mezcla de rugido y de lamento, salió de la garganta de Reynoso.

—¡La prueba! ¡la prueba!

Tristán, Escudero, Barragán quedaron aterrados viendo la palidez cadavérica de aquel hombre, su mirada centellante de fiera acorralada.

—¡La prueba! ¡la prueba!—repitió apretando el brazo de su cuñado.

—Dentro de pocos momentos la tendrás.

Reynoso paseó una mirada anhelante por el rostro de sus amigos, y viendo que los dos bajaban la cabeza confirmando las palabras de Tristán, se llevó ambas manos crispadas a los cabellos mesándoselos con furor. Fue un acceso de loca desesperación. Gritos, sollozos, interjecciones, movimientos convulsivos. Sus amigos turbados y confusos hacían vanos esfuerzos por calmarle. No duró mucho tiempo, sin embargo, aquel ataque. Dejó al cabo caer la cabeza contra el rincón, se tapó con una mano los ojos y extendiendo la otra hacia Tristán dijo con voz débil:

—Habla. Quiero saberlo todo.

—Todo está dicho ya—repuso Tristán visiblemente afectado—. ¿Para qué necesitas más palabras? Ahora mismo te llevaremos a un sitio donde puedes quedar bien persuadido... ¡Manuel!—añadió sacando la cabeza por la ventanilla—da la vuelta y llévanos a la calle de Atocha. Para delante de la iglesia de San Sebastián. ¡Vivo!

Obedeció el cochero, entraron en la ciudad y llegaron al punto designado en pocos minutos. Se apearon allí y dieron orden de que el carruaje les esperase. Dejaron la calle de Atocha y se internaron por una de sus travesías laterales. Tristán marchaba delante con Escudero, detrás Barragán con Reynoso. Este no había despegado los labios, pero pocos momentos después de caminar los acercó al oído del paisano.

—¿Quién es?

—Núñez—murmuró Barragán apretando al mismo tiempo con afectuosa ternura la mano de su amigo.

Tristán y Escudero se detuvieron delante de una taberna, abrieron la puerta e invitaron a los otros a entrar con ellos. Reynoso se dejaba conducir dócilmente. Tristán, que parecía haber estado ya allí algunas veces, hizo ademán de sentarse a una mesa próxima al escaparate. Tenía éste doble cierre de cristales y a su través se veía perfectamente la calle que era estrecha. Enfrente había una casa de reciente construcción que hacía contraste con las del resto de la calle, casi todas viejas.

—¡Ahí dentro están!—dijo en voz baja apuntando hacia ella.

Reynoso levantó los ojos y volvió a bajarlos rápidamente. Barragán pidió unos vasos de vino. El chico de la taberna los sirvió prontamente mirando al mismo tiempo con temor y curiosidad las barbas insólitas y el rostro espantable del paisano. Nadie más que él llevó a los labios el vaso. Aguardaron allí largo rato. Reynoso con los ojos en la mesa y la mano en la mejilla permanecía en una actitud de indiferencia desesperada. Barragán, Escudero y Tristán hablaban en voz baja espiados por la tabernera y el chico que mostraban en su rostro inquietud. Aquella conferencia misteriosa de cuatro señores en su tienda y sobre todo la traza de bandido que uno tenía les intrigaba. Quizá se les pasara por la mente que estaban fraguando un crimen.

Al cabo de una hora, lo menos, Tristán, que no cesaba de echar ojeadas impacientes a la casa de enfrente, exclamó:

—¡Ya salen!

Reynoso levantó la cabeza y su faz se puso lívida viendo salir del portal a su esposa en compañía de Núñez. Dieron unos cuantos pasos precipitadamente por la calle y se metieron en un coche de punto que un poco más allá les esperaba. El rostro de Elena en aquel instante parecía turbado y pálido, y sus ojos miraban con espanto a todos lados. Esta fue la impresión que les produjo. Reynoso quiso levantarse de la silla al verla, pero cayó de golpe otra vez en ella y metió la cabeza entre las manos. Tristán se llevó la suya al bolsillo y dejando asomar la culata de un revólver profirió con reconcentrada ira:

—¡Mátalos! ¡Mata a esos traidores!

Reynoso no se movió. Se oyó el ruido del coche que se alejaba. Nadie habló una palabra en algunos minutos. Al fin Escudero puso una mano sobre el hombro de aquél y dijo con voz conmovida:

—¡Germán! ¡amigo mío! ¡valor!

Y por el rostro de aquel hombre, que no parecía sensible más que a los cheques y talones, rodaban dos gruesas lágrimas. Reynoso se alzó y tambaleándose como un beodo salió de la taberna seguido de sus amigos. Cuando estuvieron en la calle se volvió hacia su cuñado y apretándole la mano dijo:

—¡Tienes razón, Tristán, la vida es un asco!

Guardaron todos silencio y caminaron hacia el sitio en que habían dejado el coche. Don Germán manifestó su resolución de volverse al Escorial. Todos ellos se brindaron a acompañarle, particularmente Tristán, pero opuso una enérgica negativa a sus instancias. Tampoco aceptó el coche de Escudero que hablaba de añadir otros dos caballos a los que llevaban. Nada, sólo pedía que le dejasen en la estación. Salía un tren a las siete y sólo faltaba una hora. Acataron su voluntad aunque de mala gana.

—Os suplico que os volváis a vuestras casas y me dejéis ya—les dijo cuando hubieron llegado. Y llamando aparte a Tristán:—Cuida mucho de Clara. Conozco su corazón y sé que este golpe puede hacerle mucho daño. Os espero dentro de cuatro o cinco días. Hasta entonces dejadme solo.

Tristán le miró con asombro.

—Pero ¿qué piensas hacer?

—Nada.

—¿No quieres castigar a ese miserable?

—No.

—Entonces voy yo a provocarle.

—Nada. No hagas nada, Tristán. En este mundo todo es nada, ¡nada, nada!

Y diciéndoles adiós con la mano y haciéndoles al mismo tiempo seña de que no le siguiesen, se metió en la estación uniéndose a la multitud que en aquella hora la llenaba.

—¡Nada! ¡nada! ¡nada!—murmuraba reclinado en el fondo de un coche mientras la locomotora le arrastraba velozmente al través de los campos adustos, melancólicos que cercan a Madrid. El humo se esparcía delante del paisaje ocultándolo por momentos. El sol moría a lo lejos entre resplandores carmesíes. Una dulce serenidad se desprendía del cielo pálido. Reynoso dejó el rincón y puso su rostro enardecido al golpe violento de la brisa que se iba haciendo más fresca según se aproximaban a la sierra. Con los ojos atónitos sentía más que veía el raudo cruzar de los objetos por delante. Todo huía, todo se escapaba causándole una extraña impresión de desquiciamiento universal. El mundo se deshacía, se evaporaba, rodaba vertiginosamente a los abismos de la nada.

—¡Todo es nada! ¡nada! ¡nada!—repetía sin cesar con voz ronca.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Escorial, salió del coche sin darse cuenta de ello y emprendió como un autómata el camino del Sotillo. Estaba anocheciendo. En el cielo brillante e inmóvil centelleaban algunas estrellas. A su espalda la mole de la sierra se ocultaba entre cendales de un violeta profundo. Delante el inmenso horizonte de los campos parecía cerrarse fundiéndose todo en un tenue vapor gris.

Alcanzó su casa y penetró en ella sin ruido, casi furtivamente como si fuera un intruso. Uno de los criados se asombró de verle al cruzar un pasillo y se excusó de no haber prevenido a los demás. Don Germán ordenó que todos permaneciesen tranquilos. Se encerró en su despacho, sacó legajos y papeles y estuvo trabajando largo rato. Llamaron a su puerta humildemente y una doméstica preguntó si el señor bajaba a cenar. Respondió que le subiesen a la habitación contigua caldo y algunos fiambres y siguió trabajando. Al cabo se alzó del sillón y pasó al saloncito contiguo donde ya le habían preparado la mesa. Ordenó en seguida que todos se acostasen y volvió a su trabajo que aún duró mucho tiempo. Cuando terminó eran las altas horas de la noche. Descansó unos instantes y escribió una carta de pocas palabras que depositó sobre la mesa en sitio visible. Luego sacó de uno de los cajones un revólver, lo examinó con detenimiento, lo cargó con nuevas cápsulas, lo colocó sobre la mesa y echó de nuevo la llave al cajón. Abrió la puerta del salón, abrió la de la habitación contigua, que era el dormitorio matrimonial, encendió un cigarro y se puso a pasear a lo largo de la crujía con aparente calma.

Allá en el fondo entre las camas de los esposos pendía un crucifijo. En uno de los paseos los ojos de don Germán tropezaron con él. Quedó inmóvil, clavado al suelo, los ojos fijos en aquella imagen sangrienta. ¿Cuánto tiempo estuvo así? ¿Una hora? ¿Un minuto? Jamás pudo él mismo saberlo. Al fin dejó escapar un suspiro, se tapó el rostro con las manos y cayó de rodillas sollozando.

Cuando se puso en pie había recobrado el sosiego, todo el sosiego del alma. Su resolución estaba tomada. Se dirigió con paso firme a su despacho, guardó de nuevo el revólver y se puso a escribir algunas cartas. Una larga para Tristán, otra para Cirilo. La última para su mujer.

«Elena: Perdona que por última vez me dirija a ti. Es de absoluta necesidad para tu futura existencia. Cuando recibas ésta me hallaré lejos y jamás volveré a importunarte con mi presencia. Te dejo toda mi fortuna: sólo me llevo lo necesario para vivir. Gasta todas las rentas que te entregará Cirilo. Es el último favor que te pido y también que disculpes mi ausencia. Puedes decir que estoy en América, donde tenía comprometidos algunos intereses. Nada más. Que Dios te proteja y que a mí no me abandone.»

Cerró la carta y lo mismo que las otras la guardó en el bolsillo para enviarlas al correo en la oportuna ocasión. Hizo después pedazos la que había dirigido al juez y sacó otro cigarro y de nuevo se puso a pasear, esta vez no con calma aparente sino bien verdadera. Por fin abrió el balcón y salió a una pequeña terraza, recostándose de bruces sobre el antepecho de mármol. La noche era caliente y poblada de estrellas. El paisaje severo, erizado, dormía bajo su dosel alargando la sombra inmensa de sus collados. Reynoso abría los ojos sin ver, tendía los oídos sin oír, no viendo ni oyendo más que los latidos de su corazón desgarrado. Este corazón latía y hablaba. ¿Qué importa todo? ¿Qué vale cuanto existe en el mundo? Riqueza y miseria, grandezas y humillaciones, desgracia o ventura todo cambia, todo se hunde al fin en los abismos de la noche eterna... ¿También se hundirá el amor? ¿Nada quedará de esta emoción incomprensible que parece transformarnos por momentos, arrebatarnos de la tierra a otras esferas más altas? Don Germán contempló el cielo, largo rato, escrutando con avidez sus abismos azulados, sus millones de luminarias maravillosas. Al fin los bajó de nuevo murmurando: «¡No; el amor no se hundirá porque el amor es Dios!» Paseó después su mirada por el campo. Allá, hacia el oriente, en los confines del horizonte un tenue reflejo del firmamento señalaba el sitio donde se asentaba Madrid. Apartó los ojos con horror. Del cielo viene el rayo que nos abate, del mar viene la ola que nos traga, del campo la dentellada de la fiera o la puñalada del bandido. ¡Pero de allí...! ¡ah, de allí viene el daño que no puede explicarse, la agonía sin muerte, el dolor increíble!

Permaneció algún tiempo perdido enteramente en una meditación profunda. Era un torrente de pensamientos graves, de sensaciones confusas que atravesaba su cerebro y su corazón. Apenas guardaba la conciencia de que fuesen suyos. Una ola de olvido le envolvía poco a poco; una voz bien alta subía invitándole a mirar hacia arriba y a despreciar lo de abajo. Después haciendo un esfuerzo alzó sus codos de la baranda, contempló todavía con distracción el horizonte obscuro, sacó del bolsillo su llavero, del llavero un lápiz y escribió tres palabras sobre el mármol. Entró en sus habitaciones, se dirigió a su armario y tomando de allí la ropa y los objetos más indispensables los empaquetó en una maleta. Cuando la tuvo hecha bajó cautelosamente hasta la puerta del jardín y salió de casa. Atravesó el parque, atravesó el bosque y en pocos minutos se encontró a campo raso. Emprendió por los senderos el camino de Zarzalejo para montar allí en el primer tren que le alejase de Madrid. Cuando hubo caminado algún tiempo se detuvo y volvió los ojos hacia su casa. Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraíso en la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidad deshecha en un instante! Tomó la maleta que había dejado caer al suelo y emprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, las lágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la noche desierta en busca de Dios.

XVII - LA BODA DE ARACELI

Araceli, la niña espiritual y aristocrática de los señores de Escudero, tocaba a la meta de sus ambiciones heráldicas. Iba a ser duquesa. Poco después de la catástrofe sobrevenida a don Germán y de su viaje misterioso, se le ocurrió al duque del Real Saludo el morirse de una apoplejía fulminante. Cuando recibió la noticia Araceli sintió que las piernas le flaqueaban; todo su cuerpecito distinguido se estremeció con un escalofrío de ansiedad y de gozo. Supo disimular, sin embargo, puso la cara larga, se vistió de negro y dio el pésame a la familia y la acompañó muchos ratos en aquellos días de tristeza. Había que verla en tales momentos, entrar y salir en las habitaciones, recibir recados, pronunciar órdenes y darse aire de pariente. Sus esperanzas no quedaron fallidas. La duquesa viuda no pensó que un sepulcro abierto la eximía de permanecer fiel a sus principios de contradicción doméstica, y otorgó el consentimiento a su hijo, realizando así contra el duque un acto de oposición de ultratumba. Se dejó transcurrir por respeto un plazo de seis meses. Comenzaron al fin los preparativos de la boda. Sin embargo, hubo en ciertos instantes temor de que ésta zozobrase al tratarse la cuestión de intereses. La duquesa sólo ponía a disposición de su hijo una renta de treinta mil pesetas, que era lo que le correspondía por herencia de su padre. Escudero, hombre exactísimo, metódico, ordenado, manifestó que en ese caso él daría a su hija otro tanto. Pero estas cantidades no bastaban para que el joven matrimonio viviese con arreglo a su rango. Se trabajó con empeño para que el suegro aumentase la renta; hubo en la casa reyertas, desmayos, lágrimas en abundancia. Don Ramón consintió al fin en doblar la cantidad, pero a condición de que tal excedente se dedujese en su día de los gananciales atribuidos a su esposa en el caso de que falleciese antes que él.

Corrían ya los días precedentes de la boda. Se habían cambiado los regalos y Araceli había recibido de la sociedad elegante y de la que no lo era un bazar completo de bisutería. Los periódicos publicaron largas columnas con la lista de los objetos como si se tratase de una liquidación. «Señores de L***: neceser de viaje en piel de Rusia guarnecido de plata.—Señor de C***: juego de tocador en cristal de Bohemia.—Marqueses de H***: bandeja de plata repujada.—Duquesa de N***: cajita de oro esmaltada, etc., etc.» Araceli exhibía estos chirimbolos a las visitas con singular complacencia. Sólo faltaba sobre ellos un cartoncito con el precio para que semejase por completo un almacén de saldos. Pero lo que mostraba con mayor deleite la hija de los señores de Escudero era su equipo, un soberbio trousseau confeccionado en París, donde sobre cada pieza se ostentaba una corona ducal, pequeña o grande, bordada en blanco o en color. Había coronas hasta sobre los paños de la cocina.

Algunas amigas íntimas se reunían la víspera del día señalado para el enlace en el gabinete de la prometida. Se la felicitaba, se la acariciaba, se la besaba, se le decían mil ternezas. Había sinceridad en unas, había falsedad en otras, que en el mundo el bien y el mal no se encuentran jamás solos. Aquella juventud se entregaba a la alegría y retozaba acordándose de los tiempos en que hacían lo mismo en el jardín de las Ursulinas.

—No te darás tono de señora casada con nosotras, ¿verdad, Araceli?

—¿Ni de duquesa tampoco?

—¡Oh, madame la duchesse!

Y una de las amiguitas se inclinaba delante de la novia con reverencia cómica que despertaba las carcajadas de las otras. Araceli, lisonjeada, sonreía con benevolencia.

—¿No tardarás en tomar la almohada?

—¡Quién piensa en eso todavía!—respondió Araceli que había pensado ya infinitas veces.

—Es una ceremonia imponente, muy imponente—manifestó con gravedad y poniendo los ojos en blanco una jovencita rubia que seguía las huellas de Araceli—. Cuando la tomó mi prima la marquesa de la Suave-Conquista vino antes a ensayarse con mamá, que ha sido camarista de la reina Isabel. Hay que esperar en un salón; vendrá a buscarte la madrina y otras damas, se te anunciará y al entrar harás tres reverencias... una así... otra así... y por último otra así.

La jovencita rubia, puesta en pie y en medio del corro, hacía las genuflexiones con tal unción, delicadeza y primor, que parecía que en su vida había hecho otra cosa. Sin embargo, Araceli irguió su cabecita con altanera indiferencia.

—Ya sé, ya sé todo eso, querida.

—¡A ver, que la tome aquí ahora mismo ante nosotras!—exclamó la amiguita de humor jocoso que la había saludado en francés—. ¡Yo soy la reina! Dejad que me siente ahí en lo más alto. Margarita, echa ese cojín en el suelo. Esa es la almohada. Carmen, tú serás la madrina. A ti, Beatriz, te nombro mi camarista mayor. No reírse, que éstas son cosas serias, ¿verdad Mimí? (dirigiéndose a la jovencita rubia). Vamos, llevadme a esa chica fuera. La llamaré cuando me dé la real gana. Vosotras aquí en semicírculo haciéndome la corte...

La traviesa niña empujando a unas, arrastrando a otras, cambiando sillas y cerrando puertas improvisó presto un salón de corte. Se representó la escena con no poca algazara. Araceli vino del gabinete de su mamá donde la tuvieron recluida largo rato, hizo sus reverencias casi tan bien como la rubita Mimí (prueba de que ya las había ensayado a solas) y se sentó sobre el cojín naciendo tantos remilgos que la reina incomodada le tiró otro a la cabeza.

—Pero, duquesa, ¿cómo tiene usted valor de presentarse sin diadema?—exclamó S. M. en el colmo de la estupefacción.

—¡Ah! ¡La diadema, es verdad!—exclamaron a su vez todas las damas de la corte.

—Póngase usted la diadema inmediatamente—prorrumpió con energía la augusta persona.

Araceli se disculpó diciendo que estaba guardada en la caja de hierro de su papá, pero no le valieron excusas. Fue necesario que bajase al escritorio de Escudero y que éste sacase de la caja la preciada joya regalo del novio. Enteradas por este paso algunas criadas de la ceremonia que iba a realizarse, no dejaron de acudir para ver si percibían algo espiando por las cerraduras y los quicios de las puertas. El acto se efectuó de nuevo con mucha mayor solemnidad a causa de la diadema y también del ensayo previo que se había hecho. Terminado, S. M. se dignó felicitar con las palabras más amables a la gentil duquesa del Real Saludo, y dio su mano a besar y una bofetada en la mejilla a todas sus damas.

Araceli durmió muy poco aquella noche. En cuanto se levantó comenzó a hacer sus preparativos de tocado, aunque la ceremonia nupcial no había de celebrarse hasta la tarde en su propia casa. Se hizo venir para que la peinase a Mr. Gaston, famoso peluquero de la corte, y acudieron a adornarla dos oficialas de Mme. Verlet, la gran modista. No se perdonó gasto alguno para que la ceremonia se celebrase con inusitada pompa y suntuosidad. Escudero puso a disposición de su esposa y de su hija una cantidad respetable, la cargó en sus libros y no volvió a ocuparse del asunto. Pero he aquí que su esposa, no poco confusa porque le conocía bien, vino a anunciarle que faltaban mil doscientas pesetas para pagar las flores de la quinta del Pilar, y su hija Araceli, menos confusa pero también un poco asustada, le manifestó que aún restaba por abonar al joyero una pequeña cantidad. Escudero montó en cólera, una cólera ciega. «¡Cómo! ¿Qué formalidad era aquélla? ¿No sabían que ya estaba agotado el presupuesto de los gastos de boda, que no se podía andar en los libros, que él era un hombre de negocios, un hombre de orden?» Doña Eugenia viéndole tan irritado determinó pagar con sus ahorros aquella suma y dejar en paz los libros de su esposo. Doña Eugenia era una mujer económica, pero había adquirido un vicio considerable, el del papel. Cada día más enemiga de los microbios y resuelta a darles guerra crudísima mientras le quedase un soplo de vida, desde hacía algún tiempo ni daba la mano a nadie sino enguantada ni tocaba objeto alguno si no era interponiendo entre los bacilus y sus dedos un papel. Lo compraba por resmas en un almacén de la calle de las Infantas. El dueño de este almacén solía decir burlando que la señora de Escudero le consumía tanto como una imprenta.

Otro de los asuntos que dio origen a algunos disturbios domésticos que hubieran degenerado en graves conflagraciones si uno de los bandos no hubiese operado una prudente retirada, fue el de las invitaciones. Escudero, que a causa del citado desequilibrio en el presupuesto de boda se hallaba en un estado alarmante de disgusto y de profunda decepción, exigió que se invitase a la ceremonia a sus amigos y compañeros de tresillo en el Círculo Mercantil, Buceta, Trompeta y Rubau. Esta monstruosa exigencia llevó la desolación al espíritu refinado de su hija. En vano doña Eugenia agotaba para convencerla toda clase de razonamientos y representaciones. Araceli, en el colmo de la desesperación, torciéndose las manos, exclamaba:

—¡Pero mamá de mi alma! ¿qué dirá la duquesa de Colmenar de la Oreja, qué dirá el marqués de Cabezón de la Sal al verse junto a un hombre que se llama Trompeta?

Todavía el hado adverso reservaba una prueba más cruel al temperamento primo y elevado de la prometida. Escudero, enardecido con su victoria, después de haber impuesto a Buceta y a Trompeta, llevó su audacia hasta proponer a Barragán. El paisano se había hecho su amigo íntimo, le había confiado la gestión de sus intereses y por último había tenido el rasgo feliz de ofrecer a la novia no un regalo como cualquier hombre vulgar, sino un billete de quinientas pesetas para que ella comprase el objeto que más le gustase. Este procedimiento generoso y práctico a la vez le había elevado considerablemente en el concepto de Escudero. La consternación más profunda se pintó en el semblante de su hija al tener conocimiento de la fatal decisión. No valieron súplicas ni lágrimas ni se logró nada con la intervención oficiosa de algunos amigos diputados para ello. Don Ramón permaneció inflexible. O Barragán era invitado o él mismo dejaría de asistir a la ceremonia. Se tragó, pues, a Barragán, ¡un trago bien amargo! Araceli, pateando de cólera en su gabinete, se prometía tomar en lo futuro una digna venganza. En cuanto estuviese casada ¡ni uno solo de aquellos hombres ordinarios pondría los pies en la casa ducal! Por su parte Escudero, temiendo haber llevado demasiado lejos sus exigencias, suplicó a Barragán en términos sentidos «que si era posible se recortase un poco las barbas». Cedió éste, bien convencido sin embargo en su interior de que no se lograría con ello borrar la odiosa traza de bandido con que, implacable, la naturaleza le había dotado. Pero como hombre dócil y de buena pasta, no sólo cedió a recortarse un si es no es la barba, sino que se vistió una flamante levita, se puso botas de charol, pantalón bombacho, sombrero de copa y en la corbata un alfiler con una enorme esmeralda falsa. ¡Estaba horrible! ¡patibulario! Los invitados al pasar junto a él no podían menos de sentir un escalofrío. Uno de los amigos del novio le llamó Rebolledo, aludiendo al bandido de la zarzuela Los diamantes de la corona, y la palabra hizo fortuna entre la juventud maleante.

La ceremonia debía de celebrarse a las cinco de la tarde. Los novios partirían en el sud-express poco después. A las tres, la multitud de los convidados invadía los fastuosos salones de la casa de Escudero, en la calle de Alcalá. Tristán estaba allí. Era uno de los testigos designados por la novia. Andaba solo, huyendo de juntarse a nadie según su costumbre. El sensible lance acaecido a su cuñado y en el cual había él tomado parte no había contribuido a mejorar su genio difícil y sombrío. El matrimonio de su prima, a la cual nunca había profesado mucha estima, le inspiraba un poco de risa, un poco de lástima y otro poco de desprecio. ¡Casarse, por ser duquesa, con un espectro!

Efectivamente Gonzalito Ruiz Díaz lo era. Al principio de sus relaciones con la niña de Escudero pareció animarse un tanto su naturaleza, pero a medida que transcurría el tiempo se fue debilitando nuevamente hasta inspirar miedo. Se decía en la familia que la oposición tenaz de su padre era la causa de tal decaimiento. Sin embargo, después del fallecimiento del duque nada mejoró de aspecto. Entonces se achacó a los amores. En cuanto satisficiese, uniéndose a Araceli, los vivos anhelos de su corazón engordaría hasta ponerse como una bola. Esta era la profecía que había encontrado más eco en la familia de Escudero y de todos sus allegados.

Cuando se presentó en el salón ataviado con el uniforme de maestrante de Granada, su faz lívida, el círculo azulado que rodeaba sus ojos, la fatiga que se leía en todos sus rasgos no pudo menos de sorprender a los circunstantes que empezaron a hablarse al oído. «Es el uniforme—decían algunos—lo que le da ese aspecto de muerto desenterrado.» «¡Qué uniforme! Es la emoción. ¡Ha sido siempre un chico tan sensible!» El pobre Gonzalito se sentía en efecto bien fatigado, bien conmovido, bien amarrado dentro de su vistoso uniforme. Todos los amigos se apresuraron a rodearle vertiendo en su oído palabras de felicitación. Unos lo tomaban por lo serio, le hablaban de su preclaro nombre que pronto iba a encontrar quien lo perpetuase, otros echaban el santo sacramento a broma.—«¡Ánimo, Gonzalo! Para sostenerte en este trance fiero aquí tienes a los amigos. ¡No tiembles a la vista del patíbulo!» Y señalaban al altarcito erigido allá en el fondo del salón contiguo y que se veía por la puerta entreabierta.

Al fin llegó monseñor Isbert que debía bendecir la unión de los jóvenes. Era un prelado doméstico de S. S., hombre de mundo, jovial, diplomático, tolerante. Por estas razones gozaba de gran crédito en la alta sociedad madrileña y había casado ya un número considerable de sus miembros. Señoras y caballeros le rodearon al instante y gozaron de su conversación culta y jocosa. Cuando se hubo cansado monseñor sacó el reloj.

—Ya se acercan las cinco—manifestó dirigiéndose con graciosa sonrisa a Araceli—. Perdone usted, señorita, que le recuerde el dulce y solemne momento que se aproxima en que cumpliendo los mandatos divinos entregará usted su libertad al elegido de su corazón.

Araceli bajó los ojos ruborizada.

—¿Dónde está el novio?—preguntó después monseñor con su voz clara y pastosa de orador.

—Eso es, ¿dónde está el novio?—preguntaron algunos dirigiendo miradas en torno.

—¿Dónde está Gonzalo? ¿donde está Gonzalo?—repitieron otros.

Al fin se le halló en un gabinete solitario sentado, con la cabeza entre las manos.

—¿Qué es eso?—se apresuraron a preguntarle su madre, su novia y las personas que se le acercaron corriendo—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes indispuesto?

—Sí, me siento mal.

Y al levantar la cabeza dejó ver un rostro tan pálido que su madre dio un paso atrás, aterrada.

—Sí, me siento mal, ¡muy mal!

Apenas había pronunciado estas palabras una ola de sangre se escapó de su boca. Gritaron las mujeres, se conmovieron los hombres, acudieron los criados. Todos están tan asustados que no saben más que gritar:

—¡Un médico...! ¡una jofaina...! ¡un vaso de agua!

El vómito fue terrible. Pensaron que se quedaba en él. Cuando cesó le transportaron a una cama en las habitaciones que había ocupado Tristán de soltero. El doctor Ustariz, que se hallaba como invitado entre los presentes, le prodigó sus cuidados. Sin embargo, pocos minutos después le repitió el vómito. El doctor se apresuró a hacer salir del cuarto a todo el mundo, haciendo seña a monseñor Isbert para que se acercase. El sacerdote le dio la absolución de sus pecados sin oírlos, porque el pobre Gonzalito no volvió a pronunciar otra palabra.

XVIII - LA FLECHA DEL DESTERRADO

La masa de follaje del Sotillo se teñía de amarillo. Con una ojeada perezosa y distraída Elena abrazaba el bosque y el vasto horizonte, fijándola con insistencia en sus confines azulados. Aquel noviembre venía seco, pero frío ya. El aire era transparente, la sierra tomaba un color de violeta obscuro, la llanura se teñía de gris; por el ambiente corrían las frías claridades, el aliento fresco que denunciaba la proximidad del invierno.

—No hace más que cuatro días que la señorita ha llegado y ya parece otra—dijo la doncella que se hallaba a sus pies arrodillada cambiándole el calzado.

—Sí, el Escorial me ha probado siempre bien—repuso la señora sin apartar su mirada distraída del horizonte.

—¿Por qué no viene más a menudo?—se atrevió a preguntar la mimada doncellita.

Elena no contestó.

Al cabo de un rato apartó los ojos del paisaje y los volvió al armario de espejo que tenía delante. Se miró prolongadamente en la luna y murmuró como si hablase consigo misma:

—¡De todos modos me encuentro bien cambiada, bien decaída, bien fea!

—¿Cómo fea?

La doncellita protestó con todas sus fuerzas de aquella monstruosa aserción. Jamás había estado tan hermosa la señorita.

—Parece mentira—prosiguió ésta—que una fiebrecilla gástrica me haya arruinado tanto.

—Quince días en el campo y se pondrá la señorita tan gorda que habrá que enviar todos los trajes a la modista.

—¡Más, más...! Me convendría tal vez pasar todo el invierno aquí.

La doncellita se puso seria. ¡El invierno! ¡Alegre humor echaría su novio el encargado de la tienda de ultramarinos de la calle de Olózaga si tardase más de quince días en volver a Madrid! Así que trató por todos los medios que estaban a su alcance (que no eran muchos) de disuadir a la señorita. Esta parecía no escucharla. Sus ojos volvieron a perderse al través del balcón abierto en las lejanías del horizonte inmenso. En vano tocó los recursos que en otras ocasiones habían surtido efecto para distraerla, los vestidos, los sombreros, las reformas de la casa, los coches. Elena permanecía absorta, ensimismada, sin dignarse siquiera volver la cabeza. Viendo sus esfuerzos defraudados, la doncellita adoptó el acuerdo de salirse de la estancia sin hacer ruido.

El Sotillo le causaba ahora una impresión extraña, mezcla de dolor y de alegría, de agitación y de sosiego. Desde el día fatal, hacía ya más de un año, en que su esposo huyera para siempre, no había puesto los pies allí. Pero desde hacía ya tiempo soñaba con él. Su espíritu se volvía hacia aquel paraje ansiando la frescura de sus árboles, el rumor de sus aguas, la paz de su ambiente. ¡La paz, la paz! Esto era lo que necesitaba su cuerpo gastado, su corazón deshecho. La carta de su marido le había producido el efecto de un rayo. Cayó de bruces sobre el suelo privada de conocimiento. Cuando la alzaron y la transportaron a la cama se le declaró una violenta fiebre que la tuvo postrada muchos días y amenazó su vida. Durante su enfermedad ni Clara ni Tristán ni Visita parecieron por su casa. Sólo Marcela Peñarrubia la veló como una hermana cariñosa. Cuando entró en convalecencia supo por ella que Tristán había provocado secretamente a Núñez y que éste había rehusado el duelo alegando que no era él quien tenía derecho a exigirle una reparación. Entonces Tristán le había abofeteado. No otra cosa buscaba el pintor para tener la elección de armas, pues aunque no era cobarde, ninguna gracia le hacía servir de blanco a la certera puntería de su amigo. Se batieron a espada y Tristán salió herido ligeramente en el brazo derecho. Después se vio rodeada por aquellas amigas de última hora, Marcela Peñarrubia, Enriqueta Atienza, Rosita León y sus respectivos amantes que la asistían y la mimaban con asiduidad conmovedora.

Pero en cuanto pudo salir a la calle fue a casa de Visita resuelta a enterarse adónde había ido su marido y correr a pedirle perdón. En ver a Clara y Tristán no soñaba siquiera. La recibió Cirilo con ceremoniosa cortesía hablándole de dinero, presentándole cuentas y libros, anunciándole que al día siguiente le enviaría los intereses vencidos de las acciones del Banco. Visita no se presentó. Se hallaba un poco indispuesta, al decir de su esposo. Salió de aquella casa con el corazón tan apretado que en cuanto montó en el coche estalló en sollozos. No se había atrevido siquiera a pronunciar el nombre de su marido. Cuando llegó a su casa escribió una larga carta a Tristán. Este no le contestó. Entonces la pobre mujer, rechazada y despreciada por todos los deudos y amigos de Reynoso, aislada y avergonzada se dejó marchar por la suave pendiente que delante se le ofrecía. Recibió por fin a Núñez, que diariamente le enviaba billetes inflamados; intimó con las amigas que se desvivían por distraerla y entró a formar parte de aquella sociedad divertida y galante. Fue una rebelión, una necesidad de su naturaleza, que de otro modo hubiera sucumbido.

Y para más aturdirse, para olvidar la pena que le roía el alma fue más allá de lo que la prudencia aconsejaría a una mujer en su caso. Lanzose a una vida de placeres ruidosos; teatros, paseos, partidas de tresillo, tiendas, modistas, cenas a última hora con sus flamantes amigas y adláteres. Estas no la dejaban ni de noche ni de día. Gustavo Núñez la mantenía en perpetua risa con sus bromas picantes y excéntricas. El lindo hotel de la Castellana se convirtió en centro bullicioso de placer. Elena se entregaba a él más que con pasión con verdadera rabia. No quería quedarse sola un instante, y para evitarlo intentaba nuevos pretextos y correrías, derrochaba a manos llenas las rentas cuantiosas que Cirilo le entregaba cada trimestre. Naturalmente, no había mujer más mimada, más agasajada de sus amigos. Todo el mundo estaba pendiente de su sonrisa, de sus gestos, de su apetito y no se escatimaban los medios de divertirla y aun aturdirla.

Así transcurrió un año. Al cabo, aquella vida, más que agitada, febril, agotó sus nervios. Acometiole un decaimiento físico y moral que en vano trataron de combatir los que a la continua la rodeaban. El primero que sintió los efectos de este desmayo fue Núñez. Hasta entonces Elena había sido con él, si no extremadamente afectuosa, a lo menos complaciente, risueña, generosa, una querida agradable en suma y que le realzaba en la sociedad que frecuentaban. A última hora empezó a mostrarse fría, exigente, caprichosa y sobre todo a sentir una extraña melancolía que la tenía horas enteras taciturna, sin poder arrancarle ni una sonrisa ni una palabra. Elena empezó a meditar. Aquella cabecita ligera, evaporada, principió a darse cuenta vagamente del carácter de la gente que la rodeaba, sobre todo del carácter de su amante. Este había principiado por mostrar con ella un desinterés desdeñoso, susceptible, que aun haciéndola sufrir un poco no dejaba de lisonjearla en el fondo. Hasta tal punto parecía celoso el pintor de su dignidad que no podía hacerle el más corto obsequio sin que al día siguiente se viera regalada con otro de más precio. Sin embargo, con el tiempo fue cambiando este modo de ser, se dejó mimar y regalar sin protesta, comía casi a diario en casa de ella y aceptó por fin que Elena abonase los gastos de un viaje que hicieron por Francia y Alemania. Duró cerca de dos meses, se gastó por largo, y la galantería de Núñez sufrió en el curso de él bastante menoscabo. La vida íntima, marital, descubrió a los ojos de Elena los puntos negros de aquel temperamento tan jovial y simpático en sociedad. Dominante unas veces hasta la brutalidad, otras incisivo y cruel y casi siempre egoísta, hacía recordar a Elena la paciente dulzura de su marido, aquella galantería nunca desmentida, aquella protección paternal que tanto calor daba a su corazón. Elena no era mujer de pasiones ardientes; poseía un temperamento infantil; la gran necesidad de su vida era la de ser mimada. Defraudada en este impulso de su naturaleza y no sabiendo fingir, pronto empezó a mostrar a Núñez un claro desvío. Cuando habían llegado de Alemania, a fines de octubre, estaba harta ya de aquel hombre.

Si no rompió con él abiertamente fue por miedo no tanto hacia él como hacia la camarilla que le rodeaba. Sentíale apoyado por todas sus amigas y creía la inocente de buena fe que si le despedía éstas se despedirían también y volvería a quedarse sola. ¡Buena gana tenían de hacerlo! Aquellas amiguitas la utilizaban lindamente. Comían bien en su casa, asistían al teatro en su palco, iban a paseo en sus coches y además de vez en cuando le tomaban algún dinero prestado. La condesa de Peñarrubia se lo había pedido dos veces, una seis mil pesetas y otra diez mil para un negocio seguro según decía. De todos modos Elena no volvió a ver su dinero. Últimamente al regresar de Alemania Marcela vino a proponerle que comprase acciones de una mina de plata que su amigo común el vizconde de las Llanas poseía en Albacete. Se trataba solamente de un desembolso de veinte mil pesetas que antes de un año se convertirían en cuarenta mil. Elena no las tenía en aquel momento, pero no las hubiera entregado aunque las tuviese. Había entrado ya la desconfianza en su espíritu. Esta desconfianza se hizo más viva cuando observó el mal humor que mostró Núñez al conocer su negativa. No pudo menos de sospechar, viendo su gesto de contrariedad, que Marcela y él estaban en connivencia. Tal sospecha, que el recuerdo de otros incidentes autorizaba, convirtió su desvío en desprecio. Pocos días después se vio precisada a guardar cama; la fatiga del viaje y las comidas de hotel habían estropeado su estómago. Mientras estuvo enferma meditó mucho: la fiebre exaltaba su imaginación, exacerbaba su aburrimiento, hacía crecer los agravios que creía haber recibido de su amante. Cuando se levantó del lecho estaba decidida a romper sus relaciones con él. Se hallaba harta de aquel sinapismo. Se quedaría sola, trasladaría su residencia al extranjero, entraría en un convento, tomaría otro amante, ¡todo, todo menos continuar unida a aquel pomito de ácido nítrico! Sin decirle una palabra ni avisar tampoco a ninguna de sus amigas, en cuanto se sintió con fuerzas para ello se trasladó un día al Sotillo. Desde aquí había escrito a Núñez una carta anunciándole que estaba resuelta a cortar el lazo amoroso que los unía. No queriendo decirle el motivo real que a ello le impulsaba y no siendo extremadamente hábil en el género epistolar, se perdía en una serie lamentable de frases sin sentido, reticencias y exclamaciones inútiles. Cuando leyó la carta antes de enviarla comprendió que no estaba bien, que todo aquello era ridículo. Sin embargo no quiso escribir otra. Alzó los hombros con desdén y exclamó sonriendo maliciosamente:—«¡Bien está! Que lo tome como quiera.»

En el Sotillo sintió los únicos momentos de sosiego que había disfrutado desde hacía quince meses. Una dulce melancolía penetraba en su alma al contacto de aquellos sitios donde tan feliz había sido. Le parecía que su dicha no había muerto, que aún estaba allí guardada esperándola. Vagamente soñaba con ver surgir del parque la gran figura atlética de su marido y escuchar su risa sonora. No era posible, no, que todo aquello hubiera muerto para siempre. Recorría la casa, se tendía sobre el sillón de lectura de su marido, escrutaba el parque, daba de comer a las palomas y esperaba. Una esperanza irracional pero no por eso menos poderosa se había apoderado de su alma en aquellos cuatro días; sentía la impresión del que se halla soñando una siniestra pesadilla y guarda la conciencia de que lo es y no tardará en despertar. No había subido al pueblo, nadie había venido a visitarla ni aun sus mismos parientes, acaso porque no supieran que estaba allí. Sin embargo, aquella excitación placentera que acude siempre en toda convalecencia como una resurrección de la vida comenzaba a ceder. El cuervo de la soledad y el desconsuelo comenzaba a batir ya las alas negras sobre su frente. Aquella pequeña y tersa frente de estatua griega sentía su sombra y se obscurecía.

Elena dejó escapar un suspiro, apartó sus ojos extáticos del horizonte y se alzó del asiento. Miró el reloj de la chimenea: eran las once. Tomó el quitasol y bajó al parque. Hasta entonces no había salido de él, satisfecha de recorrerlo en todos sentidos, de tocar sus flores, de acariciar sus árboles y sentarse largas horas en el gran cenador leyendo una novela. Ahora le había entrado curiosidad de verlo todo, un deseo vivo de espaciarse por el campo imitando a su cuñada Clara. De buena gana hubiera tomado una carabina como ella. Entró en el bosque y lo atravesó con pie ligero: la sombra espesa aún de su follaje la sofocaba. Cuando los árboles se enrarecieron dejando paso a los rayos del sol se detuvo un instante y respiró a plenos pulmones con la sonrisa en los ojos. Y ya más libre y tranquila siguió caminando lentamente entre las encinas y chaparros hasta tocar en los bordes de la laguna. Una lancha estaba amarrada a la orilla: saltó sobre ella con alegría y no habiendo remos se balanceó un rato gozando la grata impresión de hallarse a flote. ¡Lástima de remos! Si los tuviera se habría lanzado al medio segura de no haber olvidado aún su manejo. Con pesar volvió a saltar a tierra. Un poco más allá vio la columnata del vetusto cenador derruido, atravesó el puente brincando sobre los agujeros que habían dejado las piedras desprendidas y se sentó entre la maleza de los espinos y acacias que lo envolvían. Se acordó del último banquete que allí se había celebrado. ¡Qué feliz, qué inocente era entonces! ¡Cuán poco podía presumir lo que le aguardaba! La frente arrugada, los ojos serios, volvió a pasar el puente y marchó por el monte a paso más vivo. Los árboles se hicieron cada vez más raros y más bajos, la maleza obstruía los senderos. En algunos sitios libres crecían el tomillo y el romero. Acometida de un fuerte enternecimiento al recuerdo de su marido arrancó algunos puñados y se los llevó a la nariz con los ojos mojados de lágrimas. Pero allá más lejos una columnita de humo blanco se elevaba hacia el cielo. Sin darse cuenta marchó hacia ella, pero cerca ya se detuvo vacilante. En torno de una hoguera donde ardían hojas y ramas secas se hallaban de pie y fumando algunos pastores y mozos de labranza. Quiso volverse acometida de una vergüenza inexplicable, pero ya la habían divisado y el tío Leandro venía hacia ella con el sombrerete en la mano.

—Buenos días tenga nuestra ama, ¡buenos días! Ningún pájaro hay aquí más alegre cuando sale el sol que nosotros lo estamos viéndola por sus posesiones, mi señora.

—Gracias, gracias. Todos están buenos, ¿verdad?—profirió Elena con extraña timidez y deseos de volverse.

—La salud es la riqueza del pobre. Viene el agua, viene la escarcha, calienta el sol hasta quemarnos, pero todo eso no nos quita de dormir a pierna suelta y comer lo que hay con apetito.

—Pues lo demás vale bien poco—murmuró Elena con un suspiro.

—Ya teníamos viento de que había llegado la señora y que había estado un poco enferma...

—Sí, sí... he estado enferma, pero ya estoy bien—respondió con un poco de impaciencia.

Los pastores y los mozos se habían ido acercando lentamente, todos con sus sombreros en la mano, avergonzados y confusos con una estúpida sonrisa estereotipada en el rostro. Elena estaba más confusa que ellos.

—¿Y los rebaños han crecido?—preguntó haciendo un esfuerzo por recobrar su aplomo.

No, los rebaños no habían crecido. El ganado lanar estaba de baja. Una enfermedad maligna había entrado por las ovejas y se había llevado muchas. En cambio las vacas tenían unos terneros muy lucidos. El pastor de las vacas trató de llevar a la señora para que los viese, pero ésta manifestó que no tenía tiempo: por la tarde o al día siguiente los vería.

—¿A que no sabéis por qué viene la señora en este tiempo?—preguntó con increíble finura y sonriendo con una boca que le llegaba de oreja a oreja el zagalón Felipe.

Nadie respondió. El tío Leandro dirigió hacia él los ojos con inquietud.

—Pues a recoger la bellota—profirió rotundamente después de haberse gozado en tenerlos unos instantes suspensos.

—¡Celipe, Celipe, no seas burro!—exclamó el tío Leandro con acento severo.

—¡Anda!—replicó Felipe encrespándose—. ¡Pues poco que se recreaba el amo el día de San Eugenio viéndonos cargar con los costales llenos y emborrachándonos dimpués! Bien seguro que allá por las Américas no se reirá tanto ese día como aquí se reía.

Las mejillas de Elena enrojecieron al oír mentar a su marido. El tío Leandro, que algo sabía a qué atenerse sobre el viaje de don Germán, clavó una mirada iracunda sobre el bárbaro zagal y se le vieron intenciones claras de arrojarse sobre aquel «piazo animal».

De esta confusión vino a sacar a Elena una voz que sonó a su espalda.

—Estoy convencido de que hubiera podido ser un gran explorador de tierras vírgenes. He llegado hasta aquí perfectamente sin planos y sin brújula.

La sangre de Elena se agolpó a su corazón dejando las mejillas pálidas.

—¿Verdad que ni Marco Polo ni Magallanes lo hubieran hecho mejor que yo?—dijo Núñez avanzando hacia ella con la mano extendida. Su rostro pálido de barba partida sonreía con la acostumbrada expresión irónica. Elena no pudo reprimir un gesto de disgusto, pero recobrándose súbito le tendió la mano con un esbozo de sonrisa.

—¡Ya, ya! Hay que darle a usted una condecoración por su audacia.

—La fortuna nos ayuda siempre a los audaces—replicó el pintor recogiendo la intención que parecía desprenderse de las palabras de Elena. Y echando una mirada en torno:—¡Pero ésta es una escena de la antigüedad griega! Penélope sale de su palacio, recorre sus dominios en la rocosa Itaca, encuentra a Eumeo y sus zagales celosos guardadores de sus manadas de puercos, y departe con ellos.

—Escena que usted ha venido a interrumpir con su figura y sus aires modernistas—dijo Elena sonriendo, pero con voz ligeramente cambiada.

—La hospitalidad es la única virtud que resplandece en los poemas griegos. Soy un pobre viajero que cansado y hambriento viene pidiendo una tarima donde descansar y pan para satisfacer su apetito.

—Vamos en busca de la tarima—manifestó Elena secamente y echando a andar con una resolución que sorprendió a Núñez. Este, antes de seguirla, se volvió hacia los pastores:

—¡Salud, amigos! Seguid cuidando fielmente de los puercos de vuestro señor.

—Aquí no ha habido puercos, caballero, hasta el día de hoy—respondió el tío Leandro gravemente.

Núñez le clavó una mirada insolente y escrutadora. El viejo pastor la sostuvo sin pestañear. El pintor se emparejó con la dama exclamando con risita irónica:

—¡Parece que Eumeo sigue aborreciendo como antes a los pretendientes!

Elena no dijo nada y siguió caminando con paso vivo hacia la casa. Una cólera sorda rugía dentro de su pecho y tenía miedo de dejarla estallar donde pudieran verla. Es decir que aquel hombre no sólo no había hecho caso de la resuelta despedida que le daba en su carta, sino que llevaba su osadía hasta presentarse en el Sotillo. ¡En el Sotillo, donde después de la marcha de su marido no había puesto ella misma los pies por temor de cometer una profanación! Elena tenía un corazón tierno, inocente, pero un carácter impetuosísimo que los mimos de su marido y de la gente que la rodeaba desde hacía algunos años no habían atenuado. Estaba acostumbrada a que sus caprichos fuesen ley. Mientras el pintor se mostró sumiso y cariñoso obtuvo de ella cuanto quiso; mas así que por la confianza dejó su actitud rendida y mostró su verdadero carácter frío y egoísta, instantáneamente nació en ella una violenta rebelión. Núñez se había equivocado de medio a medio con ella. Pensó dominarla a fuerza de sarcasmos y lo que éstos produjeron fue un incendio de ira muy difícil de apagar.

—Penélope era la más amable de las mujeres, al decir de Homero, y sabía encontrar para todos una palabra cortés y una sonrisa graciosa. ¿Es que con el tiempo se ha convertido en una viejecita huraña y gruñona?

Elena guardó silencio. Núñez siguió bromeando unos instantes; pero viendo que no lograba arrancarle una palabra, despechado, concluyó por imitarla y dejarse conducir hasta la casa. Al llegar a ella Elena subió a sus habitaciones. Núñez la siguió.

—¿No has recibido mi carta?—le preguntó rudamente así que puso el pie en su saloncito.

—Las malas noticias llegan siempre—respondió Núñez.

—Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí?

—A buscar una explicación. Tu cartita tiene más clara la letra que el espíritu. No te ofenderás si te digo que nunca serás la émula de madama de Sevigné.

—¡Ah! ¿No la has entendido? Pues entonces hay que convenir en que estaba demasiado bien dorada la píldora. No necesitabas tanto.

—Será porque yo no entienda tanto de píldoras como tú.

Elena se puso roja. Aquella alusión a su nacimiento la hirió en lo más vivo. Hizo un esfuerzo para reprimirse y dijo con calma:

—Nuestras relaciones, Gustavo, no pueden ni deben continuar. El lazo que nos une, como tú comprenderás, nada tiene de sagrado y poco importa romperle un día u otro si al cabo se ha de romper. Tú has sentido un capricho: yo también. Solamente que a nosotras las mujeres estos caprichos nos salen siempre más caros. Me parece que es bastante. Despidámonos como buenos amigos.

—¿Es que ya no te gusto?—preguntó el pintor cínicamente clavándole sus ojos verdosos chispeantes de malicia.

Elena le miró fijamente sin turbarse y alzando los hombros profirió con displicencia:

—Tienes demasiado talento para mí.

Núñez guardó silencio unos instantes, sacó un cigarro, lo encendió y arrellanándose con toda comodidad en una butaca dijo:

—Siempre he sospechado que el talento me había de perder. Es realmente un exceso, lo comprendo, pero bien sabe Dios que no pocas veces me he prosternado diciéndole: «Señor, no hay que exagerar. ¿Por qué me has dotado de tantas facultades y has dejado desmantelados a muchos ministros, profesores y académicos a quienes hacen más falta que a mi?» No seas injusta, Elena. Compadécete de mí. ¿Piensas que es una ganga el tener talento en España?

Elena no estaba para bromas. Escuchó con indiferencia lo que su amante le decía y sin responderle abrió el balcón y salió a la terraza. Núñez la siguió. Ambos se reclinaron sobre el antepecho y guardaron silencio unos momentos. Entonces Núñez, a quien su táctica habitual no valía, se puso serio, habló de su amor, de los felices instantes que juntos habían pasado en sus viajes, le hizo ver que aquella fatiga moral que parecía sentir era engendrada por la fatiga física. En cuanto se repusiera del todo volvería a ella la alegría, que era su estado natural, el tesoro de más valía con que la naturaleza la había dotado. Un poco de debilidad, un pequeño desequilibrio nervioso nos hace ver el mundo como un pozo; pero descansamos, nos fortalecemos y el mundo vuelve a ser el mismo, un venero de goces para quien posee hermosura, dinero y un carácter jovial y feliz como ella...

Era ya tarde. El alma de Elena, conmovida, llena de melancolía por la influencia de aquellos sitios, donde se había deslizado su infancia, donde había gozado después unos años de felicidad inefable, no podía responder al llamamiento brutal de la pasión. La ironía, la malignidad, el ingenio de su amante, que al principio la habían cautivado, ahora le causaban aversión y hasta desprecio. Sin abrir la boca hacía signos negativos con la cabeza, mirando fijamente al horizonte azulado. En vano Núñez derrochó su ingenio para convencerla, en vano apeló después a las súplicas ardientes, a los dictados cariñosos. Nada, nada, el mismo inflexible signo negativo respondía constantemente a sus argumentos y a sus quejas.

Al bajar los ojos una de las veces Elena creyó ver algunas palabras escritas sobre el mármol del antepecho. Bajó un poco más la cabeza y las leyó. Súbitamente acudió la sangre a su rostro, poniéndose roja como una brasa; inmediatamente pálida. Se irguió con extraño ímpetu y mirando al pintor con ojos extraviados le dijo:

—Tenga usted la bondad de salir por un momento. Me siento mal.

Núñez la miró sorprendido: su actitud y sobre todo aquel tratamiento ceremonioso que nunca había usado si no es en público desde que se hallaban en relaciones le dejaron estupefacto. Y como no se moviera, Elena exclamó con impaciencia:

—¡Me siento mal! ¡me siento mal...! Haga usted el favor...

Señaló imperiosamente a la puerta.

—¿Qué te ocurre? ¿Quieres que llame? ¿Quieres que vaya a avisar al médico?

—¡Salga usted... salga usted!

Núñez obedeció al fin. Sin consideración alguna en cuanto traspasó la puerta, Elena dio vuelta a la llave. Luego vino en dos saltos al antepecho y volvió a leer las tres palabras que su marido había escrito con lápiz la noche aciaga en que se apartó de aquellos lugares para siempre. Estas palabras decían: «Acuérdate de mí.» Elena cayó de rodillas.

—¡Sí, sí, Germán de mi alma, esposo mío, me acuerdo de ti, y me acordaré mientras me quede un soplo de vida! ¡Dios mío, Dios mío!, ¿qué es lo que he hecho?

Y la infeliz apretaba sus labios contra el frío mármol y regaba la inscripción con sus lágrimas.

XIX - FIEROS DESENGAÑOS DE TRISTÁN

Tristán se había ido después de almorzar al café según costumbre. Clara en el comedor jugaba con su niño y éste con el perro. El niño había envejecido terriblemente desde la última vez que tuvimos el gusto de verle, que fue, si la memoria no nos es infiel, en el día feliz de su nacimiento. Podría tener ya unos diez y seis meses, mal contados. El perro era mucho más provecto. Aquel Fidel, feroz corredor de conejos y de ánades, hacía ya largo tiempo que estaba jubilado. Su ama al casarse le había traído del Sotillo concediéndole un honroso descanso, al cual ya tenía derecho por sus dilatados servicios. La vida regalona y sedentaria le hizo echar un poco de tripa como esos militares a quienes el ministro premia concediéndoles una plaza en el ministerio o en el Consejo Supremo y al cabo de dos años no pueden meterse el uniforme, porque les estallan las costuras y les saltan los botones. Si le hablaban de las perdices y los conejos hacía un mohín de disgusto y movía el rabo con impaciencia como si tratase de pasar a otro asunto. Las perdices y los ánades eran para él cuentos del tiempo viejo, calaveradas de la juventud; que le dejasen de romanticismos y le hablasen de las buenas siestas al pie de la chimenea y de los buenos platos de cocido con desperdicios.

Pues a pesar de la diferencia de edad Fidel y Paquito (que éste era el nombre del infante) parecían amigos íntimos y se llevaban bastante bien. La experiencia del uno hacía contrapeso a la natural irreflexión y fogosidad del otro. Algo debía de sufrir con ello el veterano sabueso. Cuando Paquito se ponía guasón lo era de todas veras: le tiraba bárbaramente de las orejas, le tapaba el hocico y hasta llegaba en ocasiones ¡oh sutil refinamiento de crueldad! a meterle los dedos por los ojos. Pero Fidel sabía zafarse de estas vejaciones y cuando advertía que su camarada mostraba tendencias a ponerse pelma se largaba pian piano moviendo el rabo hacía la cocina dejándole en la más espantosa soledad. En cambio se aproximaba demasiado cuando Paquito tenía entre manos y boca algún pedacito de pastel o una galleta. Entonces, si el amiguito se hacía el remolón y no se apresuraba a compartir con él la golosina, arrimaba el hocico y, no se la arrancaba violentamente, que esto no cuadraba a su educación ni a su carácter diplomático, pero con sutileza increíble se insinuaba, se insinuaba; principiaba por lamer tímidamente el pastel y concluía por abrir con extrema delicadeza la mano del niño y engullírselo. Hecho lo cual, siempre prudente y previsor, se eclipsaba. Paquito, viéndose estafado, ponía el grito en el cielo.—«¿Quién ha sido, rico? ¿Quién te ha llevado el pastelito?—exclamaba su niñera.—¿Ha sido el Fidel? Vamos a pegarle con el látigo.» ¡Dónde estaba ya el Fidel! En un buen rato no se le veía por ninguna parte.

Clara jugaba con su niño teniéndole en brazos, mientras éste sujetaba con sus tiernas manecitas las orejas del Fidel. Eran los grandes placeres de la gentil hermana de Reynoso, casi puede decirse los únicos. Desde el grave disgusto que aquél había sufrido y su marcha repentina, apenas había vuelto al teatro por temor de encontrarse con Elena; no asistía a ninguna tertulia, ni había tomado en manos la escopeta para cazar. El verano lo habían pasado en Santander. Además, a pesar de las instancias de Tristán, que no veía ya la necesidad, persistía en amamantar a su hijo y se empeñaba en hacerlo hasta que cumpliese los veinte meses. Esto la sujetaba mucho a la casa, pero nada le costaba. Sentía tal voluptuosidad penetrante teniendo a su hijo colgado a sus pechos, mirándola con ojos graves, acariciándole la cara con su manecita mientras saciaba ávidamente el apetito, que no cambiaría aquellos momentos por todos los goces de la tierra. ¿Por ventura se refugiaría la joven esposa en el amor maternal con tanto ímpetu para consolarse de algunas decepciones conyugales? No es fácil decirlo. Seguía tan enamorada de su marido como el primer día de casada; pero Tristán no había respondido a sus anhelos de dicha y amor. No es que se mostrase con ella despegado; al contrario, ordinariamente más que marido era un amante fogoso y rendido, pero las desigualdades y suspicacias de su genio la hacían sufrir bastante. No había instante seguro con él. En medio de una expansión placentera, cuando fluían de la boca de ambos alegres carcajadas, de pronto aparecía una arruga en su frente, quedaba repentinamente grave, luego sombrío y comenzaba a pensar y hablar de las desgracias que en pos de tales alegrías le podía aportar el Destino. ¡Si se muriese aquel niño! ¡Si Clara se quedase ciega como Visita! ¡Si él se arruinase y quedasen en la miseria sujetos a pedir limosna! ¡Si cualquiera de los dos enfermase y se viese obligado a permanecer en la cama paralítico como tal o cual persona de su conocimiento! La vida nunca trae consigo más que sorpresas desagradables. La vida es esencialmente instabilidad y dolor. ¿Cómo es posible pensar en la alegría y la paz aquí donde nada permanece, donde todo está sujeto a un cambio irresistible? Y se lanzaba inmediatamente al análisis y a la exposición de los dolores del mundo dejando a la pobre Clara con el corazón apretado y ganas de llorar. La pobre mujer estaba harta ya de las verdades santas del budhismo, de la verdad santa sobre el dolor. «El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que no se ama es dolor, la separación de lo que se ama es dolor», etc.

«Pero Tristán—le decía ella cuando ya no podía más—, el temor de las desgracias multiplica nuestro sufrimiento. Yo creo que ese temor nos hace padecer aún más que la misma desgracia cuando llega. En la vida hay muchos disgustos, es cierto, pero entre unos y otros Dios nos concede algún respiro y si lo aprovechásemos para ser felices, para vivir alegres, acaso las calamidades nos hallaran más fuertes y pudiéramos soportarlas mejor y sabríamos cuando llega la ocasión mostrarnos valerosos como mi hermano, que no ha sido ante su desgracia ni un cobarde ni una fiera.»

Clara estaba orgullosa de su hermano. Este orgullo inspiraba celos a Tristán, que se sentía humillado. Aunque tenía la consideración de no contradecir estas expansiones del cariño fraternal guardaba, cuando estallaban, un silencio desdeñoso, y este silencio hería a su vez a Clara.

Se hallaba, pues, ésta jugando con su niño como se ha dicho cuando apareció el criado anunciándole que había a la puerta un caballero que deseaba visitar a los señores.

—¿No le has dicho que el señorito ha salido?

—Sí señora, pero me ha dicho que estando la señora es igual.

—¿No te ha dado su tarjeta?

—No señora.

Clara vaciló un instante, pero al cabo dijo alzando los hombros:

—Está bien; pásalo al salón.

Y entregando su hijo a la niñera fuese a ver quién era el visitante. Cuando puso el pie en el salón una ola de rubor subió a sus mejillas. En medio de él, grande, colosal, más colosal aún que antes, se hallaba el marquesito del Lago. Este se puso también fuertemente colorado al verla. Se saludaron afectuosamente, pero ambos extremadamente embarazados. Clara pensaba en los celos tan infundados, tan pueriles que Tristán sentía de aquel chico. El marquesito no podía menos de recordar la escena del día de la boda, cuando un poco ebrio había soltado algunas palabras inconvenientes delante de un corro de señoras. Sin embargo, no tardaron en recobrar su aplomo. Nanín era el mismo niño grande, un poco más grande, un poco más moreno. Su mamá le había tenido cerrado aquellos dos años en una finca enorme, solitaria, de la provincia de Badajoz, sin salir más que una que otra vez a la capital en tiempo de ferias o cuando algún negocio lo requería. Pero al fin le había dejado venir a Madrid para asistir al matrimonio de un primo hermano suyo y aquí estaba desde hacía cuatro días.

—No se habrá usted aburrido mucho, sin embargo, porque me han dicho que por allí hay caza abundante.

¡Oh, Dios mío! ¿Caza? Cuanta se quería y de todas clases, mayor y menor. Inmediatamente el marquesito, puesto ya en el disparadero, se lanzó a una serie interminable de descripciones cinegéticas, de aventuras maravillosas, de lucha espantable con los jabalíes. En todo cazador por honrado que sea dormita siempre un embustero. Cuando despierta cuesta trabajo dormirle. Clara lo sabía, pero así y todo se hallaba arrobada escuchándole. La boca se le hacía agua viendo desfilar por delante de su vista aquellas legiones de perdices, aquellos ejércitos innumerables de conejos, aquellos venados corredores y jabalíes feroces. ¡Ay! ella no había tenido el gusto de tirar a un jabalí. ¡Cuánto apetecía encontrarse frente a uno!

—¿Sí? Pues no tiene usted más que venirse a pasar unos días con nosotros y yo le haré matar una docena de ellos. ¡Poco gusto que le daría a mamá verles a ustedes por allá!

—¿Pero, Nanín, no sabe usted que tengo un niño y que le estoy criando?—exclamó ella riendo.

—¿Y eso qué importa? Se lleva al niño y la servidumbre que ustedes necesiten. Tenemos casa para alojar dos familias numerosas... ¿Y dónde está ese niño? Quiero verle—añadió con su franqueza y aturdimiento habituales.

Clara hizo traer a su hijo. El marquesito le alzó entre sus manos de gigante y le zarandeó un rato con no poca alegría del infante, que soltaba carcajadas y se agarraba a sus orejas con igual confianza que a las de Fidel. Entre aquellos dos niños el uno grande y el otro chico nació súbitamente una tierna simpatía. Cuando la niñera quiso tomarle de nuevo en brazos Paquito se resistió fuertemente, persistiendo en agarrarse al cuello del marqués, que entusiasmado con tal preferencia no cesaba de acariciarle y divertirle con todo el repertorio de sus payasadas.

—Este niño tiene que ser un gran cazador. ¡Mire usted qué manos, Clara! Verá usted... es capaz de alzar una silla en peso.

Y le hacía coger con sus manecitas una silla y le alzaba con ella sin que el chico la soltase.

—¿No lo decía yo? Bastaba ver estas muñecas. ¡Tan fuerte como su mamá! En cuanto pueda coger una escopeta me lo llevo a la dehesa. Ya verá usted qué buena cuenta da de las perdices.

—¡No, no, me lo va usted a fatigar demasiado!—respondió riendo la mamá, entusiasmada por la perspectiva de ver a su hijo hecho un hombre y en traje de cazador.

—¡Qué se ha de cansar! Le montaremos a caballo. Además allí no se necesita andar mucho para hallar las perdices. Desde el balcón de mi cuarto las veo muchas mañanas.

—¡Oh, qué gusto! ¡Qué bien estaría yo allí!

—Si viviera usted allí, mientras el niño echaba un sueñecito podía disparar media docena de tiros y traerse en el morral otras tantas perdices.

El marquesito seguía fantaseando, pero esto le hacía gozar. Clara también hallaba deleite en aquellas exageraciones convenidas ya entre cazadores. Así se estuvo un largo rato de visita, alternando las narraciones cinegéticas con los juegos de Paquito que a cada instante hallaba más de su gusto el nuevo camarada que le había salido. Al cabo se despidió con no poco pesar del chiquillo, a quien dejó llorando. Clara también había pasado un rato agradable. Hacía ya tiempo que nadie le hablaba de caza y sintió renacer dentro de sí aquella antigua afición que la dominaba. Pero cuando el criado cerró la puerta, cuando oyó al marquesito gritar aún desde la escalera: «Muchos recuerdos a Tristán: dígale usted que ya le veré uno de estos días», entonces nació repentinamente en su alma una inquietud. ¿Cómo tomaría su marido aquella visita? Dados sus celos rabiosos por aquel chico que tantos disgustos le habían costado, no podía menos de producirle un efecto desagradable. Entonces le pesó fuertemente de haberlo recibido. Pasó toda la tarde preocupada. A medida que el tiempo transcurría y se acercaba la hora en que Tristán solía regresar a casa su inquietud fue en aumento. No era una mujer nerviosa y fantástica, pero conocía ya bastante bien y a sus expensas el temperamento de su marido, para quien los granos de arena eran montañas y los céfiros violentos huracanes. Recordaba con terror su triste noche de novios y temblaba ante la idea de que se repitiesen aquellas escenas de desesperación y de lágrimas. Felizmente, hacía ya tiempo que Tristán no se mostraba celoso sino por fugaces intervalos. Si en la calle, en los tranvías o en los teatros la miraba demasiado algún hombre solía disgustarse y aun enfurecerse, pero todo aquello pasaba pronto con la ocasión que lo producía. Su vida retirada, el poco o ningún trato que últimamente tenían y sobre todo el carácter de Clara serio, tranquilo, sin asomo de coquetería habían concluido por infundirle sosiego sobre este asunto. Además, otros celos eran los que desde hacía tiempo embargaban su espíritu, los celos del oficio. Cada día se sumergía más y más en esa llamada vida literaria que consiste en maldecir de sus compañeros y vivir constantemente preocupado de lo que hacen. Las rivalidades, las intrigas, las minucias y ruindades de esta vida mantenían su espíritu en un estado de tensión dolorosa y en sus quebrantos y decepciones hallaba siempre la confirmación de sus teorías filosóficas.—«¡Oh, la vida!»—exclamaba cuando algún crítico no encontraba bonitos sus versos.—«¡Oh, la vida!»—cuando veía aplaudir la obra (estúpida por supuesto) de uno de sus amigos.

Cuando llegó a casa venía de un humor extremadamente sombrío. Clara, que iba a comunicarle la visita que había tenido, se sintió tan cohibida, tan paralizada al ver su rostro contraído que no se atrevió a hacerlo.

—¿Qué te pasa? ¿qué es lo que tienes?

Tristán se encogió de hombros sin responder, dio unos cuantos paseos por la estancia y al cabo como si hablara consigo mismo, más que dirigiéndose a su mujer:

—Nada, que jamás, ¡jamás! puede uno convencerse de todas veras de que los desengaños y sinsabores particulares de cada uno no son una excepción, y que la tristeza es la ley general de la vida.

Luego siguió paseando sin pararse a hacer una caricia a su hijo.

Efectivamente, Tristán había sufrido aquella tarde uno de los mayores desengaños de su vida, y eso que ésta, a lo que él decía, no había sido otra cosa que una serie interminable de ellos. Su fraternal, su abnegado amigo García era un traidor como todos los demás. Lo había averiguado del modo siguiente: Iba paseando por una de las avenidas solitarias del Retiro cuando acertó a ver delante de sí y por la espalda dos figuras que le parecieron conocidas. Se acercó un poco más y se cercioró de que una de ellas era la del gran dramaturgo y su enemigo mortal Estévanez. ¿Por qué era su enemigo mortal Estévanez? Tristán lo demostraba por medio de una serie de razonamientos que no a todos convencían. Sin embargo, él cada día parecía más persuadido y cada día le dedicaba mayor odio. Es más, suponía que después de haber inspirado el artículo de Leporello en El Universal que tanto le había herido, después de haber influido para que retirasen prematuramente su drama del cartel, todavía se empleaba villanamente en perseguirle y desacreditarle. No había insinuación en los artículos literarios de los periódicos que pudiera perjudicarle en que no viese la mano de Estévanez, no llegaba a sus oídos ninguna frase mortificante de la cual no le atribuyese la paternidad.

Acercose un poco más y vio con sorpresa y horror que la persona que le acompañaba era ni más ni menos que su amigo García. Sintió un frío extraño en el corazón, el frío que nos causan las grandes decepciones de la vida. Disimuladamente, ocultándose detrás de los setos y de los árboles los siguió largo rato. Observó que se hablaban con franqueza y animación, que García se mostraba con el célebre literato lleno de deferencia y que éste a su vez le pagaba otorgándole una confianza afectuosa. Acercose todavía por ver si podía escuchar algo de su conversación; percibió algunas palabras sueltas, pues hablaban en voz alta, y al cabo de unos instantes creyó oír distintamente la siguiente frase en boca de García: «El pobre Tristán, aunque se cree un gran poeta, no pasa de ser una medianía.» Esta frase jamás fue pronunciada por el buen García, ni era posible, pero Tristán la oyó claramente. Es un fenómeno de autosugestión que casi todos hemos podido comprobar alguna vez. Cuando nos hallamos temerosos o profundamente convencidos de que se ha de decir una cosa, llevamos mucho adelantado para oírla aunque no se diga.

Una rabia insensata le mordió en las entrañas. De buena gana les hubiera tocado en la espalda para decirles: «¡Aquí estoy yo!» y estuvo a punto de hacerlo, pero se contuvo. Dio la vuelta con presteza y se puso a marchar agitadamente por los caminos más solitarios del parque, presa de una violenta cólera.

—¡Miserable...! ¡traidor...! ¡granuja...! ¡Después de lo que yo he hecho por él!

Iba murmurando por intervalos estas y otras frases por el estilo. Recordaba los favores que había hecho a García sin pensar, por supuesto, en los que éste le había hecho a él. Al cabo de algún tiempo de dar vueltas y más vueltas sin saber por dónde andaba, con el cerebro encendido y el cuerpo convulso, al atravesar por uno de los parajes más recónditos del parque oyó detrás de un seto la voz y la risa de persona conocida. Asomó la cabeza por encima del follaje y pudo ver a sus amigos Cirilo y Visita sentados en un banco. El paralítico leía por un libro; la ciega escuchaba y a menudo interrumpían la lectura para reír y comentar con admiración los pasajes que más les agradaban. Aquella simple y tranquila felicidad hirió a Tristán como una bofetada en tal momento. Los contempló con ojos cargados de desdén y de cólera y al fin se alejó murmurando:—«¡Qué par de imbéciles!»

—¿Pero qué te ha ocurrido?—volvió a preguntarle su mujer.

—Nada, hija mía, que hoy se me ha caído la venda de los ojos. El amiguito García, ese desdichado a quien sólo por compasión admitía en mi casa, me estaba arrancando esta tarde la piel de lo lindo con mi otro amigo Estévanez.

Hay que advertir que Tristán sentía particular predilección por esta metáfora de la venda y que solía emplearla con bastante frecuencia. En cuanto cualquier persona de su conocimiento no satisfacía todas sus pretensiones y hasta sus caprichos, era sabido, «le caía la venda de los ojos».

—No puede ser—respondió resueltamente Clara con el instinto seguro que tienen las mujeres para juzgar el carácter de los amigos de sus maridos.

—¿Cómo no ha de ser, si yo mismo le he oído?

Clara quedó un instante suspensa, pero volvió a decir con mayor resolución:

—No puede ser. García es absolutamente incapaz de cometer contigo una villanía.

—¡Qué sabes tú de lo que son capaces o incapaces los seres humanos!—replicó alzando los hombros con desdén—. Lo ha dicho con profunda sabiduría el maestro alemán, el maestro clarividente: sólo cuando llegamos a cierta edad comprendemos en qué cueva de bandidos hemos caído.

—García no sólo te quiere entrañablemente, sino que te admira como a ningún otro hombre.

—De la admiración a la envidia no hay más que un paso. Yo he caído en el error de tratar con excesiva familiaridad a un hombre tan vulgar como García. Estas naturalezas se sublevan al aspecto de otra naturaleza opuesta. Disimularán su envidia durante algún tiempo, el tiempo que les convenga, pero en la primera ocasión favorable la mostrarán. Si se ha hecho amigo de Estévanez, mi amistad le importa ya poco y se vengará del tiempo que ha perdido adulándome.

—¡Oh, qué atrocidad! Tristán, no pienses eso.

En vano con la elocuencia que le dictaba su recto corazón trató de disuadirle y desvanecer aquellas negras sospechas. Agarrado con irresistible presión como siempre a sus ideas, su marido no quiso escucharla, oponiendo a todas sus razones una actitud altiva y desdeñosa.

Comió poco y estuvo sombrío y silencioso mientras duró la cena. Cuando habían llegado a los postres sonó el timbre de la puerta. El criado fue a abrir y entró después sin decir nada.

—¿Quién llamaba?

—El señorito García—respondió con indiferencia—. No quiso pasar: dijo que se iba al despacho.

Tristán se alzó de la silla. Clara también se levantó y sujetándole con mano trémula por una manga le dijo:

—No vayas allá, Tristán. Déjame ir a mí... Le diré que estás indispuesto, que te duele la cabeza y no puedes hablar con nadie.

—¡Suelta, suelta!—respondió él haciendo un movimiento brusco y zafándose de su mano.

Y con paso vivo se dirigió al despacho, dejando a Clara acongojada.

García leía ya atentamente por un libro a la luz del quinqué.

—¡Hola, amigo!—profirió Tristán con una voz tan extraña que García levantó la cabeza sorprendido.

—¿Cómo estamos, amigo?—siguió con la misma inflexión de voz y acercándose a la mesa.

—Bien, ¿y tú?—respondió García mirándole cada vez con mayor sorpresa.

—¿Yo...? ¡Divinamente!

Y se sentó frente a él y le clavó una larga mirada insistente y dura.

—Desde que hago una vida más higiénica—añadió—me encuentro perfectamente. Ya no paso las tardes en el café, como antes; ahora me dedico a dar paseos entre los árboles, buscando atmósfera más pura. Hoy he paseado por el Retiro... y ¡mira tú lo que son las cosas, amigo!—prosiguió con acento irónico—, también debajo de los árboles se suelen encontrar cosas impuras.

García se puso levemente colorado. Tristán mirándole aún con mayor fijeza continuó:

—Su verdura no sólo tiene la propiedad de descomponer el ácido carbónico del aire, sino también de corromper los más puros sentimientos y de poner al descubierto el fondo de los corazones. Es un experimento que pienso comunicar a la Academia de Ciencias y que como todos los grandes inventos se debe a la casualidad...

—¡Basta, Tristán! Si te has ofendido porque haya paseado con Estévanez...

—¿Ofenderme...? No, querido, no; el espectáculo de la miseria humana no ofende; entristece solamente.

—Tristán, ¿qué estás diciendo? Repara que ahora me ofendes tú. Yo no he buscado la amistad de Estévanez. Él me ha hablado en el saloncillo del Español, y sabiendo que estaba haciendo oposiciones a una cátedra se brindó espontáneamente a recomendarme a dos de los miembros del tribunal. ¿Querías que me mostrase ingrato con él?

—Yo no quiero nada—respondió con sequedad desdeñosa Tristán.

—Además, ahora que le trato puedo decírtelo, estás en un error suponiendo que es tu enemigo: las pocas veces que ha hablado de ti conmigo lo ha hecho en términos muy lisonjeros. Te considera como el joven más brillante de la nueva generación literaria y se lamenta de que sin motivo alguno hayas dejado de saludarle.

—¡Ah, sin motivo!—exclamó Aldama con acento sarcástico—. Los hombres perversos nunca encuentran motivo para que se les odie. Y en el fondo tienen razón. ¿Qué culpa tienen ellos de haber nacido perversos? A ti te consta mejor que a nadie la serie de ruindades que ese hombre ha hecho conmigo.

—A mí sólo me consta porque tú me lo has dicho.

—¡Sí te consta, y si no lo confiesas es porque eres un traidor como él!—exclamó con furiosa exaltación.

—¡Tristán!—dijo García levantándose.

—¡Un traidor peor que él, porque él no me debe nada y tú si!—gritó aún con mayor exaltación agarrándose con manos crispadas a la mesa para alzarse.

—Me estás insultando sin motivo y en tu propia casa—profirió el pobre joven pálido ya como la cera.

—Un traidor es quien sin tener en cuenta la amistad fraternal que le liga a otro hombre va a desacreditarle y a murmurar de él con sus enemigos.

—¡Eso es falso!

—No es falso, no, porque son testigos de ello mis propios oídos.

—¡Pues mienten tus propios oídos!—exclamó con valerosa indignación García.

Tristán, muy pálido también, quedó unos instantes silencioso y al cabo dijo haciendo visibles esfuerzos para hablar con calma:

—Es inútil que hablemos más. Todas las cosas tienen un término triste en este mundo y la amistad es de las que primero se marchitan. Yo he cometido la locura de estrechar demasiado mis relaciones contigo sin tener en cuenta que todo lo que se aprieta demasiado acaba por romperse. Ha llegado el momento en que la cuerda estalle, pero conste que se ha roto por tu lado, no por el mío. Alejémonos, García, alejémonos para siempre el uno del otro y comencemos en el mundo otros ensayos que tendrán idéntico resultado.

—Nada se ha roto por mi lado, Tristán. Esa es una de tantas visiones negras como has tenido en tu vida, sobre todo de poco tiempo a esta parte. Mi amistad por ti es tan firme, tan verdadera, que nadie más que tú en el mundo ha podido dudar de ella.

—La amistad verdadera entre los hombres es algo que pertenece a la fábula. Si yo lo hubiera tenido bien presente no tomaría el grave disgusto que me ha causado tu proceder. Debiera analizarla como un mineralogista examina una piedra; hubiera visto que aunque sincera en la apariencia descansaba sobre motivos secretamente egoístas, y viviendo así prevenido la traición me hubiera dejado tranquilo.

—¿Quién habla de traición? ¡Miente! ¡miente quien lo diga!—volvió a exclamar con la misma indignación García.

—Basta, repito. Mi resolución está tomada. Tú y yo hemos concluido para siempre.

Al pronunciar estas palabras dio unos pasos hacia la puerta mirando fijamente a su amigo. Este también le miró estupefacto haciéndose cargo por aquel ademán que le arrojaba de su casa. Hubo un instante en que ambos permanecieron inmóviles mirándose a los ojos. Al fin García se dirigió con paso precipitado a la puerta. Antes de traspasarla se volvió y con los ojos llenos de lágrimas le dijo:

—¡Que no te tome Dios en cuenta, Tristán, la injusticia que estás cometiendo!

XX - CONSECUENCIAS DE UNOS CELOS

Tristán sólo entró en el comedor para despedirse de su mujer y besar a su hijo. Viéndole pálido y trémulo Clara no quiso darle la noticia de la visita, aquella visita que tanto le pesaba ya sobre el alma. Ella también se hallaba bien turbada por la escena que acababa de adivinar, más que de percibir. Su espíritu, siempre recto, se rebelaba contra el proceder brutal de su marido. Si le hubiera visto menos alterado se lo habría expresado con toda franqueza porque era una valerosa mujer y toda injusticia sublevaba su sangre. Aplazó, pues, también esta explicación para el día siguiente y procuró distraer como siempre sus inquietudes con las gracias de su hijo, mientras Tristán caminaba la vuelta acostumbrada del café. La tertulia literaria, cuando llegó, ardía ya en disputas y bromas. Pronto se dejó vencer por el influjo de aquella ruidosa alegría y se disiparon las sombras que obscurecían su frente. Olvidó su disgusto. Pero cuando más enfrascado se hallaba en la algazara apareció en la puerta la figura siniestra del paisano Barragán con su eterna zamarra negra, su enorme sombrero y sus barbas hasta el medio del pecho. Los ojos de todos los tertulios se volvieron con sorpresa hacia él y hubo un instante de silencio.

—¡Hola! ¿qué vendrá a hacer aquí este pájaro?—dijo uno.

—¡Soberbia figura para mi drama! Estoy por ir a preguntarle si se quiere contratar—dijo otro.

—¡A que no te acercas a él!

Mientras tanto Barragán avanzaba por el medio del café echando miradas sanguinarias a todos los rincones como si buscase a alguno para arrojarse sobre él y degollarlo. Al fin divisó al desgraciado que buscaba. Era un sujeto de faz bermeja. En los labios sinuosos del paisano se dibujó una sonrisa feroz y se dirigió hacia el sitio que ocupaba. Pero al pasar cerca de la mesa de los literatos percibió a Tristán y exclamó sonriente y espantoso:

—¡Adiós, Tristanito! Hace ya una temporadita que no nos hemos visto. ¿Cómo va esa salud? Por Clarita y el chiquitín no le pregunto porque sé que están buenos. Nanín me lo ha dicho esta tarde.

—¿Qué Nanín?—preguntó Aldama por cuyos ojos pasó una nube.

—¿Qué Nanín ha de ser? El marquesito del Lago. Me ha dicho que los ha visto en su casa y que había sentido mucho no encontrarle a usted.

La impresión que Tristán sintió con estas palabras fue tan violenta, que un golpe en la cabeza no le hubiera dejado más aturdido y paralizado. Sólo pudo exclamar con forzada y estúpida sonrisa:—«¡Ah!»

—Bueno—siguió Barragán viendo que Tristán no decía más—. He venido a buscar a aquel amigo que me ha citado aquí y voy a hablar un rato con él. Es maestro cortador de La Confianza, esa gran sastrería de la calle Mayor; un hombre instruidísimo, Tristanito, un verdadero filósofo. Conoce la historia de España al dedillo. Le dice a usted todos los reyes godos de memoria sin faltar uno, ¡es que sin faltar uno, Tristanito, créalo usted! En Calatayud, que es su pueblo, ha publicado unos artículos contra el celibato eclesiástico que levantaron roncha en el clero. Ahora está escribiendo un folleto contra Moisés, ¡una verdadera hermosura!

En aquel momento el sujeto en cuestión acercaba su nariz escarlata a una copa de cognac, haciendo concebir la sospecha de que su rencor contra el caudillo de los israelitas quizá naciese por no haber logrado entrar en la tierra de Canaan y disfrutar de sus famosos viñedos.

Mientras duró esta breve conversación los amigos de Tristán se burlaban de lo lindo, aunque en voz baja, del paisano. «¡Guardias, socorro!»—exclamaba uno—. «Tome usted la cartera. ¡No me haga usted daño por Dios!»—decía otro llevando la mano al bolsillo—. «Pues habla en diminutivo con mucha dulzura.»—«Será un bandido generoso como Diego Corrientes.»—«Mirad qué pálido se ha quedado Aldama.»

En efecto, Tristán se había quedado tan descompuesto que apenas podía articular una palabra. Sin embargo, hizo un esfuerzo heroico sobre si mismo y sonrió balbuciendo que aquel amigo de tan fea catadura era una persona honrada e inofensiva.—«¡Ya, ya, bien inofensivo te dé Dios!—Pues tú buen susto has llevado. Estás más yerto que Hamlet viendo el espectro de su padre.» Hizo cuanto le fue posible por mostrarse tranquilo; pero a los pocos instantes, con no poca sorpresa de los tertulios, se levantó bruscamente y sin despedirse se dirigió con paso rápido al sitio que ocupaba Barragán.

—Amigo Barragán—le dijo en el tono más indiferente que pudo—, ¿sabe usted en qué hotel para el marqués del Lago?

—No está en ningún hotel. Vive, según me ha dicho, en casa de su primo el marqués de Henares... Un hermano de éste creo que se casa ahora con la hija de Roda...

—Ya. ¿Y dónde vive el marqués de Henares?

—Eso sí que no puedo decirle, Tristanito. Mañana puede usted averiguarlo en el Congreso, porque es diputado.

Sin dirigir siquiera una mirada a la mesa donde se hallaban sus amigos salió apresuradamente del café. Una vez en la calle, quedó un instante inmóvil. La cabeza le ardía y el corazón le palpitaba fuertemente. Al cabo emprendió a paso largo el camino de su casa. Se acercó a la portería donde los porteros formaban tertulia en torno de una mesa con algunos amigos. Llamó con los dedos en los cristales.

—Diga usted, Juan, ¿esta tarde ha venido algún caballero a verme?

El portero vaciló un momento sin acordarse, pero su mujer respondió en voz alta:

—Sí, hombre, ¿no te acuerdas de un señorito joven que preguntó por los señores de Aldama?

—¡Ah! sí, un señorito alto, grueso, de pelo rubio. Le dije que no estaba el señorito. Me contestó que era igual y subió...

—Bien; ése ya sé quién es porque ha entrado en casa—respondió para disimular—. ¿No ha venido ningún otro a preguntar por mí?

—Me parece que no señor.

Inmediatamente se trasladó a una librería de la Carrera de San Jerónimo que aún estaba abierta, pidió la Guía de Madrid y se enteró dónde vivía el marqués de Henares. Era en una calle del barrio de Argüelles. Tomó un coche en la Puerta del Sol y dio las señas. Pocos minutos después se bajaba delante del hotel que ocupaba el marqués. Preguntó al portero. El señor y la señora habían salido hacía ya una hora con su primo el marqués del Lago y una señorita.

—¿No sabe usted dónde han ido?

—No, señor..., pero aguarde usted un momento.

Tomó la bocina del tubo acústico y llamó.

—María Luisa, ¿sabes dónde han ido los señores esta noche?

El portero escuchó lo que le respondían y colgando la boquilla dijo:

—Los señores tenían tomado un palco en el teatro de Apolo. Allí deben de estar.

Tristán subió de nuevo al coche dando estas señas. Cuando cruzaba por la Puerta del Sol sonaban en el reloj del ministerio de la Gobernación las diez. Se apeó delante del teatro y despidió el coche, y usando de su privilegio de autor entró sin detenerse en la taquilla. Había comenzado ya el acto segundo. Se acercó a la puerta central de las butacas, la entreabrió y echó una rápida mirada a los palcos. En seguida le vio. Había dos señoras en primer término y él con otro caballero detrás de ellas. Se cercioró bien del número del palco y subió hasta colocarse detrás de la puertecita, y por un movimiento irreflexivo llamó con los nudillos de los dedos sobre ella. El mismo marquesito se levantó para abrir. Su semblante se dilató con una franca y cordial sonrisa.

—¡Amigo Aldama, usted por aquí! Pase usted. ¡Cuántos deseos...!

Pero la frase expiró en sus labios. La sonrisa que contraía el rostro de Tristán era tan extraña y su rostro se hallaba tan descompuesto, que el marquesito quedó paralizado.

—¿Tendría usted la amabilidad de escucharme dos palabras?

—Con mucho gusto... ¿Pero no quiere usted pasar?

—No señor, gracias.

—¿Es tan urgente el asunto?

—Lo es.

Nanín quedó un instante suspenso.

—Bien, bien—dijo al cabo—. Será como usted guste. Y dirigiéndose a sus primos añadió:—Soy con vosotros al instante. Necesito hablar unas palabras con este amigo.

Salió y cerró la puerta del palco.

—Estoy a su disposición—dijo ya con semblante grave para acomodarse al de Tristán.

Este echó a andar hacia la escalera y Nanín le siguió al vestíbulo que se hallaba solitario. Sólo los encargados de recibir los billetes de entrada charlaban a la puerta.

—Acabo de saber que ha estado usted en mi casa.

—Efectivamente, esta tarde he tenido el gusto de ver a Clara...

—¿Y no hubiera usted hecho mejor en haberse privado de ese gusto?—dijo Tristán, a quien la frase del marqués calentó aún más la sangre.

Nanín le miró estupefacto.

—No comprendo...

—Quiero decir que visitar a las señoras jóvenes en ausencia de sus maridos no siempre es oportuno. Generalmente esta confianza se la autorizan los amigos de mucha intimidad... Y francamente, por ahora no puedo contarle a usted entre ellos.

El marquesito, cada vez más sorprendido, balbuceó:

—No pensé que eso tenía nada de particular... Con Clara y con su hermano siempre hemos mantenido relaciones muy íntimas.

—Pero conmigo muy superficiales... y yo soy ahora el amo de la casa y quien puede autorizar o desautorizar las visitas de mi mujer.

Nanín avergonzado y queriendo sacudir el embarazo que sentía replicó:

—¿Y para una tontería como ésta me hace usted salir del palco? ¡Hombre, no merecía la pena!

—Permítame usted que le diga—profirió Tristán con reconcentrada ira—que jamás he concedido ni pienso conceder a nadie el derecho de calificar de tonterías mis actos. Y si alguien es bastante atrevido para tomarse esa libertad se expone a sufrir las consecuencias.

—Pero ¿qué motivo hay para enfadarse de ese modo?—exclamó el marquesito—. Que a usted no le gusta que vaya a su casa, ni quiere ser mi amigo... Bueno; para eso no tenía usted necesidad de venir con esos humos a llamarme estando con señoras. Bastaba con haberme enviado una carta.

—Si a usted le parece que vengo con humos debe tener presente que donde sale humo es que hay fuego. Ni para enfadarme ni para desenfadarme le pido a usted permiso... Por lo demás, me acomoda mejor hacerle a usted esa advertencia de palabra. No quiero que usted ponga los pies en mi casa. ¿Se ha enterado usted?

El marquesito alzó los hombros con desdén.

—Lo mismo usted que su casa me tienen sin cuidado.

—Y a mí menos que mis palabras le desagraden—respondió Tristán dirigiéndole una mirada provocativa.

El marquesito le miró a su vez en silencio unos momentos y volviendo al cabo la espalda con un gesto desdeñoso murmuró:

—Razón tienen en decir que está usted loco.

—Más razón tienen en decir que es usted un imbécil.

Nanín se volvió rojo, exasperado, y avanzando hasta acercar su cara a la de Aldama exclamó con furor:

—¿Qué decía usted?

Tristán, sin retroceder poco ni mucho, respondió con igual fiereza:

—Lo que todo el mundo sabe: que es usted un imbécil.

El marquesito alzó la mano y Aldama rodó por el suelo. Los dependientes de la puerta y un caballero que cruzaba a la sazón y se había detenido al oír la disputa acudieron a levantarle. Mientras esta operación se realizaba Nanín pálido y con los ojos extraviados parecía decidido a repetir la suerte. Tristán por su parte, una vez en pie, también quiso arrojarse sobre él. Ambas cosas fueron impedidas por los porteros y el caballero que les auxiliaba.

—¡Déjenme ustedes!—exclamaba Tristán—. ¿No ven ustedes que me ha abofeteado?

Nanín guardaba silencio. Al fin volvió de nuevo la espalda y con tranquilo paso se dirigió a la escalera para subir al palco. Tristán, sujeto por las manos de los dependientes, le gritó:

—¡Pronto tendrá usted noticias mías!

El marquesito siguió caminando con desdeñosa indiferencia.

Tristán corrió al café. Tenía la mejilla roja y un poco inflamada. Cuando se acercó a la tertulia de sus amigos, éstos le acogieron con las alegres chanzas de siempre, pero al verle tan descompuesto y al observar que se dirigía a un joven capitán, único militar de la reunión, y a otro amigo que tenía fama de tirador de armas y duelista, entendieron de lo que se trataba y se callaron con respeto. Tristán llevó a otra mesa a sus dos amigos y conferenció con ellos brevemente.

—Tengo, sin ninguna clase de duda, la elección de armas, porque he sido abofeteado delante de varias personas. Elegid la pistola en las condiciones más graves que podáis.

Los amigos se dirigieron al Teatro de Apolo. El marquesito, que ya había contado a su primo el de Henares la aventura y esperaba la visita, eligió por padrinos por indicación de éste a González de la Riva, un hombre político muy conocido que se hallaba a la sazón en el teatro, y a un joven teniente de artillería. Como el teatro no era sitio a propósito para ventilar aquel asunto, se dirigieron los cuatro al Círculo de la Peña y conferenciaron en un saloncito completamente solos. González de la Riva, acostumbrado a las transacciones de la política y a los cabildeos del salón de conferencias del Congreso, quiso desde luego arreglar pacíficamente el asunto y empleó para ello aquella facundia persuasiva que todo el mundo le reconocía. Sus frases aliñadas, todas sus habilidades parlamentarias se estrellaron contra la resuelta y arrogante decisión de los padrinos de Aldama.

—No queremos acta, porque el acta que propusiéramos no la aceptaría ningún hombre de honor, y no tenemos intención de ofender al marqués del Lago.

Luego, al tratar de las armas, hubo también su poquito de discusión. Se reconocía el derecho de Aldama a elegir, pero los padrinos del marqués, sobre todo González de la Riva, expresaron su deseo de quitar gravedad al duelo. Con igual firmeza los de Aldama rechazaron este deseo e impusieron sus condiciones. Dos disparos simultáneos a treinta pasos: inmediatamente otros dos a veinte avanzando cinco cada uno. Cuando salían del saloncito después de haberlas convenido llegaba Narciso Luna, aquel joven-viejo o viejo-joven amante de la condesa de Peñarrubia. Había tenido noticia de lo que se trataba y venía desde el billar jadeante, trémulo, como si se tratase realmente del desafío de un hermano. Se dirigió con voz alterada a los padrinos diciéndoles que aquel lance no podía efectuarse, que era necesario arreglarlo y que él estaba dispuesto a hacer cuanto fuese necesario para ello dejando el honor de ambos a salvo. Los padrinos del marqués (con el cual ni su misma hermana la condesa de Peñarrubia se trataba ya) hicieron comprender cortésmente a aquel cuñado sui generis que no debía mezclarse para nada en el asunto que les estaba confiado. Los de Aldama ni siquiera se dignaron contestarle pasando fríos y arrogantes por delante de él. Cuando se hallaban ya a alguna distancia uno de ellos dejó escapar en voz bastante alta una frase sangrienta que Narciso Luna no oyó o no quiso recoger.

Tristán les esperaba en el café impaciente. En cuanto llegaron y le dieron cuenta de las condiciones convenidas quedó repentinamente tranquilo y satisfecho. Se puso a charlar y bromear con sus amigos con una alegría y serenidad que éstos admiraron. Poco después se despidió no sin haber convenido con sus testigos la hora y el sitio en que debían verse. Para evitar sospechas en las familias se concertó el lance por la tarde en una finca situada en Leganés. El marquesito debía salir del Veloz-Club con sus amigos a las dos en punto y Tristán de la Peña a la misma hora con los suyos. Cuando se vio en la calle y solo, una arruga profunda se marcó en su frente: desapareció súbitamente la alegría, un poco forzada, que a última hora había mostrado. Un problema negro, pavoroso se alzó delante de él. Clara. ¿Por qué había recibido la visita del marquesito? ¿Por qué se la había ocultado? Mucho menos que esto necesitaba su espíritu caviloso para lanzarse a todas las sospechas, a las hipótesis más graves. El corazón comenzó a palpitarle fuertemente, las sienes le latían como si su cabeza fuese a estallar: emprendió la carrera hacia su casa. Cuando llegó, Clara aún estaba vestida esperándole aunque era ya más tarde que de costumbre. Al ver la descomposición de su rostro, al sentir sobre sí la mirada fulgurante de su marido comprendió que éste tenía conocimiento de la visita del marqués. La escena que se desarrolló fue violentísima: gritos, lágrimas, recriminaciones, protestas. Sin embargo, la verdad vibraba tan elocuente en la voz de la joven esposa, resplandecía en sus ojos tan nobles, tan sinceros que Tristán no pudo menos de rendirse en el fondo de su corazón a la evidencia. La visita había sido inevitable porque el criado no dijo el nombre del marqués, se había hecho en presencia de la niñera y sólo por el temor de aumentar su desazón había aplazado darle conocimiento hasta verle más tranquilo. Tristán se rindió en el fondo a estas verdades, pero no en la apariencia. Cuando después de un rato de silencio Clara fue a darle un beso la rechazó y levantándose bruscamente se fue a dormir a otro cuarto dejándola bañada en lágrimas.

Clara era inocente, así lo comprendió; mas por una de esas misteriosas depravaciones que experimenta el espíritu de los hombres preocupados por una idea fija, aferrados tenazmente a una abstracción, casi se sentía molesto de que lo fuese. Quisiera poder gritar con furor «¡ah! ¡la vida!» y maldecir como siempre de la creación. Sufrir, morir, tal es el destino del hombre. Todo amor, aun el más tierno, aun el más santo, no es más que el instinto sexual disfrazado. El matrimonio es un lazo que la naturaleza nos tiende, etc.; todos los pensamientos en fin de que estaba atiborrado su cerebro y que buscaban el más mínimo pretexto para exhalarse. Aquello de haber encontrado un ser tan noble, tan puro, tan exento de egoísmo como su esposa constituía para él una verdadera decepción. Pero ya que por este lado no podía refocilarse en sus ideas negras, desesperadas, halló manera adecuada de darles satisfacción pensando en el marquesito. No le cabía duda que aquel majadero insistía en pretender a su mujer, que la visita a solas había sido calculada, y aun llegaban sus sospechas a imaginar que había estado espiando su salida para entrar, sabiéndole ausente. Por esto, por la profunda antipatía que desde luego le inspiraba y sobre todo por la afrenta que de él acababa de recibir, su sangre hervía de odio y ansias de vengarse. Su habilidad suprema en el manejo de la pistola le ponía en condiciones de saciar este deseo, pero al mismo tiempo despertaba en su conciencia ciertos leves escrúpulos que procuraba sofocar por medio de reflexiones más o menos fundadas. «Nanín es un gran cazador—se decía—. Conoce admirablemente el manejo de la carabina. ¿Por qué no ha de tirar también la pistola?»

A la mañana siguiente hizo la vida de siempre. Después de desayunar en compañía de su esposa, estuvo leyendo o trabajando en su despacho. Con aquélla, aunque todavía serio, se mostró dulce y afectuoso. Clara, sorprendida, fue tan dichosa, que antes de encerrarse le besó con transporte y luego lloró de felicidad a solas. Las vagas sospechas de que Tristán pudiese provocar al marqués se disiparon. Almorzaron con tranquilidad, y después de haber pasado un rato jugando con el niño mientras fumaba un cigarro, tomó el sombrero y salió como de costumbre. Se hallaba perfectamente tranquilo. Sin embargo, cuando Clara, que salía siempre a despedirle, cerró la puerta, cuando bajó los primeros escalones, un pensamiento lúgubre atravesó su cerebro: «¡Si ese chico me matase!» Quedó un instante inmóvil y tuvo intenciones de volverse y besar a su hijo y a su esposa con más efusión de lo que lo había hecho. Pero se arrepintió inmediatamente comprendiendo el efecto que esto causaría a Clara. Se trasladó a pie hasta la Peña.

Ya le esperaban allí sus testigos. Con ellos iba un amigo médico. Subieron al carruaje al sonar las dos y cuando montaban vieron que arrancaba también del Veloz otro carruaje donde debía de ir el marqués. Mientras duró el trayecto tanto él como sus amigos afectaron alegría. El médico, que era aragonés, les fue contando una serie de chascarrillos baturros y el capitán, nacido en Málaga, correspondió con buen golpe de timos andaluces. Al llegar a la posesión la gran puerta enrejada de hierro estaba abierta y un criado al pie de ella esperándoles. Les dijo que los otros señores ya estaban dentro. Hechos los saludos de rúbrica los testigos conferenciaron brevemente. Luego uno después de otro hicieron entrar a sus apadrinados en la casa y escribir sobre una mesa de comedor una carta dirigida al juez, la consabida carta del suicida. Salieron de nuevo todos, caminaron largo trecho por la posesión hasta salir de ella y buscar un sitio retirado detrás de sus tapias. El dueño de la finca se había negado a que el duelo se realizase dentro aunque les facilitó todos los medios para que no tuviesen necesidad de hacerlo.

Se cargaron las pistolas, se eligió terreno, se midió, se sortearon los sitios. Por fin se le puso a cada uno una pistola en la mano. Mientras duraron todas estas operaciones Tristán estaba más que grave, ceñudo. El marquesito sonreía. Cuando le entregaron la pistola y le invitaron a ponerse en guardia todavía se dibujó una sonrisa en sus labios, pero aquella sonrisa expresaba una mezcla de sorpresa y confusión. En realidad Nanín se sentía sorprendido y avergonzado de hallarse en una situación que dado su carácter pacífico y bondadoso ni remotamente pudo prever.

—¡Prevenidos!—gritó uno de los testigos. Y dio tres palmadas...

Los dos tiros sonaron casi simultáneamente sin hacer blanco. Tristán no pudo reprimir un imperceptible gesto de sorpresa. Ya contaba con que las pistolas no estarían montadas al pelo, pero no sospechó que estuvieran tan duras, y dio gatillazo como dicen los tiradores. Se cargaron nuevamente, tomó cada uno la suya y el mismo testigo gritó:

—¡Avanzar!

Pero antes de hacerlo González de la Riva se acercó velozmente a la línea de los combatientes y dijo con su voz recia de orador tribunicio:

—Señores: Sean cuales fueren los motivos que a este penoso trance han conducido a los caballeros que tenemos la honra de apadrinar ya no puede ofrecer la menor duda que el honor de ambos ha quedado plenamente satisfecho, limpio de toda mácula, puro y diáfano como un día esplendoroso de sol. El valor, la serenidad, la perfecta hidalguía de que han dado gallarda muestra lo atestiguan mejor que pueden hacerlo mis humildes palabras. Inútil y temerario y contrario a todas las leyes de humanidad sería que prosiguiesen dando iguales pruebas. Nada añadiría ya a su acabada caballerosidad, quitando mucho a su prudencia y a sus sentimientos humanitarios. ¡Ah señores! el hombre no es una fiera de los bosques a quien enardece en vez de calmar la sangre de su enemigo y lucha con él hasta destrozarlo y no queda satisfecha hasta que le arranca sus entrañas palpitantes. El sol de la inteligencia resplandece en nuestro cerebro, el rayo del amor penetra en nuestro corazón. Somos hombres, estamos sellados por la naturaleza como reyes de la creación y nuestros actos deben responder a esta sagrada rúbrica. ¿Queréis por una triste y mentida susceptibilidad arrancaros de la cabeza la corona insignia de vuestra majestad, despojaros del manto de púrpura que señala vuestra grandeza? ¿Queréis que habiendo nacido hombres envidiemos la condición de las fieras? Lejos de mi ánimo el suponerlo. Yo sé que vuestro corazón es demasiado noble para albergar los instintos sanguinarios de la bestia feroz, yo sé que este mismo corazón os dice en este mismo momento que habiéndoos portado como valientes es hora de mostraros generosos... ¡Basta ya, señores! ¡basta ya! Dad la satisfacción a vuestros amigos de depositar en el suelo esas armas y estrecharos la mano como lo que sois, como hombres de honor, como claros y perfectos caballeros.

Hablaba acompañándose con la acción desenvuelta y elegante del orador encanecido en las lides parlamentarias, ahuecando la voz y haciéndola temblar por momentos lo mismo que cuando trataba de hacer pasar un proyecto de ley que la mayoría se obstinaba en rechazar.

Cuando terminó, Tristán, que le escuchaba sin pestañear, volvió la cabeza con desdeñosa indiferencia y avanzó los cinco pasos que le habían señalado. Nanín hizo lo mismo. El testigo volvió a dar las palmadas convenidas. Los dos tiros partieron. Entonces se vio al marquesito soltar la pistola, llevarse ambas manos al pecho, sonreír de un modo doloroso y dando media vuelta desplomarse de bruces sobre la tierra con un ruido sordo que heló la sangre de los circunstantes.

Los dos médicos se precipitaron a su socorro. Desgraciadamente se cercioraron en seguida de que estaba muerto. Con una intensa emoción pintada en los semblantes cambiáronse algunas palabras y Tristán, acompañado de sus amigos, entró apresuradamente en la finca y volvió a salir por la puerta enrejada, subiendo al coche que les aguardaba.

XXI - LA MALDICIÓN

Poco antes de la hora de comer Clara recibió una carta suya previniéndole que no le esperase, que comía con unos amigos y no volvería a casa hasta la hora de costumbre. No le sorprendió porque alguna vez lo había hecho, aunque muy rara. Pero sí quedó admirada de que hallándose aún en el comedor se presentase Escudero. Después de los saludos y de algunas palabras indiferentes, el tío de Tristán le manifestó, con emoción mal disimulada, que su sobrino había tenido un lance de honor aquella tarde y que había herido a su adversario. Para evitarse molestias y para sustraerse a la curiosidad de sus amigos había resuelto dormir aquella noche en casa de sus tíos, adonde podía ir ella también si gustaba.

Clara quedó yerta y preguntó sabiendo ya de antemano la respuesta:

—¿Con quién fue el lance?

—Con el marqués del Lago.

Se puso pálida y permaneció un instante pensativa.

—No le ha herido, le ha matado, ¿verdad?

Don Ramón bajó la cabeza sin contestar.

Ambos quedaron silenciosos. Al cabo Clara, alzando la frente, dijo con resolución:

—Vamos allá. Voy a ponerme otra ropa y a prevenir a la niñera.

Lo que pasaba por el corazón de la joven esposa en aquel momento no es fácil definir. No se le ocultaba que el lance había sido provocado por Tristán a causa de sus ridículos celos, y aunque amaba ciegamente a su marido su conciencia no podía menos de sublevarse contra tal barbarie, contra una injusticia tan notoria. Aquel desenlace trágico la llenaba de confusión y de terror. ¿Qué hombre era éste que por una estúpida aprensión llegaba a dar muerte a un chico inocente? La entrevista con Tristán en casa de Escudero se resintió de tal confusión de ideas, de este choque de sentimientos tan diversos. Hubo instantes de emoción intensa, de demostraciones de cariño frenético; pero los hubo también de visible y extraña frialdad. Tristán, turbado por las emociones de la tarde, aturdido por las consecuencias fatales que sus celos habían ocasionado, no pudo advertir la singularidad de la conducta de su esposa. Pasaron allí la noche. Clara no quiso acostarse y se estuvo hasta las primeras horas de la madrugada con su tía Eugenia, que dormía poco y vivía cada vez más miserable bajo un constante terror de todas las calamidades posibles e imaginables; unas veces de los grandes agentes físicos, el aire, el fuego, el agua, otras de los organismos microscópicos, bacilos, microbios, etc. Escudero había aconsejado a su sobrino que saliese unos días de Madrid. Aquel desafío seguramente iba a levantar mucho ruido, los periódicos hablarían, las autoridades acaso hicieran averiguaciones: nada más oportuno que mantenerse alejado hasta que la marejada se calmase. Por la mañana salieron, pues, los esposos en el gran familiar de su tío, acompañados solamente de la niñera y la cocinera, para una finca que aquél poseía en los límites de la provincia de Toledo. Allí permanecieron aproximadamente quince días. Durante este tiempo, la influencia del campo, la vida más íntima y sobre todo la necesidad de acallar el grito de su conciencia, hicieron a Tristán más cariñoso y atento con su esposa. Apartado de la vida de café y de círculo y de las rivalidades de la vida literaria, el lazo del amor conyugal se estrechó. Clara por su parte hacía esfuerzos extraordinarios por apartar de su imaginación aquel desafío fatal. Alguna vez, sentada al lado de su marido al pie de una fuente o caminando emparejada con él por el monte, llevando ambos colgada del hombro la escopeta, se sintió feliz. Hubiera permanecido allí toda la vida.

Cuando volvieron a Madrid la casa se le cayó encima. Adiós ilusiones de paz y de amor, adiós aire puro, adiós gratas correrías, adiós sueño tranquilo. Otra vez a la soledad de su casa, a las tristes alternativas de un humor suspicaz y sombrío. En la tarde del mismo día en que regresaron se hallaban los esposos en el despacho de Tristán. Clara sentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su lado se esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado se presentó.

—Una señora pregunta por los señoritos.

—¿Quién es? ¿Ha dado su nombre?

—No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa.

Tristán quedó un momento vacilante. Clara se puso repentinamente seria como si un presentimiento triste atravesase su corazón.

—Bien; haz que pase.

El criado se retiró y a los pocos instantes apareció en la puerta la marquesa viuda del Lago. Clara sintió que toda la sangre de sus venas fluía al corazón. Tristán se alzó del asiento como movido por un resorte. La marquesa, alta, delgada, vestida con un manto negro hasta los pies, parecía un fantasma.

—¿No me esperaban ustedes, verdad?—dijo con voz enronquecida, extraña, que jamás le habían oído—. Sin embargo, yo les aguardaba a ustedes desde hace muchos días; les aguardaba con impaciencia. Los vecinos de la calle pueden dar testimonio de ello. Ellos me habrán visto pasear día y noche bajo el sol y bajo la lluvia sin perder de vista los balcones de esta casa que con ansia deseaba ver abiertos. Allí ha dormido, me decía mirando hacia acá, allí ha dormido tranquilo mucho tiempo, pero no dormirá más el asesino de mi hijo...

—¡Señora! ¿qué está usted diciendo?—profirió Tristán con ímpetu dando un paso adelante.

—¡No dormirá más, no!—prosiguió la marquesa sin hacer caso de la interrupción—. Yo me encargaré de envenenar su sueño, de tener abiertos sus ojos hasta que apunte la aurora. No quiero que para él haya ya aurora ni luz, quiero que se agite entre las sábanas como entre envolturas de llamas, que le persiga el fantasma del inocente que ha sacrificado, que mil demonios le taladren sin cesar el corazón...

—¡Vea usted lo que dice!—gritó Tristán rojo de cólera—. Si hago llamar para que escuchen estas palabras dará usted cuenta de ellas ante la justicia.

—Llame usted a sus criados, llame usted a los vecinos, llame usted a todo el mundo para que se enteren de que ha provocado usted a un desgraciado joven para matarle no como hacen los caballeros, con riesgo igual de su vida, sino como los traidores y cobardes, buscando la ventaja para hurtar el cuerpo. Lo mismo usted que los amigos que le han apadrinado sabían que mi hijo marchaba como un cordero al sacrificio, porque su infernal habilidad en el arma que había elegido le daba sobre él una superioridad indudable.

—¿Quería usted que habiendo sido abofeteado le diese a elegir el arma que más le conviniese?—replicó Aldama con más humildad.

—Pero ¿quién ha ido a provocarlo? ¿Quién fue a sacarle de su palco para injuriarlo? ¿Quién es el que fríamente concierta las condiciones de un desafío en que sin remedio había de perecer un pobre joven, casi un niño? Únicamente el que no tiene ni nobleza, ni valor, ni sentimientos honrados en el corazón... ¡Ah, mi pobre hijo! ¡hijo de mis entrañas! ¡Cómo has caído en el lazo que te tendieron los traidores...! No estaba aquí tu desgraciada madre para prevenirte, la madre que te ha tenido colgado de sus pechos, la que besaba los rizos dorados de tu pelo al acostarte y volvía a besarlos cuando te despertabas. Ya no existes, pobre hijo mío... Una bala traidora ha agujereado tu pecho, y cuando empezabas a vivir, cuando todo el mundo te sonreía y tu madre vivía pendiente de tu sonrisa, tú tan noble, tan hermoso, tan valiente, ya no eres más que ceniza... Dios que estás en los cielos, ¿por qué me dejas vivir sin mi Nanín...?

La voz de la marquesa sollozaba al pronunciar estas palabras. Tristán, presa de honda emoción, no supo más que balbucir:

—Señora, para mí ha sido también una desgracia irreparable...

—¡Miente usted!—exclamó revolviéndose furiosa con los ojos llameantes—. Es usted incapaz de sentir lo que ha hecho, porque en usted no hay más que envidia y vanidad.

—En el estado en que usted se halla sus palabras no tienen valor alguno. Créalo usted o no lo crea, su dolor de madre conmueve hasta lo profundo de mi alma, y daría con gusto en este momento mi vida por devolverle la de su hijo...

—¡No me hable usted con dulzura! No quiero de usted la compasión. Prefiero el odio. Ya que odiaba usted a mi hijo, ódieme también a mí. Máteme usted como le ha matado a él. Acaso fuera el único bien que usted puede hacer en este mundo... ¡Oh, mi Nanín! ¡oh, hijo de mi corazón...! Venganza del cielo, ¿no caerás sobre la cabeza de su verdugo? Sí, sí... caerá... Dios es justo. ¡Jamás vivirá tranquilo el que ha matado a un ángel...! ¡Maldición, maldición sobre él!

La marquesa avanzó un paso todavía. Sus ojos brillaban como ascuas debajo de sus cabellos blancos; todo su cuerpo temblaba de odio y de cólera como el de una fatal euménida.

—¡Maldito sea usted y quien le ha engendrado! ¡Maldita sea la hora en que ha nacido! ¡Permita Dios que su esposa vea siempre esas manos teñidas de sangre! ¡Maldita sea ella también! ¡Maldita la leche que ese niño está mamando...! ¡Malditos seáis todos, malditos, malditos, malditos...!

Clara cayó sobre la alfombra con el niño entre los brazos. Tristán acudió a socorrerlos. Cuando volvió la cabeza, la marquesa había ya desaparecido.

Al recobrar el conocimiento y después de haberle prodigado los cuidados necesarios se hizo venir al médico. Este, teniendo en cuenta el estado de la madre y el tiempo que ya contaba el niño, ordenó que se le destetase. Se dispuso, pues, que durmiese en un cuarto separado con la niñera. Clara pasó el resto de la tarde llorando. Tristán salió un momento después de comer y quiso distraerse en el café, pero no pudo lograrlo. Se hallaba tan melancólico, tan abatido que muy presto se restituyó a su casa. Clara se disponía a acostarse, pero no en la alcoba del gabinete donde dormía el matrimonio, sino en otra habitación alejada. Al presentarse Tristán y mostrar en los ojos su sorpresa le dijo balbuciendo:

—Dispénsame, Tristán, me encuentro muy débil, me duele mucho la cabeza y temo que me molesten allí los ruidos de la mañana... Ya ves, está tan próxima a la puerta... Aquí hay más silencio...

—Está bien—dijo Tristán fingiendo creer la disculpa—. No te levantes mañana. Yo encargaré a todos que no hagan ruido.

Hablaron unos momentos de cosas indiferentes, procurando ocultarse su emoción y el abatimiento que los dominaba. Pero cuando Tristán al despedirse quiso darla un beso, Clara se echó hacia atrás con un movimiento de terror gritando: «¡No!»—Después se puso roja y bajó los ojos. Tristán la miró largamente en silencio. Luego girando sobre los talones salió de la estancia. Por la mañana saliendo de su despacho se encontró en el corredor con ella. Estaba pálida. Se acercó a él y cayó en sus brazos. Tristán la estrechó contra su pecho. Lloraron en silencio largo rato. Ambos sentían que su felicidad estaba rota, que algo siniestro se cernía sobre ellos y que no les dejaría hasta secar el amor en su corazón.

Clara luchó denodadamente en los días sucesivos contra sus negros presentimientos, contra sus terrores, contra la sangrienta visión que las palabras de la marquesa habían dejado en su mente. Se mostró con su marido cariñosa y solícita hasta el exceso, procurando envolverle en una red de atenciones. Este cuidado alejaba de ella otros pensamientos, pero era demasiado exagerado para que no se advirtiese el esfuerzo. Tristán lo adivinaba y se sentía más herido en su orgullo que en su amor. Hubiera podido, hubiera debido dar explicaciones, rebatir la terrible acusación de la marquesa; los ojos de Clara se las demandaban con insistencia; pero la innata y fiera altivez de su naturaleza le cerraba los labios. Suponer que él era capaz de dejarse abofetear con el objeto de tener facultad para elegir armas era una injuria que su esposa no tenía derecho siquiera a imaginar. Este silencio fue fatal para ambos. Clara al cabo de algún tiempo sintió desfallecer su fe. Cuando un alma pura pierde la fe, la desesperación se apodera de ella. Amaba a su marido porque creía en él, porque creía tanto en la nobleza de su corazón como en su talento. Al filtrarse la duda en su mente todo lo vio negro, todo lo vio horrible y le acometieron deseos de huir o de morir. Se fatigó de aquellas calurosas expresiones de amor que no encontraban la debida correspondencia. Tristán cada día más frío, más serio, más encerrado en sí mismo, detenía sus caricias y congelaba sus expansiones. El malestar fue creciendo y el alejamiento de los esposos haciéndose más ostensible. Y ¡caso estraño! este alejamiento, provocado principalmente por su actitud, hirió a Tristán tan cruelmente que le volvió loco de ira. Era frío y altivo; comenzó a mostrarse grosero. Su carácter, inclinado al despotismo, se agrió todavía más, particularmente con los criados. Con Clara un cierto respeto, que aún no había perdido, le detuvo durante algún tiempo. Pero también llegó a perderlo. Por cualquier negligencia promovía en la casa un fuerte disturbio, se exasperaba, gritaba como un loco. Nadie le entendía, nadie le daba gusto. Habiendo sorprendido una sonrisa de inteligencia entre el criado y la doncella le bastó esto para imaginar que en la casa se conspiraba contra él, que todos estaban de acuerdo para vejarle y Clara la primera. Entonces comenzó para ésta una vida bien miserable. Tristán apenas le hablaba: algunas veces se sentaban a la mesa y se levantaban sin haber despegado los labios. Sólo se dirigía a ella alguna vez cuando necesitaba desahogar su mal humor para reprenderla ásperamente, para injuriarla también en ocasiones. La joven contestaba a estas violencias con lágrimas y sollozos. Llegó un momento, sin embargo, en que su corazón herido, deshecho, ya no pudo más. Se secaron las lágrimas repentinamente y un día en que su marido enloquecido se desbordaba en palabras ultrajantes le clavó una mirada larga, fría, despreciativa que le dejó paralizado. «Mi mujer me odia», se dijo estremecido. Y desde entonces aquella idea no se apartó de su mente. Se puso a observarla con ansiedad queriendo sorprender en sus ojos, en sus ademanes aquel odio que él mismo había trabajado por despertar. No era verdad, sin embargo. Clara no le odiaba, le despreciaba. Armada de este desdén como de una coraza que la naturaleza piadosa colocara en su corazón escuchaba los insultos de su marido sin pestañear y seguía ejecutando lo que tenía entre manos con la misma calma que si oyese el ruido de la mar.

Tristán comenzó a padecer del estómago. Sus digestiones se hicieron penosas, contribuyendo esto a exacerbar aún más su mal humor. No resignándose a pensar que fuese una enfermedad enviada por la naturaleza espontáneamente, se puso a imaginar que tenía la culpa la cocinera, que los alimentos eran de mala calidad, que se los servían unas veces crudos, otras salados o picantes, etc. Por reflejo, Clara tenía la culpa de todo. Se despidió a la cocinera; vino otra y pasó lo mismo. A veces se marchaba a comer al restaurant, y entonces llegaba triunfante a casa y decía en alta voz que aquel día se sentía admirablemente aunque no fuese verdad. Un día le preguntó a un amigo médico en el café:

—Dime, ¿es verdad que existen venenos lentos?

—Cualquier sustancia nociva es un veneno lento si se administra a la continua—le respondió.

Aquel día estuvo doblemente preocupado y caviloso. Desde entonces comenzó a observar con intensa atención los movimientos de su esposa, a reconocer a hurtadillas todos los cacharros que había en el aparador, a dirigir rápidas y penetrantes miradas a aquélla cada vez que gustaba los alimentos. Cierta noche, después de comer, no sintiéndose con ganas de salir, se acomodó en una butaca y pidió que le hiciesen te. Al oír los pasos del criado que se lo traía, Clara que estaba bordando debajo de la lámpara, se alzó precipitadamente de la silla, reconoció la azucarera donde sospechaba que ya no quedaba azúcar, y viendo confirmada su presunción, corrió al encuentro del criado y le hizo volver a la cocina. Mandó sacar azúcar de la despensa, le echó los tres terrones que su marido necesitaba siempre, y ella misma vino a servírselo. Mientras tanto Tristán, que había seguido la maniobra de su esposa con vivo recelo, esperaba anhelante acometido de una terrible inquietud que se revelaba en su respiración y en sus ojos. Tomó con mano temblorosa la taza que le presentaban, y después de vacilar un instante, se decidió a llevarla a los labios. Fuese aprensión o que en realidad el te estuviese mal hecho, lo cierto es que percibió un extraño y desagradable sabor. Dejó caer la taza al suelo, y sujetando a su esposa por la muñeca con fuerza le preguntó furiosamente:

—¿Qué has echado en este te?

—¿Cómo...? ¿Qué dices?—respondió Clara aterrada al ver los ojos de su marido, pero sin comprender todavía.

—¡Te pregunto qué es lo que me has echado en el te!—gritó con más furor sacudiéndole el brazo y soltándolo después con un movimiento de repulsa que la hizo tambalearse.

Clara comprendió al fin y llevándose las manos a los ojos exclamó con espanto:

—¡Dios mío, qué horror!

Después como si fuese acometida súbitamente por un rapto de locura se puso a gritar a la niñera:

—¡Juana! ¡Juana...! ¡El niño! ¿Dónde está el niño? ¡Traerme el niño...!

—¿Qué haces? ¿Qué quieres?—preguntó a su vez sorprendido Aldama.

—¡El niño! ¡El niño!—seguía gritando Clara sin hacer caso.

Corrió a su habitación, se echó un abrigo encima de los hombros y tomando al niño que le presentaba ya Juana se dirigió a la puerta de la calle. Tristán le interceptó el paso.

—¿Adónde vas?

—Adonde no te vea—replicó resueltamente la joven.

Entonces en el cerebro de Aldama brilló un rayo de luz; tuvo por un instante la visión clara de su injusticia, de su increíble necedad, y cayó de rodillas.

—¡Clara, perdón! ¡No te vayas!

—¡Aparta, aparta, miserable! Ya he sufrido bastante. ¡Mi corazón no puede más!

Y como Tristán tratase de retenerla, le dio con su brazo vigoroso un empujón que le hizo caer de espaldas.

Cuando se levantó, su esposa bajaban ya la escalera con el niño y Juana detrás de ella.

Se puso en pie. La vergüenza y la cólera ardían al mismo tiempo en su pecho. Escuchó unos instantes, hasta que el ruido de los pasos dejó de percibirse, y cerró la puerta, que había quedado abierta. Luego se dirigió al salón, encendió las luces y comenzó a pasearse de una esquina a otra con las manos en los bolsillos. Un frío cortante como una espada entraba en su corazón. Veíase solo, y con profundo estupor se daba cuenta de que todo había concluido para él. Se hallaba en la situación de un jugador que acaba de arriesgar su fortuna a una carta y la pierde. Al cabo de un rato llamaron con suavidad en la puerta de la estancia.

—¡Adelante!—dijo parándose.

Entró la doncella, cuya adoración por Clara era conocida.

—Señorito—manifestó con resolución—, habiéndose ido la señorita yo no puedo quedar en esta casa. Si tuviese la bondad de darme la cuenta...

—Ahora mismo—replicó Tristán cuya frente se frunció terriblemente.

Fue al despacho, le pagó y se vino de nuevo al salón. Pero a los pocos instantes se presentó el criado balbuciente, ruborizado. Él también quería irse, no porque estuviese descontento del señorito, pero era novio de la doncella... pensaba casarse en abril... Lucila se lo había exigido...

—Basta—dijo Aldama secamente.

Y sin pronunciar otra palabra fue al despacho y le entregó su cuenta. Sintió después el ruido que hacían al arrastrar sus baúles, oyó abrirse la puerta, oyó la voz de unos hombres que debían de ser los mozos de cuerda, y luego se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Pero inmediatamente se presentó la cocinera. Era una mujer de más de cuarenta años y de tan fea catadura que inspiraba risa.

—Aunque hace poco tiempo que estoy en la casa ya cogí ley al señorito, porque es simpático y amable... y tiene ángel... ¡vamos porque sí, porque me gusta! Pero ya el señorito puede comprender que una joven sola en una casa con un caballero no parece bien... La gente es muy mala y se agarra a cualquier cosa para hacer daño... Necesito mirar por mi honra.

Tristán la contempló fijamente con curiosidad burlona. Le dio por completo la razón. Nada, nada, los jóvenes de distinto sexo no estaban bien solos bajo un mismo techo. Le pagó y la pudorosa doméstica se despidió hecha una jalea diciendo que al día siguiente vendría a buscar el baúl.

Entonces Tristán quedó solo en la casa. Una tristeza inmensa, infinita, pesaba sobre su alma. Sentía deseos de sollozar. Acaso esto hubiera aliviado su corazón, pero el orgullo dominaba sus lágrimas, las obligaba a volverse atrás cuando querían salir.

Largo rato paseó por la estancia sin detenerse, con el rostro pálido, los ojos secos y febriles, la frente dolorosamente fruncida. A la puerta oyó los leves aullidos del perro que quería entrar. Fue a abrirle. El Fidel comenzó a recorrer el salón con la cola agitada, oliendo en todas partes: luego salió como un torbellino, recorriendo los pasillos, entrando en las habitaciones, buscando, olfateando. Entró de nuevo, miró a Tristán, dejando escapar quejidos lastimeros, se fue a la puerta de la calle, volvió y repitió varias veces esta maniobra. El pobre animal buscaba a su ama.

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Aldama.

—¿Tú también quieres irte? ¡Anda, anda, marcha cuando quieras!

Se dirigió a la puerta y la abrió. El perro se precipitó raudo por la escalera. Tristán volvió al salón y entonces, sí, quedó enteramente solo.

XXII - HACIA OTRO MUNDO

Cuando Elena quedó sola, después que Núñez hubo marchado, se dirigió al salón donde se hallaba un magnífico retrato de su marido pintado por Pradilla.

—Lo hecho ya no tiene remedio, Germán... ¡Pero sabré pagar con la vida lo que he hecho!—dijo en voz alta hablando con la efigie como con un ser vivo.

Una resolución sombría, inquebrantable, animó sus ojos desde entonces. Después que le sirvieron el almuerzo, que apenas tocó, vistiose apresuradamente y dio orden de que engancharan la berlina y que la condujesen a la estación. Una vez allí despidió el coche y subió a pie por la carretera hasta el pueblo. Se fue dando rodeos para no ser vista hasta la farmacia de su primo, cuyas costumbres conocía. Después de comer solía pasar éste un par de horas en el casino jugando al dominó. Sin embargo, cruzó rápidamente por delante de la botica para cerciorarse.

—Don Manuel, ¿no está?—preguntó al dependiente, un chico de quince a diez y seis años.

—No, señora; hasta las cuatro no suele venir.

Elena hizo un gesto de contrariedad y manifestó que no podía aguardar tanto tiempo. Necesitaba encargarle con urgencia una medicina que ya le había preparado otras veces. El chico insinuó que estaba en el casino, que subiría para que la muchacha fuese a avisarle. Elena se opuso. Como la distancia era corta, le suplicó que él mismo fuese y mientras tanto ella quedaría al cuidado de la botica. El muchacho, que no podía tener desconfianza viendo una señora elegantemente vestida, salió corriendo a evacuar el recado. Inmediatamente Elena, que había pasado los primeros años de su vida en aquella farmacia y la conocía tan bien como su primo, se dirigió con presteza a la trastienda, abrió la cordialera, buscó el tarro del curare y sacando del pecho un frasquito que llevaba echó en él unos pedazos de este veneno. Después lo guardó de nuevo y se sentó a esperar tranquilamente a su primo. No tardó en llegar.

—¡Elena! Pero ¿eres tú?

El primo Vilches la saludó con efusión un poco embarazada. La conducta de Elena había disgustado a toda la familia. Desde hacía ya tiempo el farmacéutico, que iba con frecuencia a Madrid, no había puesto los pies en su casa. Elena, también confusa, le explicó que había llegado hacía pocos días para reponerse de una ligera fiebre que había padecido y le suplicó que le preparase una poción calmante para dormir que en otro tiempo, cuando vivía en el Escorial, le había probado muy bien. Vilches se apresuró a complacerla. Mientras duró la confección charlaron. Vilches tenía niños y se habló de ellos y de otros asuntos, pero se abstuvo de preguntar por Reynoso y lo mismo de invitarla a subir a ver a su esposa. Esto último hirió profundamente a Elena, que al despedirse apenas se atrevió a decir: «Recuerdos a Rosa.»

Aquella misma tarde regresó a Madrid. Al día siguiente a la hora en que Cirilo salía de casa para la Bolsa se fue a la plaza de Oriente y dio orden al cochero de que se detuviese en las proximidades. Desde el coche estuvo vigilando hasta que vio asomar al paralítico apoyado en su bastón. El portero salió a llamar un coche de punto y le ayudó a subir a él. Elena bajó del suyo, entró en la casa y llamó en la puerta de Visita al tiempo que cruzaba por el pasillo una persona, la cual, así que sonó el timbre, tiró del pestillo y abrió. Elena se encontró frente a frente con su cuñada Clara. La estupefacción de ambas fue inmensa. Elena pensó que allí mismo iba a morir. Clara muy pálida y con el entrecejo fruncido le preguntó al cabo secamente:

—¿Qué deseaba usted?

Pero Elena sin responder clavó en ella una mirada de angustia y de dolor tan intensos que traspasó el corazón de su cuñada. Dio ésta un paso hacia ella y tomándola por la mano y cerrando después la puerta le dijo gravemente:

—Ven conmigo.

Y así la llevó hasta la habitación que ocupaba y la obligó a sentarse en una butaca. Elena estaba más muerta que viva: hizo algunos esfuerzos para hablar, pero la voz no salía de su garganta. Clara, que estaba en pie frente a ella, le dijo observándolo:

—No hables todavía. Voy a mandar que te hagan una taza de tila.

Elena se apoderó de una de sus manos y la besó. Clara la retiró velozmente.

—No necesito nada, Clara, no necesito más que verte y que me mires con un poco de compasión. Ya sé que no la merezco, pero hay momentos en que una gota de compasión puede detener a la muerte, puede salvar un alma del infierno... Yo te lo pido, Clara, yo te lo imploro por la memoria de tu madre.

Clara se acercó más a ella, volvió a entregarle su mano, que Elena besó repetidas veces con transporte, y le dijo con dulzura:

—Sosiégate y habla sin desconfianza. No temas que ninguna palabra ofensiva ni aun dura salga de mis labios. ¿A qué has venido hasta aquí? ¿Sabías que yo estaba?

—No; venía a suplicar a Visita que me dijese dónde se halla mi... dónde se halla tu hermano.

Clara guardó silencio y quedó unos instantes pensativa, mientras que su cuñada permanecía sentada con la cabeza inclinada al suelo y el pañuelo en los ojos.

—Ni Visita ni yo podemos decírtelo. Estamos obligadas, si no por juramento, al menos con promesa sagrada a guardar el secreto de su retiro. Ya comprenderás que el revelártelo sería hacerle traición, añadir un clavo más a su cruz.

—¡Lo comprendo, Clara, lo comprendo!—replicó la pobre mujer sollozando—¡pero si supieras...! ¡si supieras...! Demasiado entiendo que por la ley de Dios no merezco ser su esposa y por la de los hombres no debo serlo ya... Sólo quería llegar hasta él y decirle ¡perdóname, Germán! y morir a sus pies...

Clara la miró largamente con infinita tristeza y murmuró:

—¡Desgraciada Elena!

—¡Mucho más de lo que puedas figurarte! Mira mi semblante, Clara, mira mi cuerpo deshecho; acuérdate de aquella Elena que jugaba y corría contigo en el Sotillo cuya alegría decíais que era comunicativa, acuérdate de aquella mujercita mimosa de quien tanto os burlabais que os hacía rabiar y os hacía reír a un mismo tiempo. ¡Mírala ahora bien rota, bien hundida en el fango! Acuérdate también, Clara mía, de lo que la has querido. ¿Cómo es posible que me odies a mí que te quiero tanto, a mí que te miro y te he mirado siempre como un ángel bajado del cielo?

—Yo no te odio, Elena... pero amo a mi hermano como hermano y como padre.

—Tienes razón. Despreciadme, maldecidme. Hice traición al mejor de los hombres. No merezco pisar la tierra que vosotros pisáis... Adiós, Clara—añadió levantándose—. No tengo más que un medio de pagaros la ofensa que os he hecho... ¡Rogad a Dios por mí!

Y dio precipitadamente algunos pasos hacia la puerta. Clara corrió a ella y la detuvo por la mano.

—¿Adónde vas, criatura?

La arrastró de nuevo hasta la butaca y volvió a sentarla. Luego permaneció frente a ella inmóvil como una estatua, sumida en profunda meditación. Elena, sin levantar los ojos, sentía sin embargo su mirada, adivinaba los contrarios pensamientos que luchaban en su mente y su corazón latía dentro del pecho hasta dejarse oír.

—Está bien—dijo al cabo la hermana de Reynoso con voz grave—. Mi conciencia me dice que por encima de todas las consideraciones y de todas las promesas está la ley de la caridad. Yo no puedo consentir que realices lo que me has dejado adivinar. Sabrás dónde está tu marido.

Elena dio un salto y se arrojó sobre ella estrechándola, estrujándola mejor dicho contra su pecho como si quisiera asfixiarla, cubriéndola al mismo tiempo el rostro de sonoros besos. Luego se dejó caer de rodillas e intentó besarle los pies, pero Clara la alzó entre sus brazos vigorosos y la sentó a la fuerza de nuevo. Después cogiendo una silla vino a sentarse a su lado, y tomándole una mano le dijo con voz que temblaba ligeramente:

—No eres tú sola desgraciada, Elena. Yo también lo soy.

—¿Tú?—exclamó aquélla alzando la cabeza y mirándola con estupor.

—Sí, hace dos días que me encuentro en esta casa porque me he visto obligada a huir de mi marido.

Y le narró con sencillez y concisión su vida desdichada en los últimos tiempos y el suceso increíble que había dado origen a la separación. Elena volvió a besarla con transporte y alzando los ojos al cielo exclamó:

—¡Oh, Dios! Los malos merecemos ser desgraciados, pero los buenos ¿por qué también lo son?

Ambas guardaron silencio.

—¿Le amas todavía?—preguntole dulcemente al oído.

—No—respondió Clara secamente—. Ese hombre ha ido arrancando una a una las raíces que tenía en mi corazón. El último tirón le ha separado por completo.

—Entonces, huye.

—Sí, hoy mismo pienso marchar a reunirme con mi hermano. Mañana irás tú. Yo prepararé su ánimo para recibirte.

Elena guardó silencio y una arruga dolorosa surcó su frentecita de estatua.

—Perdona, Clara—dijo al fin tímidamente—. Si debiese mi perdón a tus súplicas nunca podría creer en él y mi existencia sería un continuo tormento.

—Tienes razón—respondió aquélla quedando un momento perpleja—. Marcha tú esta tarde. Mañana saldré yo.

Después le dio cuenta del sitio donde se hallaba su hermano. Don Germán Reynoso habitaba en aquel momento una aldea de Guipúzcoa llamada Anzuola, próxima a Zumárraga. Saliendo aquella misma noche, por la mañana temprano llegaría a este punto y de allí podría trasladarse a Anzuola rápidamente. Era necesario preguntar por don Ricardo Vázquez, su segundo nombre de pila y su segundo apellido, pues así se hacía llamar desde que había salido de Madrid. Cuando hubieron convenido el asunto del viaje, Clara salió un instante a prevenir a Visita de lo que ocurría. No tardó en presentarse de nuevo con ésta. La ciega echó los brazos al cuello a Elena y la besó con la misma efusión que antes. Después, en las horas que siguieron hasta la de la partida, se mostró tan jovial, tan charlatana, que en más de una ocasión logró que la frente de Elena se desarrugase y una sonrisa contrajese sus labios. En fin, hasta les cantó los couplets de los Pajaritos fritos y tocó el tango de las Cacerolas. Pero Elena no podía dominar un sentimiento de vergüenza que se leía claramente en sus ojos. Particularmente cuando se presentó Cirilo su confusión fue tan grande que Clara, advirtiéndola, se apresuró a sacarla de la estancia y llevarla a su gabinete y allí la dejó entretenida con el niño.

Se pasó recado al hotel de la Castellana para que enviasen el coche con el equipaje y, después que hubieron comido, las tres mujeres se dirigieron a la estación. Al despedirse de Cirilo le dijo Elena:

—Hazme el favor de pagar a los criados y cerrar la casa.

—¿Cerrar la casa?—exclamó aquél.

—Sí—replicó Elena rompiendo a llorar—. Yo no volveré ya más, suceda lo que suceda.

Y se apresuró a montar en el coche. En el trayecto a la estación Visita la besaba cariñosamente y le decía al oído:

—¡Ánimo, Elena! El corazón me dice que volverás a ser feliz.

En el momento de partir el tren Clara se abrazó a ella.

—¡Que Dios te proteja! Hasta pasado mañana.

—¡Hasta nunca, quizá!—murmuró Elena sepultándose en su berlina.

Se detuvo en Zumárraga toda la mañana, pues el tren no partía para Anzuola hasta las tres de la tarde. Pasó aquellas horas en el abatimiento y la indecisión. Cuando llegó el momento, sin embargo, salió como un autómata de la fonda y subió al tren que en pocos minutos la trasladó al fin de su viaje. La estación de Anzuola se halla bastante alta en la falda de la montaña. Para bajar al pueblo hay un hermoso camino, y Elena lo salvó con paso rápido. Es un lindo pueblecito situado en el fondo de un valle, rodeado por todas partes de verdes montañas y de árboles. Cuando llegó a las primeras casas, se encontraba tan fatigada que se detuvo un instante para reposar. La primera tienda que vio abierta era un estanquillo. Entró resueltamente, y dirigiéndose a una mujer que cosía detrás del mostrador le preguntó:

—¿Conoce usted a don Ricardo Vázquez?

La mujer levantó la cabeza con sorpresa.

—¡Oh señora! Aquí todos conocen, sí, todos conocen bien a ese señor.

—¿Dónde vive?

La mujer se levantó de la silla, vino a la puerta y extendiendo el brazo:

—¿No ve usted aquella casa donde hay un establecimiento de comestibles, de donde sale aquel hombre ahora mismo? Pues allí es donde él está de huésped... Pero si usted quiere verle no tardará en pasar por aquí—añadió volviendo a su sitio—. Todas estas tardes va a ensayar a los niños a la iglesia para la fiesta de la Virgen.

—¡Ah!

—Sí; mi chico, que también canta, se ha ido ya hace un rato y estará jugando con los otros delante de la iglesia. Don Ricardo ha sido quien le enseñó la música como a todos los demás.

—¿Es maestro de música?

—¡Oh, no señora!—exclamó la estanquera con un poco de enfado—. Don Ricardo es un gran caballero. Si enseña la música a los niños es por favor, por caridad como otras muchas caridades que hace. También ha formado aquí eso que llaman orfeón. El pueblo ha cambiado mucho desde que vino ese señor. Antes los hombres pasaban la noche en la taberna malgastando su jornal y hablando cosas feas. Ahora se van después de cenar al local de las Escuelas y allí se están cantando como unos benditos toda la noche. Cuando los ve cansados don Ricardo les da un cigarro, les entretiene un rato charlando y ya los tiene usted tan contentos. ¡Oh, señora, qué bien cantan ya! Parece que está uno en el cielo oyéndoles. Si usted se queda aquí, para el día de la Virgen los oirá porque han de cantar por la tarde en la plaza.

Elena dijo que sí que se quedaría, pero temiendo que pasase por allí su marido y que la estanquera le llamase se despidió de ésta. Iba hacia la iglesia para ver el ensayo y hablar a don Ricardo cuando terminase. La buena mujer le indicó el camino que había de seguir.

Delante del templo jugaba un enjambre de niños y niñas con ruidosa algazara. Elena fue a sentarse algo más lejos en un banco de piedra, procurando que un árbol la ocultase. Antes de un cuarto de hora de espera vio llegar a su marido. El corazón le dio un terrible vuelco. Su estatura elevada, su cuerpo fornido y la boina que le cubría la cabeza le daban un aspecto completamente vasco. Elena observó con sorpresa que no había envejecido poco ni mucho; ni una cana más; la misma o mayor frescura en la tez; igual marcha decidida y ligera. ¡Qué diferencia con ella, tan flaca, tan estropeada! En cuanto los chicos le divisaron corrieron a rodearle como un bando de gorriones alborotadores. Don Germán se sentó a descansar en uno de los bancos de piedra, charlando, riendo con ellos. Sus carcajadas llegaban alegres, sonoras, como en otro tiempo a los oídos de Elena, pero ahora sin saber por qué ¡ay! le partían el corazón. Una zagalita de trece a catorce años de puro perfil virginal y el moño de la cabeza apretado por un pañolito azul al estilo del país se acercó a Reynoso y apoyó el brazo en su hombro con encantadora familiaridad. Elena sintió la mordedura de los celos y le clavó una mirada fulgurante capaz de reducirla a ceniza.

—Vamos, vamos, hijos, que ya se hace tarde—dijo el caballero levantándose y entrando en la iglesia.

Poco después los siguió Elena, pero ya no vio a nadie. Sólo oía sus voces allá en el coro. Paseó una mirada de angustia por el ámbito del templo y, divisando en un altar una imagen de la Virgen, dio algunos pasos y se prosternó delante de ella y oró con fervor.

—¿Estamos ya?—dijo Reynoso en voz alta.

Inmediatamente se dejó oír en el órgano el preludio de Bach que suele servir de acompañamiento al Ave María de Gounod. Y el coro de niños entonó este canto admirable de amor y de dolor, de angustia y esperanza al mismo tiempo.

—¡Suave, hijos míos! Dulcemente... ¡como un murmullo!—se oía decir a Reynoso.

El obscuro recinto del templo se estremeció. Una ola de armonía celeste llenó instantáneamente todo su ámbito llegando hasta los más tenebrosos rincones. Elena se sintió enajenada. Se acordó de los días puros de su infancia, se acordó de aquellas oraciones fervorosas que dirigía a la Virgen antes de acostarse y volvió a murmurarlas con los labios trémulos. ¡Oh! ¿por qué no había muerto entonces? ¡Pero morir ahora, con el alma ennegrecida, después de haber engañado vilmente al ser que más la había querido en este mundo! ¡No, no, por Dios!

—¡Fuerte, fuerte, hijos míos! ¡Echad vuestra alma por la boca!

¡Morir ahora con la maldición de Dios y la de su marido! ¿Quién iría a poner una flor sobre su tumba? ¿Quién no miraría con horror la tumba de una pérfida mujer, de una suicida?

—¡María! ¡María!—clamaba el coro angélico haciendo vibrar el aire con aquel grito anhelante.

—¡Madre, madre, sálvame...! ¡Madre, escúchame!—sollozaba Elena con la frente apoyada en el altar de la Virgen, mientras apretaba con mano crispada el pomo fatal que guardaba en el pecho.

El templo quedó otra vez en silencio. Cuando Elena volvió de su éxtasis observó que el pelotón de niños salía por la puerta rodeando como antes a su marido. También ella salió, pero no podía andar; los pies le pesaban como si fuesen de plomo. Dejose caer sobre uno de los bancos del pórtico y allí aguardó un rato. Estaba ya obscureciendo. Levantose al fin y con paso vacilante se dirigió por la única calle del pueblo hasta la casa que le habían designado. La tienda estaba iluminada por una menguada lámpara de petróleo. Una mujer de media edad, gruesa, de fisonomía simpática, vestida de negro y ataviada la cabeza con el característico pañuelo de seda, escribía en un libro viejo de comercio sobre el mostrador.

—¿Don Ricardo Vázquez?

La mujer alzó la frente y clavó en Elena una larga mirada escrutadora.

—Aquí vive, si señora—respondió con esa gravedad peculiar de la raza vasca.

—Desearía verle.

La mujer volvió a mirar con insistencia desconcertante a la viajera y después de una pausa dijo:

—Bueno... iré a prevenirle... ¿A quién debo anunciar?

—No anuncie usted a nadie: quiero darle una sorpresa.

Entonces el semblante de la tendera reflejó la sorpresa, la duda y la alegría al mismo tiempo.

—¿Sería usted por ventura, señorita, su hermana, la hermana de quien tantas veces nos habla?

Elena vaciló un instante, pero respondió al fin:

—Sí; yo soy.

—¡Oh señorita!—exclamó la buena mujer viniendo hacia ella con el rostro iluminado de placer—. ¡Cuánto se va a alegrar! No sabe usted lo que la quiere. Siempre la tiene en los labios y yo creo que la tiene a usted más guardada todavía en el corazón... Si es usted tan buenaza como él, todos daremos gracias a Dios de verla por aquí. En el pueblo no hay nadie que no le quiera ya, porque es un caballero de lo mejor, llano, caritativo, amigo de los pobres... Al principio de venir, como no se le conocía, corrieron algunas voces sobre si era esto o lo otro... habladurías de gente necia, ¿sabe usted, señorita? Pero el señor vicario nos dijo que cuidado con hablar una palabra de este señor porque era un santo...

—¡Sí que lo es!—murmuró Elena con voz temblorosa.

—Se le puede tener por la mitad del dinero que a otro. Nunca se queja, a nadie causa molestia: a veces por no llamar él mismo viene abajo a buscar a la cocina lo que le hace falta. En fin, no se le siente en la casa y por lo mismo todos andamos de coronilla para servirle.

—Estará triste, ¿verdad...? Ha tenido algunas pérdidas de fortuna...

—¿Triste? En los diez meses que lleva en esta casa todavía no le hemos visto un día triste. Cuando no está arriba tocando el piano, está aquí jugando con los niños. No se conoce, no, señorita, que haya tenido pérdidas.

Elena sintió que flaqueaba su valor.

—Con permiso de usted voy a subir... ¿Dónde está la escalera?

La buena mujer la condujo hasta el primer peldaño de una escalerita estrecha y obscura. Subió casi a tientas por ella. Cuando ya estaba a la mitad llegaron a sus oídos los acordes solemnes, penetrantes, de la novena sinfonía. Se agarró con ambas manos a la barandilla para no caer. Al fin hizo un esfuerzo supremo y subió los últimos peldaños. Entró en una salita modestísimamente amueblada. El piano sonaba más allá en un gabinete cuya puerta estaba entreabierta. Atravesó la sala y miró por la rendija. Su marido tocaba vuelto de espaldas a la puerta. Elena permaneció inmóvil algunos instantes y sintiendo que sus piernas flaqueaban y que iba a caer, apretó convulsivamente el frasco que llevaba y se aventuró a decir:

—¡Germán!

Pero la voz no salió apenas de su garganta. Reynoso no la oyó. Entonces atacada de súbita energía abrió de par en par la puerta y volvió a decir reciamente:

—¡Germán!

Reynoso dio un salto en su taburete y quedó en pie frente a ella. Una intensa palidez cubrió su rostro; pero inmediatamente brilló en él la cordial, la amable sonrisa de siempre y dio algunos pasos hacia ella con las manos extendidas.

—¡Bien venida seas, Elena, bien venida, bien venida!

La esposa infiel dio un grito y desplomándose cayó a sus pies sin sentido. Aquel recibimiento inesperado la hirió como un rayo. Don Germán se apresuró a levantarla, la colocó sobre un sofá y con una toalla mojada roció sus sienes. Luego le hizo oler un frasco de esencia. Elena tardó poco en abrir los ojos. Se apoderó de las manos de su marido y exclamó con voz apenas perceptible:

—¡Jamás, jamás le he querido...! ¡Jamás, jamás he dejado de quererte a ti...! Un capricho infame...

—¡Calla, Elena! En ti no caben los caprichos infames porque estás amasada con la pasta de los ángeles... Sintieron que tu corazón era inexpugnable y atacaron tu cerebro, que es más débil, pobre Elena...

—Gracias... bendito seas... ¡bendito seas por toda la eternidad...! ¿Me perdonas?

—Si no te hubiera perdonado, hace ya mucho tiempo que estaría muerto. ¿Cómo es posible vivir con un odio en el corazón?

—¡Ya no quiero, ya no pido más!—exclamó la infeliz mujer incorporándose y secándose los ojos—. Déjame marchar. Ahora ya puedo morir tranquila en cualquier rincón del mundo. Déjame marchar. Mi presencia te deshonra.

Al decir esto se puso en pie, pero Reynoso la retuvo por una mano y la obligó a sentarse.

—No, no marcharás. Una mano invisible y todopoderosa te ha traído de nuevo a mis brazos. Acepto ese don como los acepto todos. Hoy era feliz; mañana lo seré también porque ¡nadie, nadie en este mundo puede hacerme ya desgraciado! Nunca te ha dejado mi corazón, Elena. Mi mente te ha hecho vivir siempre conmigo tal como eres realmente en el fondo del alma, como serías también en la apariencia si no te hubieran arrastrado en un momento de desmayo las fuerzas infernales y misteriosas que aún palpitan en los obscuros rincones de nuestra naturaleza... Escucha: Allá, lejos, muy lejos, en el fondo de América, detrás de los Andes, conozco un valle tibio y risueño como un nido de amor. Un cielo siempre azul se extiende sobre él. El soplo de la brisa que llega del mar inclina la copa de los árboles y levanta un rumor más grato que ninguna música humana; los pájaros cantan; las flores exhalan de sus cálices perfumes embriagadores; el espíritu de Dios flota sobre el ambiente. En aquel valle la planta soberbia del hombre aún no ha dejado mucha huella. Allí correremos a refugiar nuestra dicha, lejos de este mundo que se llama cristiano y cubre de ignominia al que perdona. Allí viviremos el uno para el otro. Si no quieres ser mi esposa serás mi hija, serás mi hermana...

—¡Tu esposa hasta la muerte y más allá de la muerte!—exclamó Elena echándole los brazos al cuello anegada en llanto.

—Allí comenzaremos de nuevo la vida. Alzaremos una casita blanca con ventanas verdes. Vivirás rodeada de flores y yo de pájaros. Por la mañana te llevaré hasta la playa y revolverás sus arenas y recogerás preciosas conchas. Nos sentaremos sobre una roca y contemplaremos silenciosos aquellas olas azules que llegarán de lejos a mirarse en tus ojos y a besar tus pies. Al pie de una fuente clara tu cabeza reposará por las tardes sobre mi hombro, y el aire de la montaña, cargado de aromas, jugará otra vez con esos bucles de oro...

—¡Calla, calla...! Es demasiada felicidad. ¡Yo me ahogo!

—Aún quedan para ti días de sol en la vida, Elena mía. Para mí nunca ha dejado de lucir, porque lo llevo en el corazón. Huyamos, huyamos hacia la dicha.

—¡Sí, sí, huyamos!—exclamó Elena apretando sus labios con frenesí contra los de su esposo.

Pero repentinamente quedó inmóvil con los ojos extáticos.

—¿Y Clara que llega mañana?

—¿Clara?—preguntó Reynoso en el colmo de la sorpresa.

Entonces su esposa le dio cuenta de la desgracia que sobre aquélla pesaba y de la firme resolución que había manifestado de alejarse para siempre de su marido. Reynoso nada sabía de sus disgustos domésticos, porque jamás le hablaba de ellos en sus cartas. Sólo tenía conocimiento de la muerte desastrosa del marquesito del Lago. Quedose pensativo y una lágrima silenciosa rodó por sus tostadas mejillas.

—¡Pobre Clara!—murmuró—. Merecía ser feliz. Un destino fatal encadenó su vida a la de ese desdichado, víctima de su temperamento, víctima también de su egoísmo y de su orgullo... Está bien—añadió al cabo serenándose—. Mañana llega Clara, pasado saldremos todos para el Havre y dentro de tres días navegaremos en alta mar respirando el aire de la libertad y de la dicha. Dios, al devolverme una esposa y una hermana, me da también un niño a quien amar, un niño que será hijo de los tres y que endulzará nuestras horas con sus juegos y su risa. Aún pueden lucir para Clara también días de sol si sabe resignarse... la más alta sabiduría que podemos alcanzar los mortales sobre la tierra.

—Los tres te deberemos nuestra felicidad. Donde tú respiras, la atmósfera se llena de nobles y puros sentimientos. Eres, esposo mío, la imagen de Dios sobre la tierra, todo bondad, todo misericordia.

Guardaron ambos silencio y se miraron largamente a los ojos paladeando la dicha intensa de los primeros días de su matrimonio. Después de una pausa prolongada Elena sacó el frasco de veneno que llevaba en el pecho y sonriendo ruborizada:

—Mira—le dijo—. Si me hubieras arrojado de aquí, cuando salieses encontrarías detrás de esa puerta un cadáver.

—¡Eso nunca!—exclamó Reynoso apoderándose vivamente del pomo y arrojándolo al suelo—. ¿Me he suicidado yo cuando vi el cielo desplomarse sobre mí? El cielo se desplomó sobre mí, es cierto, pero yo me abracé a él y... ya lo ves, me he salvado.

Appendix A

FIN
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Rechtsinhaber*in
José Calvo Tello

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Tristán o el pesimismo. Tristán o el pesimismo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-77F5-7